RETROSPECTIVA DEL DOMINGO 29 DE ABRIL DE 1945

Las primeras horas de la mañana estuvieron llenas de los chasquidos de los disparos de fusil. En la calle circulaban camiones arriba y abajo. Llamadas en tono seco, relinchos y tintineo de cadenas. La cocina de campaña nos envía sus humos a través de la ventana sin cristales de la cocina. Nuestro horno, alimentado míseramente con restos de cajas y tablones, humea de tal manera que se nos saltan las lágrimas.

A través del humo me pregunta la viuda: «Dime, ¿no tienes miedo?».

«¿De los rusos, dices?».

«Sí, claro. Me refiero a Anatol. Un tipo tan fornido y bien alimentado…».

«Bah, acabará comiendo de mi mano».

«Y de paso te hará un niño», dice la viuda atizando el fuego del horno.

¡Ah, eso es otra cosa! Sí, eso pende por encima de todas nosotras. Pero hasta el momento no me ha preocupado lo más mínimo. ¿Y en realidad para qué? Intento explicárselo a la viuda. Hay una especie de dicho que he escuchado alguna vez: «La hierba no crece en los senderos muy transitados». Y como la viuda no acepta la validez de la frase para este caso, continúo: «No sé, pero tengo el firme convencimiento de que eso no puede ocurrirme a mí. Como si yo, hablando en un sentido completamente corporal, pudiera cerrar mi cuerpo en ese acto, cerrarme con llave frente a todo lo exterior indeseado».

La viuda no acepta esta explicación tampoco. Su marido era boticario, conoce bien el asunto. Dice que por desgracia no tiene en su bien abastecido botiquín ningún remedio efectivo con el que poder protegerme de esos casos.

«¿Y tú qué?», le pregunto.

Entonces se va corriendo hasta su bolso, que está encima del armario de la cocina, revuelve dentro de él, saca su carnet de identidad y me lo tiende al tiempo que señala con el dedo la fecha de nacimiento impresa. Está tan avergonzada como si se desnudara delante de mí. En efecto, este mismo año cumplirá los cincuenta, yo le habría echado unos seis años menos.

«Al menos no tengo esa preocupación», dice. Y a continuación: «Bueno, da igual. Tenemos que pensar adónde ir si llegara el caso». Me asegura que mantiene todavía las amistades de su difunto marido. «Déjame a mí, ya encontraré remedio, ya verás». Asiente decidida con la cabeza mientras vierte el agua, que hierve a todas horas, sobre el café de malta. Y yo estoy ahí, de pie, con las manos sobre mi cuerpo. Me siento muy tonta. Pero ahora como antes sigo convencida de que mediante mi simple no querer puedo cerrarle el camino a esa desgracia.

Es curioso que los hombres siempre empiecen preguntando: «¿Tienes marido?». ¿Cuál es la respuesta más apropiada? Si les dices que no, entonces se vuelven babosos de inmediato. Si les dices que sí y crees que te van a dejar en paz, entonces continúan ellos con la sarta de preguntas: «¿Dónde está? ¿Se quedó en Stalingrado?». (Muchos de nuestros hombres lucharon en Stalingrado, y llevan por ello una medalla especial). Si tienes a un hombre vivo al que poder presentar (tal como hace la viuda con el señor Pauli, a pesar de que tan sólo es su realquilado y nada más), entonces dan un paso atrás. En el fondo les da igual lo que pillan. Se llevan incluso a mujeres casadas. Pero prefieren quitarse al marido de encima mientras están metidos en faena, lo mandan fuera, lo encierran, etcétera. Y no por miedo. Ya se han dado cuenta de que los maridos no estallan aquí tan fácilmente. Pero si no van muy borrachos les molesta su presencia.

Por otra parte, yo no sabría qué responder a la pregunta por mi marido, incluso si me propusiera ser sincera. Sin la guerra, Gerd y yo haría mucho tiempo que nos habríamos casado. Pero cuando Gerd recibió la orden de alistamiento lo dejamos correr, ya no quiso. «¿Traer huérfanos de guerra al mundo? No, ni hablar, yo ya lo soy y sé lo que significa eso». Así quedó la cosa hasta hoy. A pesar de todo, nos sentimos comprometidos el uno con el otro igual que una pareja con anillos. Sólo que desde hace más de nueve semanas no he vuelto a saber nada más de él; su última carta me llegó desde la línea Sigfrido. Apenas sé ya el aspecto que tiene. Todas las fotos quedaron destruidas cuando bombardearon mi vivienda, y la única foto que guardaba en mi bolso la destruí yo misma debido al uniforme. Si bien Gerd era sólo suboficial, yo tenía mucho temor a las consecuencias. Todos los vecinos de la casa se han desembarazado de los objetos relacionados con el ejército que pudieran intranquilizar a los rusos. Y todos queman libros. Al menos nos dan algo de calor y calientan la sopa mientras se convierten en humo.

Apenas habíamos tomado nuestro café de malta y las rebanadas de pan —el pan del saqueo— con mantequilla, cuando aparecieron de nuevo los hombres de Anatol. Para ellos debemos de ser una especie de restaurante… sólo que los comensales traen su propia comida. Esta vez hay un buen tipo entre ellos, el mejor que he conocido hasta el momento: Andréi, sargento primero, de profesión maestro de escuela. Cráneo alargado, gélida mirada azul, silencioso e inteligente. Primera conversación sobre política. Esto no es tan difícil como pudiera pensarse ya que todos los vocablos de la política y de la economía son extranjerismos, y se parecen mucho a sus correspondencias en alemán. Andréi es un marxista ortodoxo. No culpa personalmente de la guerra a Hitler sino al capitalismo que da lugar a esos Hitlers y que acumula tensiones que desembocan en guerras. En su opinión, las economías alemana y rusa se complementan, y una Alemania levantada según principios socialistas es un socio natural de Rusia. Esta conversación, independientemente de su contenido, que no domino tanto como Andréi, me sentó muy bien… sencillamente porque uno de ellos me trató como a un interlocutor válido y a su mismo nivel, porque no me rozó ni siquiera con la mirada, porque no veía en mí a la hembra tal y como hasta el momento habían hecho todos los demás.

Idas y venidas por nuestra habitación durante toda la mañana. Andréi estaba sentado en el sofá escribiendo su informe. Mientras esté ahí, nos sentimos seguras. Trajo consigo un periódico ruso del ejército. Descifré los familiares nombres de los barrios de Berlín. Ya no queda apenas nada que pueda llamarse alemán en nuestra ciudad.

Por lo demás, siempre nos invade la sensación de estar expuestas por completo en todo momento. Si estamos solas, nos asusta cualquier sonido, cualquier ruido de pasos. La viuda y yo nos apiñamos en torno a la cama del señor Pauli, como ahora cuando escribo esto. Pasamos muchísimas horas sentadas en esta oscura y fría habitación. Iván nos tiene por los suelos. En parte literalmente, pues todavía hay en nuestra manzana comunidades de vecinos que no han sido descubiertas, familias que viven en los sótanos desde el viernes y sólo mandan a sus buscadores de agua antes de que amanezca. Nuestros hombres, me parece a mí, tienen que sentirse por fuerza más sucios que nosotras, mujeres maculadas. En la cola del agua contaba una mujer cómo un vecino la increpó en el refugio cuando los Ivanes se la llevaban y ella se resistía: «¡Vamos, vaya de una vez! ¡Nos está poniendo a todos en peligro!». Es una pequeña nota a pie de página sobre la decadencia de Occidente.

Estos días sólo siento asco de mi propia piel. No quiero tocarme, y apenas me miro. No puedo sino pensar en lo que a menudo me contaba mi madre sobre la niña pequeña que fui yo un día. Un bebé blanquito y sonrosado, orgullo de sus padres. Cuando mi padre tuvo que incorporarse a filas en 1916, el día de la despedida en la estación aún le recomendó encarecidamente a mi madre que no se olvidara nunca de ponerme la cofia hecha al ganchillo antes de salir a pasear al sol. De color blanco lirio debían permanecer cuello y rostro según exigían por aquel entonces la época y la moda a las hijas de buena casa. Tanto amor, tanto trabajo con la cofia, termómetros en el baño y oraciones por las noches, para llegar a la inmundicia que soy ahora.

Vuelta atrás al domingo. Difícil rememorarlo todo. Los sucesos se embrollan en una mezcla confusa. Hacia las diez estaban juntos todos nuestros clientes habituales: Andréi, Petka, Grischa, Jascha, incluso el pequeño Vania, que volvió a fregar los platos y vasos en la cocina. Comieron, bebieron y charlaron. En una ocasión se dirigió Vania a mí diciéndome con la cara más seria que puede poner un niño: «Las personas somos malas, todas las personas. Yo también soy malo, he hecho cosas malas».

Apareció Anatol con un tocadiscos, salido de no sé dónde. Dos de los suyos le seguían con los discos. ¿Y qué es lo que ponen una y otra vez, quizás hasta una docena de veces, después de haber escuchado y desechado un fragmento de la mayoría de los discos, el Lohengrin y la Novena, a Brahms y a Smetana? Ponen un disco publicitario como los que daba la empresa textil C&A en Spittelmarkt cuando hacías una compra importante:

«Vaya usted a C&A, lindas cosas hay allá…», etcétera. Toda la ropa de confección se fabrica a ritmo de fox-trot, y los Ivanes tararean la melodía con mucho humor. Les encanta.

Ya vuelve a circular el aguardiente por la mesa. Anatol mira con esos ojos ávidos que ya conozco, y acaba echando a todos con pretextos bastante claros. Ni siquiera hay una llave para esta puerta. Anatol la atranca con el sillón orejero. No puedo por menos de recordar la conversación de esta mañana temprano al fuego del horno con la viuda. Me pongo rígida como un pedazo de madera, me concentro con los ojos cerrados en el no.

Vuelve a retirar el sillón cuando la viuda pide permiso para entrar con la sopera. La viuda y yo tomamos asiento e incluso el señor Pauli viene cojeando desde la habitación de al lado, impecablemente afeitado, con la manicura hecha y envuelto en su bata de seda. Mientras tanto, Anatol está echado de través sobre el armazón de la cama. Sus piernas con las botas puestas bambolean por fuera, tiene los rizos negros revueltos. Duerme y duerme, su respiración es imperceptible.

Anatol durmió como un niño durante tres horas, a solas con nosotros, tres enemigos. Incluso cuando duerme nos sentimos más seguros que solos. Es nuestro muro de contención. Guarda la pistola en la funda que lleva a la cintura. Ahora ronca como si estuviera serrando. Fuera, entretanto, la guerra. El centro de la ciudad humea, disparos como azotes.

La viuda se va en busca de una de las botellas de Borgoña que conquisté yo en el saqueo del cuartel de la policía, y nos lo sirve en tazas de café por si acaso se cuelan rusos sin avisar. Hablamos en voz muy baja para no despertar a Anatol. Nos sienta muy bien la amabilidad y el trato cortés que empleamos entre nosotros. Disfrutamos de estos momentos de tranquilidad, querríamos demostrarnos mutuamente la bondad de que somos capaces. Un alivio para el alma.

Hacia las cuatro de la tarde se despertó Anatol y se marchó de casa precipitadamente por algunas obligaciones de servicio que tenía. Poco después, ruido al otro lado de la puerta principal. Temblor, mi corazón desbocado. Gracias a Dios era sólo Andréi, el maestro de escuela con la gélida mirada azul. Le miramos radiantes, la viuda se le echa al cuello aliviada. Él devuelve la sonrisa.

Otra buena conversación con él. Esta vez no sobre política sino sobre humanitarismo. Andréi, al hablar, parece estar dando una clase, dice que está en contra de «esas cosas» y me mira, confuso, como de pasada. En la mujer, dice, ve al camarada, no el cuerpo. Es un fanático, se le abren completamente los ojos cuando habla así. Está seguro de la infalibilidad de su dogma.

A veces reflexiono sobre si es una suerte o una desgracia para mí saber algo de ruso. Por una parte me da una seguridad que a los demás les falta. Lo que para ellos son bastos sonidos animales, gritos inhumanos, para mí es lenguaje humano… el lenguaje melódico y bien estructurado de un Pushkin y de un Tolstói. Sí, tengo miedo, miedo, miedo (desde lo de Anatol ha disminuido un poco), pero no obstante hablo con ellos de persona a persona, distingo a los peores de los que son soportables, clasifico el enjambre, me hago una imagen de ellos. Por primera vez siento también mi cualidad testimonial. En esta ciudad serán muy pocos los que pueden hablar con ellos, pocos los que hayan visto sus abedules y sus pueblos, sus campesinos en sandalias de rafia, y sus edificios nuevos construidos a toda prisa y de los que tan orgullosos se sienten… pocos los que ahora, como yo, somos suciedad bajo sus botas de soldado. Los otros, los que no entienden una palabra de su idioma, lo tienen en cambio más fácil. Siempre tendrán a estos hombres por extraños, pueden poner mucha tierra de por medio y convencerse a sí mismos de que ésos no son personas sino salvajes, animales. Pero yo no puedo. Sé que son personas como nosotros; sin duda en un estadio de desarrollo muy inferior, más jóvenes como nación, mucho más cerca de sus orígenes que nosotros. De manera parecida se comportarían los teutones cuando invadieron Roma y echaron mano de las romanas vencidas, bien perfumadas, con cabellos rizados de forma artificial, con su manicura y su pedicura. De todo lo cual se deduce que el estar vencido es el no va más.

Eran las seis de la tarde más o menos cuando de pronto se oyeron gritos en la escalera. Golpeteos vehementes contra nuestra puerta: «Han saqueado los sótanos». Andréi, sentado en nuestro sofá, asiente con la cabeza. Lo sabía ya desde hacía horas, dice, y nos aconseja que vayamos a echar un vistazo a nuestras cosas.

Abajo el caos: tabiques de madera destrozados, candados arrancados de cuajo, maletas rajadas con navaja y pisoteadas. Tropezamos con objetos de otros, pisamos prendas de vestir dispersas por el suelo y todavía limpias, con los pliegues del planchado. Con un cabo de vela alumbramos nuestro rincón. Agarramos esto y lo de más allá, toallas, un trozo de tocino. La viuda dice entre sollozos que ha desaparecido su maleta grande en la que había puesto sus mejores prendas. Vuelca el contenido de una maleta ajena, rajada, en el pasillo y se pone a llenarla con los restos de sus propias pertenencias. Con las manos hace un montoncito con harina vertida en el suelo, y lo espolvorea dentro de la maleta, desquiciada. A diestro y siniestro, y a la luz llameante de las velas, los vecinos revuelven entre los objetos esparcidos. Se escuchan exclamaciones y sollozos estridentes. Se arremolinan en el aire las plumas de los colchones. Huele a vino derramado y a excrementos.

De vuelta arriba. Cargamos con nuestras cosas. A Andréi el saqueo le ha afectado visiblemente. Nos consuela. Dice que seguramente todas las cosas estarán tiradas y revueltas, pero que no falta nada. Con toda seguridad, los ladrones sólo buscaban alcohol. Vania, el niño, que ha regresado entretanto, le promete a la viuda con una mirada seria de sus ojos negros, medio en alemán, medio en ruso, que nos acompañará abajo mañana en cuanto amanezca, y que estará a nuestro lado hasta que encontremos todo lo que nos pertenece.

La viuda llora, se acuerda sin dejar de sollozar de algunas de las cosas de su maleta: el vestido de noche, el vestido de punto, los zapatos resistentes. Incluso yo me encuentro profundamente abatida. Estamos privadas de derechos, somos presas, basura. Nuestra rabia se descarga sobre Adolf. Preguntas del miedo: ¿dónde está el frente? ¿Cuándo habrá paz?

Mientras cuchicheamos alrededor de la cama del señor Pauli, a la que ha regresado éste tras el almuerzo, Andréi está reunido en la habitación de al lado con los suyos para deliberar en torno a la mesa de caoba. De pronto se abren de par en par todas las ventanas, trozos de cartón vuelan a toda velocidad por la habitación, un estampido, un torbellino me lleva hasta la pared de enfrente. Un crujido, una nube de yeso en polvo en la habitación, fuera se desploma un muro… Media hora más tarde los vecinos nos informarían de que una granada alemana había caído en el edificio de al lado, había herido a algunos rusos y matado un caballo. A la mañana siguiente lo encontramos en el patio interior: la carne separada limpiamente, extendida sobre sábanas ensangrentadas, y al lado, sobre la tierra húmeda y roja, los despojos grasientos de las vísceras.

Se me ha olvidado por el momento cómo transcurrió la noche. Presumiblemente habría aguardiente, pan, arenques, carne de conserva, coito, Anatol. Volvemos a las mismas: toda una ronda de rusos, algunos conocidos, otros nuevos, en torno a nuestra mesa. Una y otra vez se sacan sus relojes, comparan la hora, la hora de Moscú que se han traído consigo y que es una hora más que la nuestra. Uno llevaba un grueso y respetable reloj de faltriquera, de la Prusia Oriental, con una esfera muy abombada, de color amarillo oleoso. ¿Por qué razón van todos detrás de los relojes? No es por su valor monetario, pues no se interesan tanto por anillos, pendientes o pulseras. No, todo eso lo pasan por alto si pueden pescar un reloj. Probablemente se debe a que allá en su país no todo el mundo puede tener un reloj. Tiene que ser ya alguien, representar algo, antes de poder tener un reloj de pulsera tan codiciado, esto es, antes de que el Estado le asigne uno. Y ahora, de pronto, crecen los relojes como rábanos, en cantidades inconcebibles para todo aquel que quiera recolectarlos. Con cada nuevo reloj, su propietario debe de sentirse más poderoso. Con cada reloj que pueda repartir o regalar allá, crecerá su peso personal. Será eso. Pues no saben distinguir los relojes por lo que cuestan. Prefieren los modelos con bagatelas, como los que incorporan un cronómetro, por ejemplo, o con la esfera movible de metal. Cualquier imagen de colores sobre la esfera es para ellos un gran reclamo.

Vi las manos de los hombres sobre nuestra mesa y sentí un asco repentino. Me parecieron tan desnudas… ¿qué no habrán hecho con ellas? Rápido, un trago de aguardiente, ellos gritan «Vypit nado», cada vez que me llevo el vaso a los labios, y vitorean cada uno de mis tragos como si fuera una hazaña encomiable. Esta vez, además de aguardiente, vino tinto, seguro que del saqueo de los refugios. Una vela pegada a un platillo emitía una luz en llamaradas y proyectaba los perfiles eslavos en la pared.

Por primera vez una cuadrilla de auténticos conversadores. Entre ellos, por lo menos, tres muy capacitados: Andréi, el maestro de escuela y jugador de ajedrez con su gélida mirada azul; habla suave y con mucho control de sí mismo, como siempre. Luego hay un caucásico, con la nariz ganchuda y una mirada resplandeciente. («No soy judío, soy georgiano», así me saludó la primera vez). Ha leído muchísimo, cita de corrido en verso y en prosa, es muy locuaz y tan hábil como un floretista. La tercera fiera en inteligencia también es nueva. Un teniente muy joven, herido de metralla justo esta tarde, con la tibia vendada de manera provisional. Cojea ayudándose de un bastón de excursionista alemán decorado con todo tipo de plaquitas que hacen referencia a lugares muy conocidos en el Harz. El teniente es rubio platino y tiene una mirada melancólica. Habla con sorna y malicia. En un momento determinado dice: «Yo, como persona inteligente…», a lo que el caucasiano le interrumpe: «Aquí hay también otras personas inteligentes… la niemka, por ejemplo». (Ésa soy yo).

Debate sobre el origen de la guerra. Lo ven en el fascismo, en su estructura que apremia a la conquista de territorios. Moviendo la cabeza en señal de desaprobación dan a entender que, en su opinión, Alemania no necesitaba en absoluto de ninguna guerra… «Es un país rico, bien provisto, un país de cultura, y lo sigue siendo ahora a pesar de la devastación». Durante un rato discutieron acerca de los miserables orígenes del capitalismo cuya herencia desencadenó la revolución rusa, y también sobre el capitalismo tardío, rico, avanzado, avanzado incluso en la podredumbre, que creen ver en nuestro país. Con argumentos vacilantes y de pronto muy prudentes resaltan el hecho de que su país se encuentra sólo a las puertas de un gran desarrollo y sólo se le puede comparar y juzgar poniendo la vista en su futuro…

Uno señala con el dedo los muebles de alrededor (estilo 1800) y encuentra en ellos una cultura superior. Finalmente abordan el tema de la «degeneración» y discuten abiertamente si los alemanes son o no unos degenerados. Disfrutan del juego; un ir y venir velocísimo de los argumentos. Andréi sabe llevar la conversación con tranquilidad.

De vez en cuando algún ataque malicioso del rubio, del herido, dirigidos contra mí a título personal. Se burla y se ríe a carcajadas de los planes alemanes de conquista, de su derrota. Los otros no aceptan ese tono, cambian rápidamente de tema. Le recriminan su discurso. Muestran la discreción de los vencedores.

En mitad de la charla aparece Anatol bostezando, cansado del servicio realizado. Se sentó con el grupo, pero se aburría mucho. No puede seguir la conversación. Es del campo. Me contó que era responsable de la leche en su koljós, algo así como el jefe de una lechería. Yo: «¡Ah, muy interesante!». Él: «Bueno, no está mal, pero sabes, siempre leche, únicamente leche…». Y suspiró. A la media hora de estar sentado se largó dejando a los demás que siguieran debatiendo.

Al lado dormía el señor Pauli. La viuda se había preparado otra vez su lecho provisional cerca de él. Por lo demás, la situación está clara: paso libre durante el día a los amigos de la casa —si es que se les puede llamar así—, lo mismo que para la gente de la compañía de Anatol. La noche, sin embargo, sólo es para el jefe de la tribu, Anatol. Ahora ya soy realmente tabú, al menos por hoy. ¿Qué sucederá mañana? No lo sabe nadie. Anatol apareció de nuevo a eso de las doce, con lo cual la tertulia se disolvió por sí misma. El último en salir fue el rubio platino, que lo hizo cojeando con su bastón de excursionista, midiéndome de arriba abajo sin decir una sola palabra de despedida, con una mirada maliciosa.

Ahora lagunas en el recuerdo. Volví a beber muchísimo, ya no recuerdo los detalles. No vuelvo a verme en el recuerdo hasta el amanecer del lunes en una conversación con Anatol que condujo a un pequeño malentendido. Yo a él: «Eres un oso». (La palabra la conozco bien, miedvied, así se llamaba antaño un conocido restaurante ruso en la Tauentzienstrasse).

Anatol, creyendo que estoy confundiendo palabras, se dirige a mí con toda la paciencia del mundo y en el tono con el que se le habla a un niño: «No, eso es falso. Un miedvied es un animal. Un animal pardo que vive en el bosque, es grande y gruñe. Pero yo soy un chelovek, una persona».