MARTES, 15 DE MAYO DE 1945
Los trabajos de siempre en la casa. La aburren a una. Arriba, en la buhardilla que piso por primera vez desde la entrada de las tropas rusas, había dos hombres reponiendo tejas. El sueldo lo reciben en especie: pan y cigarrillos. No hay huellas de que haya habido rusos en la buhardilla. La fina capa de cal en los suelos, que delataría cualquier pisada, estaba intacta cuando dejé entrar a los tejadores. Con suficiente agua y algunas provisiones habría podido mantenerme aquí arriba como una bella durmiente no descubierta. Pero con tanta soledad sin duda me habría vuelto loca.
La gente tiene que ir a inscribirse de nuevo al ayuntamiento. Hoy le tocaba a mi letra. A la hora de la inscripción, y en contra de lo acostumbrado, había mucha gente en la calle. En el vestíbulo había un hombre con mazo y escoplo golpeando la escultura en relieve de Adolf. Vi cómo se le desprendía la nariz. ¿Qué es la piedra? ¿Qué son los monumentos? Una iconoclastia sin precedentes recorre estos días Alemania de punta a punta. Tras un ocaso de los dioses como éste, ¿podrá haber nunca una resurrección de los dirigentes nazis? En cuanto tenga la cabeza un poco más despejada, me dedicaré al estudio de Napoleón, a quien desterraron en su tiempo tratando de borrar su recuerdo y a quien, sin embargo, volvieron a buscar y ensalzar.
Las mujeres tuvimos que subir al tercer piso. Un pasillo oscuro como boca de lobo, aglomeración de mujeres que una podía oír pero no ver. Delante de mí se hablaba de pelar espárragos, tarea para la cual ya se había enviado a algunas mujeres. No estaría mal eso. Detrás de mí dos mujeres, señoras por la forma de hablar. La una: «¿Sabe usted? Todo me daba lo mismo. Soy muy estrecha. Mi marido siempre me trató con mucho cuidado». Parece que esta mujer intentó quitarse la vida envenenándose tras sufrir varias violaciones. Sin embargo: «Yo no lo sabía. Me lo explicaron después. Parece que hay que acidificar primero el estómago. No pude retener el mejunje dentro».
«¿Y ahora?», le pregunta la otra.
«¡Bah! Hay que seguir viviendo. Lo bonito ya pasó de todos modos. Sólo me hace feliz saber que mi marido no ha tenido que pasar por esto».
De nuevo tengo que volver a pensar lo que significa estar sola en medio de tanto miedo y tanto sufrimiento. Me parece más ligero porque falta la tortura de la compasión. ¿Qué puede sentir la madre de una muchacha destrozada? ¿Y un amante que ama de verdad y no puede ayudar o no se atreve a ayudar? Por lo visto, los maridos que llevan muchos años de casados son los que mejor aguantan esa situación. No miran atrás. La factura se la pasarán algún día sus mujeres. La peor parte se la deben llevar los padres. Comprendo que familias enteras se entreguen a la muerte.
En el registro te despachaban en un abrir y cerrar de ojos. Todos tenían que decir qué lenguas extranjeras hablaban. Cuando confesé que hablaba un poquito de ruso, me pusieron un papelito en la mano que me obligaba a presentarme en la comandancia rusa para labores de interpretación a primera hora de la mañana.
Por la tarde estuve repasando vocablos rusos. Me di cuenta de lo pobres que eran mis conocimientos de esa lengua. Una visita arriba, a casa de la señora de Hamburgo, completó el día. Stinchen, la universitaria de dieciocho años, ha bajado definitivamente del altillo. Se le ha curado la herida de la frente. Se comportó como una hija muy bien educada, trajo la tetera de la cocina con té auténtico y escuchó nuestra conversación. Parece que la chica que tiene aspecto de chico también ha resultado ilesa. Mencioné que la había visto en la escalera de casa enfrascada en una disputa con otra chica. Una persona bronceada que llevaba un jersey blanco, muy guapa pero ordinaria y descomedida en sus insultos. Aquí, tomando el té, me entero de que era una escena de celos. La morena, con su espontaneidad, acabó trabando amistad con un oficial ruso, con quien bebía y de quien aceptaba comida. Esto sacó de quicio a la amiga. Es de las que aman de manera altruista, y en el transcurso de los últimos años no había hecho otra cosa que hacerle regalos a la morena y trabajar para ella. Tratamos este asunto tranquilamente tomando el té como buenos burgueses. No emitimos ningún juicio, ninguna valoración. Ya no cuchicheamos. Ya no titubeamos ante determinadas palabras ni cosas. Nos las ponemos sencillamente en la boca, nos encogemos de hombros, como si vinieran de la estrella Sirio.