13
Había anochecido. El vecino se sentó a su lado.
—¿Problemas?
Richard asintió con la cabeza.
—¿Cuestión de mujeres?
Richard se rió y volvió a asentir con la cabeza.
—Ya entiendo.
El vecino se levantó y se fue. Poco después volvió, puso una cerveza al lado de Richard y, apoyando una mano en su hombro, le dijo:
—¡Bebe!
Richard bebió y se puso a mirar el movimiento de la calle: los chicos que, un par de casas más abajo, fumaban y bebían, mientras escuchaban una música atronadora; el «camello» que, a la sombra de la escalera, entregaba sobrecitos doblados y recaudaba billetes, sin decir una palabra; la pareja de enamorados en el portal; el viejo, el último que aún quedaba allí sin haber plegado su silla y haberse ido a casa y que, de vez en cuando, entraba a sacar una lata de cerveza del frigorífico. Aún hacía calor. El aire no tenía ese punto fresco que anuncia la llegada del otoño en una noche de finales de verano, sino la promesa de un largo y suave fin de estío.
Richard estaba cansado. Seguía con la sensación de que debía decidir entre su antigua vida y la nueva, y de que, sólo con dar con la elección adecuada o tener el valor necesario, se levantaría con un impulso interior y subiría a su casa o se marcharía de allí. Pero la sensación estaba tan cansada como él.
¿Por qué tenía que irse aquel mismo día, en taxi, a un hotel del East Side? ¿Por qué no al día siguiente? ¿Por qué no podía continuar con su vida de siempre hasta el momento de entrar en su nueva vida? Sería ridículo que en el transcurso de un par de semanas no consiguiera pasar de su antigua vida a la nueva. Lo conseguiría, si así tenía que ser. Pero no tenía por qué ser así. Además, aunque ahora se fuera de allí, nada le impedía volver al día siguiente. Si se iba más adelante, ya no volvería. La nueva vida con Susan lo frenaría.
Lo importante era decidirse. Y se había decidido. Abandonaría su vieja vida y empezaría una nueva con Susan. En cuanto fuera realmente posible. Pero aún no era posible. Lo haría cuando llegara el momento. Lo haría porque lo había decidido. Lo haría. Pero aún no.
Cuando se levantó, le dolían todas las articulaciones. Se estiró y miró alrededor. Los chicos ya estaban en sus casas, viendo la tele, jugando con el ordenador o durmiendo. La calle estaba vacía.
Levantó su maleta, abrió la puerta del portal, vació el buzón, subió por la escalera y abrió la puerta de su apartamento. Recorrió las habitaciones abriendo las ventanas. El cubo en el que caían las gotas de la tubería rota estaba casi vacío y sobre la mesa había un ramillete de asteres. María. En el contestador había un mensaje del oboe preguntando si se iban a ver aquel día por la noche. El profesor de español le había enviado una postal desde un centro de yoga donde que pasaba las vacaciones en México. Encendió el ordenador y lo apagó; los correos electrónicos podían esperar. Sacó todas las cosas de la maleta, se desvistió y metió lo que llevaba puesto en el cubo de la ropa sucia.
Se quedó desnudo en la habitación, atento a los ruidos de la casa. El apartamento contiguo estaba en silencio. En el de arriba se oía bajito el televisor. Desde el apartamento de abajo llegaba el rumor de una disputa, hasta que se oyó un portazo. En algunas ventanas zumbaba el aire acondicionado. La casa dormía.
Apagó la luz y se metió en la cama. Antes de quedarse dormido, se acordó de Susan en la escalerilla del avión sonriendo y llorando.