DOMINGO, 13 DE MAYO DE 1945
Un día radiante de verano. Desde muy temprano, sonidos optimistas, vitales: escobas barriendo, martillazos, sacudimiento de alfombras. Y eso que sobre nosotros pende el miedo de que tengamos que desalojar quizás nuestra casa, nuestras viviendas, para fines militares. En la bomba de agua corría el rumor de que iban a acuartelar tropas en nuestra manzana. Nada nos pertenece ya en este país, sólo el instante. Y éste lo disfrutamos al sentarnos los tres en torno a una mesa de desayuno ricamente surtida, el señor Pauli todavía en bata, pero ya medio restablecido.
Sobre Berlín repican las campanas por la victoria de los aliados. En alguna parte está teniendo lugar en este preciso instante el famoso desfile que no nos incumbe a nosotros. Corre la voz de que hoy tienen fiesta los rusos y que, para la conmemoración de la victoria, las tropas recibirán vodka. En la bomba de agua se decía que era preferible que las mujeres no salieran de casa para nada. No sabemos a ciencia cierta si tenemos que hacer caso de eso. La viuda balancea la cabeza con gesto preocupado. El señor Pauli se frota de nuevo la medalla, dice que se tiene que echar un rato… Yo me mantengo a la expectativa.
Mientras tanto nos pusimos a comentar el tema del alcohol. El señor Pauli había oído decir que se había dado la instrucción a las tropas alemanas combatientes de no destruir nunca las provisiones de alcohol, sino de dejárselas al enemigo perseguidor, porque la experiencia mostraba que el alcohol les hacía demorarse y mermaba además su fuerza combativa. Bah, eso son burradas de hombres, disparates maquinados por hombres para hombres. Tendrían que pararse dos minutos a reflexionar que el aguardiente excita los sentidos y potencia enormemente los instintos. Estoy convencida de que sin tanto alcohol como el que encontraron esos muchachos por todas partes, no habría habido ni la mitad de las violaciones que se produjeron. Estos hombres no son unos casanovas. Tienen que creerse ellos mismos capaces de cometer todo tipo de acciones atrevidas. Pero antes deben acabar con sus inhibiciones. Ellos mismos lo saben, o lo barruntan. De lo contrario no irían tan desesperados por encontrar alcohol. En la próxima guerra que se haga estando de por medio mujeres y niños (para cuya protección supuestamente partían los hombres a la guerra en otros tiempos), antes de la partida de las tropas habría que tirar a la cloaca hasta la última gota de bebidas excitantes, habría que hacer saltar por los aires las bodegas de vino, las destilerías de cerveza. O por mí, que se organizara con ellas la víspera de la partida una noche de juerga para la gente del bando propio. Mientras haya mujeres al alcance del enemigo, fuera el alcohol.
Sigamos. Es de noche. Ya pasó el tan temido domingo. No ha sucedido nada. Fue el domingo más apacible desde el 3 de septiembre de 1939. Estuve echada en el sofá. Fuera sol y gorjeo de pájaros. Mordisqueaba un pastel que la viuda nos ha preparado gastando una barbaridad de leña. Estuve reflexionando sobre la vida. He aquí el balance de mis reflexiones:
Por un lado, las cosas me están yendo bien. Estoy sana y salva. Físicamente no he sufrido ningún daño. Tengo la sensación de que estoy bien pertrechada para la vida, como si tuviera membranas natatorias para el cenagal, como si mi fibra fuera dúctil y resistente. Encajo en este mundo, no soy delicada. Mi abuela transportaba estiércol. Por otro lado hay un montón de signos negativos. Ya no sé qué debo hacer todavía en este mundo. No le soy imprescindible a ningún ser humano. Estoy ociosa y a la expectativa. Por ahora no veo ni meta ni misión para mí. No he podido por menos de recordar una conversación que mantuve con una suiza muy inteligente y en la que yo, en contra de todos los planes para mejorar el mundo, insistía en mi frase: «La suma de las lágrimas permanece constante». Da lo mismo bajo qué bandera o régimen político vivan los pueblos. Da lo mismo a qué dioses adoren o qué sueldo perciban: la suma de las lágrimas, de los dolores y de las angustias, con los que debe contar cada cual en su existencia, permanece constante. Los pueblos saciados se revuelcan en neurosis y hastío. A los torturados en exceso les auxilia, como ahora a nosotros, la apatía. Si no, tendría que estar llorando sin parar desde la mañana temprano hasta la noche. Y lo hago tan poco como los demás. Impera ahí una ley. Quien cree en la inmutabilidad de la suma de las lágrimas terrenales, no es útil ciertamente como reformador del mundo ni para actuar con firmeza.
Volvamos a contarlo: estuve en doce países europeos. He vivido, entre otras ciudades, en Moscú, París, Londres, y he presenciado de cerca el bolchevismo, el parlamentarismo, el fascismo. Como persona sencilla entre personas sencillas. ¿Diferencias? Sí, incluso notables. Pero están, según me pareció, en la forma y en el color, en las reglas de juego válidas en cada uno de los sistemas; no en la mayor o menor felicidad de la mayoría, tal como deseaba Candide. El pequeño y apático súbdito que únicamente conoce lo que existe allá donde nació, no me parece que sea más infeliz en Moscú que en París o en Berlín. Se ha adaptado anímicamente a las condiciones de vida que encontró al nacer.
Por el momento, lo que tiene poder de decisión sobre mí es lo más personal de todo: el gusto. Y no me gustaría vivir en Moscú. Lo que más me agobiaba de allí era el constante aleccionamiento ideológico; a continuación la imposibilidad para los nacidos allí de viajar por el ancho mundo; y finalmente, la carencia de todo fluido erótico. El régimen de allí no va conmigo. En París o en Londres, en cambio, me sentía a gusto. Sin embargo, me tocó sufrir lo indecible allí, sentir que no pertenecía a aquellas sociedades, que seguía siendo una forastera, una extranjera. Regresé por mi propia voluntad a Alemania, a pesar de que amigos míos me aconsejaron repetidamente que emigrara. Estuvo bien regresar. En el extranjero no habría podido jamás echar raíces. Siento que pertenezco a mi pueblo, quiero compartir su destino, incluso ahora.
Pero ¿cómo? Ya no hay vuelta atrás a la bandera roja que en mis años jóvenes me parecía tan resplandeciente. La suma de las lágrimas sigue siendo constante incluso en Moscú. Mi cuna religiosa se perdió para siempre. Dios y el Más Allá se convirtieron en símbolos, en ideas abstractas. ¿Progreso? Sí, para hacer bombas cada vez más grandes. ¿La felicidad de la mayoría? Sí, para Petka y sus secuaces. ¿Un lugar idílico? Sí, para cardadores de alfombras. ¿Posesión, deleite? De risa para la apátrida nómada de la gran ciudad que soy. ¿Amor? Yace pisoteado por los suelos. Y si volviera a ponerse en pie, yo siempre estaría temiendo no encontrar ningún refugio en él, ninguna continuidad.
¿Quizás el arte, la servidumbre al servicio de la forma? Sí, para los competentes, entre los que, sin embargo, no me cuento. Tan sólo soy un pequeño peón, tengo que conformarme. Únicamente puedo actuar y ser una buena amiga en un círculo reducido de gente. El resto es esperar el final. No obstante, es tentadora la oscura y maravillosa aventura de vivir. Persevero en ella por curiosidad, y porque me alegra respirar y sentir mis miembros sanos.