SÁBADO, 9 DE JUNIO DE 1945
De nuevo un día de descanso para mí. Hemos acordado que mientras yo no tenga más comida, sólo haré cada dos días la fatigosa caminata de veinte kilómetros.
En la tienda en la que estoy apuntada, me dieron cebada mondada y azúcar a cambio de las cartillas. Tengo otra vez dos o tres comidas aseguradas. Además, con las manos protegidas con mis prestigiosos guantes, arranqué toda una montaña de brotes de ortiga. También cogí armuelle y hojas de diente de león.
Por la tarde estuve, por primera vez desde tiempos inmemoriales, en la peluquería. Me han hecho un marcado y me han quitado medio kilo de suciedad del pelo. Nadie sabe de dónde ha salido este peluquero. Se metió en el local bastante destrozado de un colega que está en paradero desconocido y cuya familia dicen que fue evacuada a Turingia. Queda un espejo intacto y todavía se puede medio aprovechar un secador abollado. La manera de hablar del peluquero recordaba a los tiempos de paz: «Por supuesto, señora. Seguro. Será un placer, señora mía…». Me resultaban extrañas esas atenciones formales. Lo de «señora mía» es seguramente una moneda corriente de uso exclusivo en el país, una moneda que sólo vale entre nosotros. Para el mundo somos mujeres de los escombros y basura.