DOMINGO, 10 DE JUNIO DE 1945

La radio anuncia que el Ministerio de la Guerra ruso se trasladará a Berlín y que en un futuro Rusia llegará hasta Baviera, Hannover y Holstein. Los ingleses se quedan con el Rin y la cuenca del Ruhr, y los norteamericanos con Baviera. Un mundo enrevesado, un país cortado a pedazos. Hoy hace un mes que vivimos en paz.

Una mañana contemplativa, con sol y música. Leí a Rilke, Goethe, Hauptmann. Es un consuelo saberlos nuestros, de nuestra especie.

A la una y media me puse en marcha. Caminata en un día de bochorno por la todavía muda y vacía Berlín en dirección a Charlottenburg, donde nos reunimos a deliberar. Con nosotros hay un hombre nuevo, un impresor de oficio. En su opinión no tiene ningún sentido colocar como prioridad la adquisición de papel. Quien tiene papel se lo guarda para él, lo guarda incluso en secreto por temor a su confiscación. Y si está dispuesto a venderlo entonces nos falta un vehículo, nos faltan locales para el almacenamiento hasta que se pueda comenzar a imprimir. El parque móvil de nuestra empresa se limita por el momento a dos bicicletas… lo cual es mucho más de lo que la mayoría de las empresas posee en la actualidad. El impresor dice que lo principal ahora es arrancarles a las autoridades una licencia, una asignación oficial de papel. El ingeniero ya ha hecho su ronda por todos los despachos oficiales alemanes y rusos e informó con bastante desánimo sobre las vagas promesas que fue cosechando en cada una de las oficinas que visitó. Únicamente el húngaro rebosa optimismo. No hay duda de que es un tipo listo. Al mencionar yo de pasada que en el sótano de mi antigua empresa había una cesta llena de fotos enmarcadas de titulares de la cruz de caballero, pensadas como premio para algún concurso, pero que no pudieron ser enviadas, preguntó él completamente espabilado: «¿Fotos? ¿Con cristal?».

«Sí, enmarcadas y todas con cristal».

«El cristal nos lo quedaremos nosotros», dispuso él. Ya se ha hecho prácticamente con unos locales para la editorial, pero naturalmente sin cristales en las ventanas, como la mayoría de locales y viviendas de Berlín. Bueno, por mí que entre a robar él. Yo haré la guardia con mucho gusto. Pero no lo veo claro. Probablemente hace tiempo que se lo habrán llevado otros.

En el camino de vuelta a casa me pasé a ver a Gisela. La rubia Hertha estaba otra vez echada en el sofá, pero esta vez no tenía la cara roja como un tomate sino blanca como la nieve. Ha tenido —dice Gisela— un aborto espontáneo. No pregunté más. Les di a las tres chicas los caramelos que nuestro húngaro me dio para el camino a casa «en agradecimiento por el soplo del cristal». Caramelos rellenos de café, muy buenos. Fue precioso contemplar cómo se aliviaban los rostros huraños y contraídos de las chicas al saborear el dulce relleno de los caramelos.

Le he comentado a Gisela nuestros planes editoriales. En cuanto uno de nuestros planes tome cuerpo, Gisela podría colaborar. Ella ve con escepticismo nuestro proyecto. No puede imaginarse que en nuestro país nos autoricen a crear alguna publicación conforme a nuestro modo de ser. Quería decir que sólo permitirían publicaciones conforme al modelo de Moscú, que no es el suyo. Gisela tiene todavía demasiado pudor para pronunciar delante de mí la palabra «Dios». Pero todo lo que decía apuntaba en esa dirección. Estoy convencida de que reza y obtiene su fortaleza de ahí. De comer no tiene más que yo. Las cavidades de sus ojos están ennegrecidas. Pero esos ojos brillan, mientras que los míos sólo están ahí. No nos podemos ayudar ahora. Pero la mera presencia de otras personas hambrientas a mi alrededor me mantiene en pie.