DOMINGO, 3 DE JUNIO DE 1945
Mañana tranquila, muy soleada. Las pobres banderolas caseras dan un toque de color a la calle. Anduve haciendo cosas en el piso, preparé mi sopa de cebada mondada en el hornillo eléctrico que continuamente se queda sin corriente. Una sopa más y se habrá acabado la cebada. No tengo nada de mantequilla; no ha habido reparto del racionamiento. Pero me dijeron en la tienda que se había puesto en marcha ya un suministro de aceite de girasol ruso. Y yo recordé entonces los amplios y untuosos campos dorados de Ucrania. Ojalá sea así.
Después de comer inicié mi segunda marcha hacia Charlottenburg a través de la vaporosa y desierta Berlín. Mis piernas se mueven mecánicamente. Soy como una máquina de caminar.
Encontré al húngaro en casa de Ilse y su marido. Verdaderamente está henchido de un impulso feroz por iniciar proyectos. Un tipo moreno con la frente cuadrada, con una camisa recién planchada y un aspecto tan evidente de no estar pasando hambre, que me creo la historia de los dólares. En un alemán bastante chapurreado nos anunció a manera de discurso que lo primero que pensaba hacer era fundar un diario. A este futuro periódico de circulación internacional quería ponerle el nombre de Die Neue Tat. Para nosotros todo es nuevo. Hablamos sobre el tipo y la orientación de esta publicación. Estaba allí presente también un dibujante; ya ha diseñado la cabecera del periódico. Un diseño muy atrevido.
Además, el húngaro quiere fundar varias revistas, una para mujeres, otra para adolescentes… diarios para la reeducación democrática. (La expresión la ha sacado de la radio). Le pregunté en qué punto se encontraba de sus negociaciones con los rusos. Y él replicó que para eso había tiempo todavía. Lo principal ahora era comprar todo el papel posible para hacer acopio y descartar así, de entrada, cualquier competidor.
Sin duda, el húngaro se tiene por el Ullstein o el Hearst del futuro. Ve rascacielos donde nosotros vemos ruinas, sueña con un gigantesco consorcio multinacional. Eso es lo que le inspiran a uno los bolsillos repletos de dólares americanos.
A pesar de mis dudas y mis escrúpulos me senté inmediatamente con el dibujante a diseñar la compaginación de la primera plana. El húngaro quiere un formato grande y muchas fotos. El marido de Ilse se encargará de la máquina de imprimir como ingeniero que es. Conoce una imprenta medio arrasada por las llamas. Las máquinas ocultas entre los escombros —dice él— podrían volverse a utilizar fácilmente tras pasar por las manos de los especialistas. Repliqué que para sacarlas al descubierto habría que esperar primero a que se largaran las tropas rusas. Pero el señor K. dijo sonriendo que máquinas como ésas estaban obsoletas para los vencedores. Contaban con especialistas, y andaban encaprichados en todas partes con lo mejor y más moderno.
Regresé bien a casa. Tengo las piernas todavía entumecidas por haber caminado tan rápidamente. Pero me siento activa. Husmeo una posibilidad de salir adelante.
Ahora la cosa depende de mí. Mañana hay que comenzar el trabajo planeado para las publicaciones. Como despacho nos servirá por el momento la vivienda del ingeniero. El almuerzo me lo darán allí. Ilse ha conseguido un saquito de guisantes. Está bien así.
Me he inventado una pequeña golosina para la tarde. Con el resto de azúcar de la bolsa he llenado una cucharilla y la he vaciado en un vasito. Voy metiendo la punta del dedo índice, lenta y mesuradamente, y me llevo el dulce a la boca. Cada vez que chupo el dedo disfruto con los cristales dulces en la lengua. Disfruto más que con una caja de bombones de los tiempos de paz.