MIÉRCOLES, 13 DE JUNIO DE 1945

Un día para mí. Fui a buscar ortigas y armuelle en compañía de la viuda. Pasamos muy cerca del huerto del catedrático, ahora destruido y cubierto de maleza. Incluso si recibiera un permiso oficial para la labranza del huerto, éste llegaría ya demasiado tarde. Manos de desconocidos han talado ramas enteras del cerezo y han cogido las cerezas que apenas comenzaban a amarillear. Aquí no llegará a madurar nada. Los hambrientos se lo llevarán mucho antes.

Frío, tormenta y lluvia. Por primera vez circulaba de nuevo el tranvía por nuestra calle. No me lo podía perder. Me subí a él simplemente por el placer de viajar, pero ya de camino pensé que bien podía acercarme hasta el ayuntamiento y preguntar si era verdad lo del sueldo por el trabajo realizado al servicio de los rusos durante aquella semana en los terrenos de la fábrica. Y, en efecto, encontré mi nombre en una lista. Estaban anotados con esmero todos los días de trabajo realizado por mí y por las demás mujeres. Incluso constaban las deducciones por impuestos. Recibiré una paga de 56 marcos… Eso será cuando haya de nuevo dinero en las arcas municipales. El empleado me exhortó a que volviera a preguntar la semana que viene. Se sigue tomando nota y sumando y haciendo caja, ya me darán algo en algún momento.

Mientras esperaba bajo la lluvia al tranvía para el regreso, hablé con una pareja de refugiados, hombre y mujer, que llevan dieciocho días huidos. Venían de Checoslovaquia, traían noticias terribles. «El checo le quita al alemán la camisa y le azota con el rebenque», dice el hombre. Y la mujer, cansada, sentencia: «No nos podemos quejar. Nos lo hemos buscado». Según comentan, todas las carreteras hacia el este están repletas de refugiados.

En el viaje de regreso a casa vi salir del cine a algunas personas. Me bajé inmediatamente del tranvía para entrar en la siguiente sesión. La sala estaba bastante vacía. Una película rusa titulada Las seis de la tarde tras el fin de la guerra. Es una sensación extraña contemplar cosas sentada en el cine después de haber sido yo misma protagonista de tantas malas escenas.

Entre el público hay todavía soldados junto a algunas decenas de alemanes, la mayoría niños. Apenas una mujer. Todavía no se atreven a meterse en la oscuridad entre tantos uniformes. Ninguno de los hombres, dicho sea de paso, se preocupó de nosotros, civiles. Todos miraban a la pantalla y reían con ganas. Devoré la película. Estaba plagado de tipos humanos llenos de vitalidad: muchachas entradas en carnes, hombres sanos. Una película con la banda sonora en ruso. Entendía prácticamente todo ya que se había rodado entre gente de la calle. Como colofón y a modo de final feliz unos fuegos artificiales sobre las torres de Moscú celebrando la victoria. Y eso que la película se rodó en 1944 según parece. Nuestros señores de aquí no se atrevieron a tanto a pesar de los desfiles y charangas anunciando la victoria anticipadamente.

Me sentí de nuevo compungida por nuestra desgracia como alemanes. Salí muy triste del cine y, para rematarlo, convoqué a todo lo que quita brío a mi instinto de supervivencia. Esa cita corta de Shakespeare que escribí en mi libro de notas de París cuando descubrí a Oswald Spengler con su Decadencia de Occidente que me acongojó: «A tale told by an idiot, full of sound and fury, and signifying nothing». Llevamos clavadas muy dentro, hasta la médula, dos guerras mundiales perdidas.