MARTES, 1 DE MAYO DE 1945, TRES DE LA TARDE, RETROSPECTIVA DEL SÁBADO, DOMINGO Y LUNES

El sábado por la mañana, el 28 de abril, fue la última vez que escribí. Han pasado tres días desde entonces tan colmados de sucesos, de cosas increíbles, de imágenes, miedos, sensaciones, que no sé por dónde empezar, qué decir. Estamos con el agua al cuello, hundiéndonos cada vez más profundamente. El minuto de vida está encareciéndose. La tormenta está pasando por encima de nosotros. Hojas trémulas en el vórtice del torbellino, no sabemos adónde nos arrastrará.

Una eternidad ha sido el tiempo transcurrido desde el sábado. Hoy es martes y Primero de Mayo, y sigue habiendo guerra. Estoy sentada en el sillón, en la habitación que da a la calle. Ante mí tengo al señor Pauli echado en la cama, el realquilado de la viuda a quien han dado la baja en las milicias del Volkssturm. Apareció el sábado por la tarde por sorpresa, con un pedazo de 16 libras de mantequilla envuelto en una toalla bajo el brazo. Ahora está enfermo, tiene neuralgia.

El viento silba a través de las ventanas tapadas míseramente con cartón, tira violentamente de los trozos sueltos haciéndolos martillear, y deja penetrar la luz del día como si se tratara de la luz de una antorcha. Tan pronto hay luz como oscuridad en la habitación; hace un frío de muerte. Me he envuelto en una manta de lana y escribo con los dedos entumecidos por el frío, mientras el señor Pauli duerme y la viuda pulula por la casa buscando velas.

De fuera nos llegan sonidos rusos. Iván habla con sus rocines. Con los caballos son mucho más amables que con nosotros. Sus voces adquieren entonces acentos cálidos. Con los animales hablan en un tono verdaderamente humano. A veces ascienden vahos con olor a caballo. Tintineo de cadenas. En algún lugar hay alguien tocando el acordeón.

Echo un vistazo a través de los jirones de cartón de las ventanas. Abajo hay un campamento. En las aceras hay caballos, carros, cubos para abrevar, cajas con heno y avena, bostas de caballo aplastadas, boñigas de vaca. En el portón de enfrente hay una hoguera pequeña alimentada con sillas destrozadas. Hay Ivanes con chaquetones acolchados de algodón alrededor de la hoguera.

Me tiemblan las manos. Tengo los pies como el hielo. Anoche, una granada alemana hizo pedazos los últimos cristales que nos quedaban en casa. Ahora la vivienda está por completo a merced del viento del este. Menos mal que no estamos en enero.

Nos movemos con toda celeridad de un lado a otro entre las paredes agujereadas, escuchamos atemorizadas los sonidos que vienen del exterior, apretamos los dientes con cada sonido. La puerta trasera, rota y sin bloquear desde hace tiempo, está abierta. Continuamente pasan hombres corriendo por la cocina, por el pasillo y las dos habitaciones. Hace media hora entró un desconocido, muy terco, que me quería para él. Lo echaron. Gritó en tono amenazador: «Volveré».

¿Qué significa violación? Cuando escuché esa palabra en voz alta el viernes por la noche en el refugio, me recorrió un escalofrío por toda la espalda. Ahora ya puedo pensar en su significado, la puedo escribir sin que me tiemblen las manos. La pronuncio para mí, para acostumbrarme a su sonido. Suena a lo más extremo imaginable, pero no lo es sin embargo.

El sábado al mediodía, a eso de las tres, había dos soldados golpeando la puerta principal con los puños y las armas. Vociferaban como salvajes, aporreaban la madera a patadas. La viuda abrió. Teme por su cerradura. Dos cabezas grises, dando tumbos, borrachos como una cuba. Golpearon con sus fusiles de asalto en el único cristal del pasillo que quedaba entero. Las esquirlas caen al patio tintineando. A continuación despedazan la persiana y se ponen a dar patadas al viejo reloj de pie.

Uno de ellos me agarra, me lleva a la habitación que da a la calle después de quitar de en medio de un empujón a la viuda. El otro se planta junto a la puerta principal, tiene a la viuda en jaque, sin decir palabra, amenazándola con el fusil sin tocarla.

El que me empuja es un hombre entrado en años con la barba ya cana. Huele a aguardiente y a caballo. Cierra la puerta tras de sí accionando cuidadosamente el picaporte. Al no encontrar ninguna llave en la cerradura, arrastra el sillón contra el entrepaño de la puerta. Parece no ver para nada a la presa. Tanto más terrible así el empujón con que la arroja al lecho. Cerrar los ojos, apretar fuertemente los dientes.

Ni un sonido. Sólo cuando se desgarra la ropa interior con un crujido, mis dientes rechinan involuntariamente. Eran las últimas bragas intactas.

De pronto siento unos dedos en mi boca, olor pestilente a jaco y a tabaco. Abro los ojos de golpe. Hábilmente, esas manos extrañas me tienen inmovilizada la mandíbula abierta. Cara a cara. Entonces, el que está encima de mí deja caer lentamente en mi boca la saliva acumulada en su boca.

Me quedé petrificada. No era asco, sólo frío. La columna vertebral se congela, un vértigo glacial me da vueltas en el cogote. Me siento resbalar y caer, profundamente, a través de las almohadas y de las tablas del suelo. Sumergirse en el suelo… así que es eso.

De nuevo cara a cara. Los labios extraños se abren, dientes amarillos, un diente incisivo medio roto. Las comisuras de la boca se alzan. De los contornos de los ojos irradian pequeñas arrugas. Sonríe.

Antes de marcharse revuelve entre sus bolsillos en busca de algo. Lo arroja sin decir palabra sobre la mesita de noche. Desplaza a un lado el sillón que atrancaba la puerta, y da un portazo al salir. Lo que deja tras de sí: una cajetilla arrugada con algunos cigarrillos dentro. Mi paga.

Cuando me levanté, mareos, náuseas. Los jirones cayeron a mis pies. Fui tambaleándome por el pasillo camino del baño, pasé al lado de la viuda que sollozaba. Vómitos. La cara verdosa en el espejo, los restos de comida en el lavabo. Me senté en el canto de la tina, no me atrevía a limpiar aquello porque me venían constantemente las arcadas y el agua en el cubo era escasa.

Luego dije en voz alta: ¡Maldita sea!, y tomé una determinación.

Está más claro que el agua: aquí hace falta un lobo que me defienda de los demás lobos. Un oficial, del más alto rango, comandante, general, lo que pueda pillar. ¿Para qué tengo yo, si no, mis sesos y mis pocos conocimientos de la lengua del enemigo?

En cuanto pude volver a caminar con normalidad, cogí un cubo y me fui con él a la calle. Deambulé de un sitio a otro, aceché en los patios de las casas, eché un vistazo aquí y allá, regresé de nuevo a la escalera de casa y presté atención por si había alguien. Preparé frases con las que podría dirigirme a un oficial; me puse a pensar si no parecía yo demasiado verde, o si no tenía un aspecto demasiado mísero para gustarle a alguien. Volvía a sentirme corporalmente mejor ahora que hacía algo, que planeaba mis actos con la voluntad de no ser ya más una presa muda.

Durante media hora no sucedió nada, es decir, no pasaron galones ni estrellas. No conozco sus insignias de rango ni su jerarquía. Sólo sé que los oficiales llevan estrellas en la gorra, y la mayoría abrigo. Sin embargo, yo sólo veía gente de verde, soldados rasos. Ya iba a darme por vencida por hoy y estaba a punto de llamar con los nudillos a nuestra puerta, cuando se abrió la puerta del piso de enfrente, que pertenece a un vecino que pudo fugarse a tiempo. Un tipo con estrellas. Alto, con el cabello negro rizado, bien alimentado. Cuando me ve con el cubo se ríe, chapurrea: «Tú… ¿mujer?». Le contesto riendo y colmándole de frases en mi mejor ruso. Está encantado de escuchar su idioma. Charlamos, tonteamos, nos decimos disparates, pero le saco que es teniente. Al final quedamos en vernos esta tarde a las siete en casa de la viuda. Hasta esa hora tiene servicio. Se llama Anatol Nosequé, es ucraniano.

«¿Vendrá de verdad, está seguro?».

Él, en tono de reproche: «Completamente seguro, y lo más rápidamente que pueda».

Primero apareció otro hacia las cinco, uno a quien ya teníamos olvidado: Petka, el de la víspera, Petka, el del pelo a cepillo y del tartamudeo de Romeo enamorado. Trae consigo a dos camaradas que nos presenta como Grischa y Jascha. Ya están los tres sentados alrededor de nuestra mesa redonda, todavía un poco apocados, como chicos que han sido invitados por gente distinguida. Sólo Petka se comporta como si estuviera en casa. Me exhibe ante los otros dos con un orgullo muy marcado de propietario. Los tres se arrellanan en los sillones, se sienten a gusto. Jascha ofrece una botella de vodka. Grischa desenvuelve de un pedazo de papel aceitoso (es la portada del Pravda, pero por desgracia se trata de un número ya muy viejo) arenques y pan. Petka pide vasos como si fuera el señor de la casa. Llena los vasos, pega un puñetazo en la mesa y ordena:

«Vypit nado, ¡de un trago!».

La viuda y yo —y también el realquilado señor Pauli, aparecido súbitamente hace sólo media hora, con la baja de las milicias del Volkssturm— tenemos que sentarnos a la mesa, tenemos que beber con los muchachos. Petka pone para cada uno de nosotros una rebanada de pan negro, húmedo, en la mesa, a continuación y sin vacilar un instante trocea los arenques sobre la caoba pulida, y con el pulgar va extendiendo los trozos sobre el pan al tiempo que nos mira radiante, como si aquello fuera un plato exquisito, un bocado muy especial.

La viuda se lleva un susto de muerte y corre a la cocina por platos. Grischa es una persona taciturna, con una permanente sonrisa satisfecha en los labios. Tiene la voz ronca de bajo profundo, está siempre atento para que todos recibamos la misma cantidad de pan y arenques. Jascha, bajito y pelado al cero, sonríe y asiente con la cabeza en todas direcciones. Los dos son de Jarkov. Poco a poco me fui metiendo en conversación con ellos. Hice de intérprete entre el señor Pauli y los rusos. Bebemos a la salud de todos. Petka, el siberiano, es muy ruidoso en sus expresiones de júbilo.

Una y otra vez escucho atentamente en dirección a la puerta y echo miradas fugaces al reloj de mujer que lleva Petka en el brazo. En cualquier instante puede aparecer a su cita Anatol, el teniente. Lo espero con miedo, pues temo una pelea. Petka es fuerte como un roble y aseado, pero es un cateto y un pobre diablo. No podría ofrecerme protección alguna. Pero con un teniente al lado, en cambio, puedo verme convertida en una especie de tabú. He tomado una firme determinación. Ya se me ocurrirá algo si las cosas van a más. Sonrío para mis adentros, me veo a mí misma representando un papel de actriz en el escenario. ¿Qué me importan todos ésos? Nunca había estado yo tan apartada de mí misma, tan alienada de mí. Todo sentimiento parece muerto. Tan sólo vive el instinto de supervivencia. Éstos no me destruirán, no.

Entretanto, Grischa se ha dado a conocer como «contable». También nuestro señor Pauli, perito industrial, se confiesa contable. Grischa y el señor Pauli han bebido demasiado rápido. Se echan el uno al otro al cuello, vitorean: «¡Yo contable, tú contable, nosotros contables!». El primer beso ruso-alemán de hermanamiento se estampa en la mejilla de Pauli. Al poco rato, Pauli, que está ya borracho como una cuba, nos dice maravillado: «¡Pero qué tipos tan estupendos estos rusos, vaya saque que tienen!».

Volvemos a vaciar nuestras copas en otra ronda brindando por la contabilidad internacional. Incluso la viuda está ahora vivaracha y se olvida transitoriamente de que se trocean los arenques sobre el tablero pulido de su mesa de caoba. (A ninguno de los muchachos se le pasa por la cabeza utilizar los platos). Bebo con mucho tino, cambio los vasos sin que se dé cuenta nadie, quiero tener la cabeza despejada para después. Tenemos una alegría enfermiza, sobre todo nosotras, las dos mujeres. Queremos olvidar lo que sucedió hace apenas tres horas.

Fuera está cayendo la tarde. Ahora Jascha y Petka cantan una melodía melancólica, Grischa ya sólo masculla acompañándoles. El señor Pauli está fuera de sí, de un humor bendito. Es un poco demasiado para él. Esta mañana temprano era un serio candidato a la muerte en las milicias del Volkssturm hasta que sus componentes, con mucho criterio, se disolvieron enviándose los unos a los otros de vuelta a casa al carecer de armas y de órdenes. De pronto, Pauli eructa, cae hacia delante y vomita encima de la alfombra. Al instante se lo llevan al baño la viuda y el colega contable Grischa. Los demás sacudimos la cabeza mostrando interés. El señor Pauli tuvo que pasarse el resto del día en la cama y, según se comprobaría a partir de entonces, tendrá que pasarse en ella un tiempo indefinido, en su habitación de realquilado. Un pobre lisiado. Puede que sea su subconsciente el que desea la parálisis. Tiene el alma tocada. Sin embargo, su mera presencia masculina produce un efecto de contención. La viuda confía ciegamente en él y en sus secas frases sentenciosas sobre la situación mundial. Le da un masaje en la espalda.

Está anocheciendo. A lo lejos, el clamor del frente. Encendemos las velas que ha encontrado la viuda, las fijamos sobre un platillo. Un pequeño círculo de luz sobre la mesa redonda. Hay soldados entrando y saliendo, al anochecer hay más animación. Martilleo en la puerta principal, gente apiñándose en la cocina. No tenemos ningún temor. Mientras Petka, Grischa y Jascha estén sentados a la mesa con nosotras, no puede pasarnos nada.

De pronto aparece Anatol en la habitación, llena el cuarto con su presencia masculina. Tras él trota un soldado con una olla llena de aguardiente y con un pan redondo y negro bajo el brazo. Estos hombres están muy bien alimentados, robustos y gorditos, con sus uniformes recios y prácticos. Se mueven a sus anchas, muy seguros de sí mismos. Escupen en la habitación, arrojan sus largas colillas por todas partes, limpian los restos de arenque de la mesa arrojándolos sobre la alfombra y se repanchingan, cuan anchos son, en los sillones.

Anatol informa que el frente está en estos momentos en el canal de Landwehr, y yo no puedo sino recordar la aburrida y monótona canción: «Hay un cadáver en el canal de Landwehr…». La de cadáveres que habrá allí ahora. Anatol afirma que en los últimos días se han rendido ciento treinta generales alemanes. Revuelve en una bolsa de celofán, saca un mapa de Berlín y nos muestra sobre él la evolución del frente. Es un mapa muy detallado, lleno de indicaciones en ruso. Tengo una sensación muy extraña cuando, para complacer a Anatol, que me lo ha pedido, le señalo en el mapa el lugar donde se encuentra nuestra casa.

Así pues, el 28 de abril de 1945, el frente está situado en el canal de Landwehr. Ahora, cuando escribo esto, estamos a martes, 1 de mayo. Por encima de nosotros se oye un gran estruendo. Con sonido aceitoso truenan los motores de aviones rusos. Enfrente, junto a la escuela y en largas hileras, hay «órganos de Stalin». Los rusos los llaman cariñosamente Katiuska y cantan sus alabanzas en una canción militar muy especial para ellos. Los Katiuska aúllan en estridentes tonos de lobo. No tienen nada de extraordinario. Erguidos parecen rejas compuestas de finos tubos. Sin embargo, aúllan, braman, chirrían hasta desgarrarnos casi los tímpanos cuando, no muy lejos de allí, hacemos cola para el agua. Por si fuera poco, escupen tiras de fuego en manojos.

Aturdida por los Katiuskas estaba esta mañana yo haciendo cola para el agua. El cielo estaba rojo sanguinolento. Del centro de la ciudad ascienden enormes humaredas. La necesidad de agua nos saca a todos de nuestros agujeros. De todas partes llegan civiles sucios, desastrados, algunos casi a rastras, mujeres de rostros grises, casi todas mayores, pues a las jóvenes se las mantiene escondidas. Hombres con barba de tres días, jirones de ropa blanca atados al brazo, la señal de la rendición… Así estamos todos, de pie, mirando cómo los soldados rusos bombean agua, cubo tras cubo, para sus caballos. Y es que los militares tienen prioridad en el uso de la bomba de agua, por supuesto. Sobre eso nadie discute, al contrario: cuando se le salió la palanca de la bomba a un civil, un ruso la volvió a fijar con un clavo atravesado.

En todos los jardines de las casas de alrededor los soldados acampan bajo los árboles florecidos. Las piezas de artillería están clavadas en los bancales. Ante los cenadores dormitan algunos rusos. Otros abrevan a los caballos que encontraron abrigo en los cenadores. Con asombro miramos a las muchas chicas soldado con guerrera, falda y boina vasca con distintivo. Al parecer pertenecen a tropas regulares. En su mayoría son jovencísimas, bajitas, robustas y con el pelo liso. Lavan sus prendas en tinas. Camisas y blusas de mujer bailan en tendederos aprestados con toda celeridad. Y por encima aúllan los órganos de Stalin, y una humareda negra se alza como una pared ocultando el cielo.

Así ayer por la mañana temprano. Lo mismo hoy. Hoy me encontré de camino a casa con el señor Gotz, fiel al partido hasta el final. Ahora se ha adaptado a las circunstancias. Señaló la medalla envuelta en papel de celofán que llevaba un ruso que pasaba por allí, y le preguntó: «¿Condecoración?». (En alemán y en ruso es la misma palabra, según trató de enseñarme; no tiene ni idea acerca de mis conocimientos del idioma). Me dio un pequeño cuaderno, un diccionario para soldados, alemán-ruso. Me dijo que podía conseguir algunos ejemplares más. Ya me lo he estudiado detenidamente. Hay en él un montón de vocablos útiles como «tocino», «harina», «sal». Faltan otras palabras importantes como «miedo» y «refugio». Incluso la palabra «muerto», que no utilicé en mi viaje de entonces a Rusia, me falta ahora muy a menudo en mis conversaciones. La reemplazo con la palabra «kaputt» que todo el mundo entiende y que sirve además para muchos otros contextos. A cambio aparecen en el diccionario expresiones que no tienen ahora ningún uso, como «¡Manos arriba!» y «¡Firmes!». Pero puede suceder que a partir de ahora se nos hable así.

Volvamos, no obstante, al domingo 28 de abril, por la noche. Hacia las ocho se largaron Petka y los suyos. Algún servicio reclamaba la presencia de los tres muchachos. Petka gruñó algo acerca de que regresaría pronto, pero lo dijo de manera que el teniente no lo oyera. Al mismo tiempo me apretujó los dedos y trató de mirarme a los ojos.

Por lo demás, resulta extraño el escaso efecto que producen las estrellas de los oficiales sobre la tropa. Yo estaba decepcionada. Nadie se sentía incomodado lo más mínimo por el rango de Anatol. Éste se sentó con toda calma con los demás. Y se reía y le daba al pico. Les llenaba a los otros los vasos hasta arriba, y hacía chirriar la olla. Empiezo a temer por mi tabú. La jerarquía militar prusiana, tan familiar entre nosotros, parece que no tiene validez aquí. Los que llevan estrellas no proceden de una determinada clase social. No están por encima de la tropa por su extracción social o por su educación. No poseen ningún código especial del honor y mucho menos una actitud distinta frente a las mujeres. Las tradiciones occidentales de caballerosidad y galantería ni siquiera rozaron Rusia. Según tengo entendido, allí no hubo torneos, ni trovas, ni trovadores, ni pajes. ¿De dónde deben de provenir entonces? Todos éstos son campesinos. Anatol también lo es. Mi nivel de ruso no alcanza como para poder determinar el oficio o la educación de cada uno de ellos por su manera de hablar o por su vocabulario, cosa que sí podría hacer en cambio en otros idiomas. Y sobre literatura y arte todavía no he podido hablar con casi nadie. Sin embargo, noto que estos muchachos con su proceder ruidoso se sienten inseguros interiormente frente a mí, que son hombres sencillos, sin refinamiento, criaturas del pueblo.

Pero después de todo, Anatol es una imagen masculina de dos quintales de rebosante salud. Quizás produzca algún efecto su peso si no dan resultado las estrellas. En cualquier caso, vacilo ahora en la decisión tomada. Anatol, igual que un cometa, arrastra tras él una cola de jóvenes, de soldados jovencísimos, y todos, sin excepción, han encontrado alojamiento en el piso abandonado por las tres hermanas flan. Entre ellos hay un niño de verdad con un rostro pequeño, una mirada reconcentrada y severa en unos ojos negros… Vania, dieciséis años. La viuda me lleva aparte y me dice entre cuchicheos que podría haber sido ése el de la otra noche en el descansillo de la escalera… Tenía una cara así de pequeña, redonda y un cuerpo así de delgado. Por su parte, Vania no da ninguna señal de reconocimiento. Tampoco podría darla porque a la mujer que tomó con torpeza de muchacho sólo la sintió, no la vio. Sin embargo, me da la impresión de que sabe quién es ella. Su voz sí que la escuchó, la viuda me contó cómo lloró y suplicó. Sea como sea, Vania sigue a la viuda como un perrito faldero. Trae vasos limpios a la mesa y lava en el fregadero los usados.

Esa noche bebí mucho, quise beber mucho, emborracharme, y lo conseguí. Por ello sólo tengo recuerdos aislados. Anatol otra vez a mi lado, sus armas y sus cosas dispersas alrededor de la cama… Los muchos botones y bolsillos, y todas las cosas que tiene en ellos… Amable, afectuoso, infantil… Pero nacido en mayo, Tauro, Tauro… Creo ser una muñeca insensible a la que se agita, se da vueltas, una cosa de madera… De pronto aparece alguien en la habitación a oscuras iluminando con una linterna de bolsillo. Y Anatol le grita al de la linterna con voz muy áspera, le amenaza con los puños, y el otro desaparece… ¿O lo he soñado?

Al amanecer veo a Anatol en pie en la habitación mirando afuera, mientras la habitación se va inflamando de rojo, y el amarillo destella sobre el papel de las paredes. Oigo aullar los Katiuskas mientras Anatol estira los brazos y dice: «Petuj paiot», canta el gallo. Y efectivamente, en una de las treguas de fuego se oye el canto del gallo.

Cuando Anatol se fue, me levanté enseguida, me lavé en el baño con los escasos restos de agua, limpié la mesa, barrí las colillas, las colas de los arenques, la mierda de caballo. Enrollé la alfombra y la coloqué encima del armario. Eché un vistazo a la habitación de al lado donde la viuda, al cuidado de su realquilado, se ha preparado un lecho en el sofá. Los encontré roncando a los dos. Silba un viento gélido a través de los jirones de cartón de las ventanas. Me siento fortalecida y descansada tras cinco horas de sueño profundo. Me duele la cabeza, pero nada más. Hemos sobrevivido otra noche.

Calculé que estábamos a domingo, 29 de abril. Pero «domingo» es una palabra civil, sin sentido en estos tiempos. El frente no tiene domingos.