JUEVES, 10 DE MAYO DE 1945

La mañana se nos fue con trabajos domésticos: cortar leña, ir a buscar agua. La viuda bañó sus pies en agua con sosa y ensayó algunos peinados con los que poder esconder el mayor número posible de canas. A las tres de la tarde estábamos por fin listas para la partida. Nuestro primer paseo a través de la ciudad conquistada.

Pobres palabras que no alcanzáis para describir.

Pasamos por el cementerio en la Hasenheide, con las largas hileras de tumbas idénticas en la tierra amarilla del último gran ataque aéreo del mes de marzo. Quemaba el sol de verano. El parque estaba abandonado. Los nuestros habían talado los árboles para tener el tiro libre. Por todas partes trincheras y, esparcidas en ellas, trapos, botellas, latas, alambre, munición. En un banco había dos rusos con una muchacha. Es raro ver a un ruso solo. En parejas se sienten más seguros. Seguimos caminando por calles en otro tiempo densamente pobladas de trabajadores. Ahora podría pensarse que los diez mil que vivían aquí han emigrado o están muertos. Así de mudas están las calles, tan hurañas y ocultas parecen las casas. Ningún sonido humano o animal, ni de coche, radio o tranvía. Si hay alguien mirándonos desde las casas, lo hace de manera furtiva. No vemos ningún rostro tras las ventanas.

Seguimos. Aquí comienza el barrio de Schöneberg. Enseguida sabremos si podemos continuar adelante, si ha quedado algún puente intacto hacia el oeste de los que pasan por encima del tren de cercanías. Por primera vez vemos en algunas casas banderas rojas, mejor dicho banderolas rojas. Se nota perfectamente que han sido recortadas a partir de viejas banderas con la cruz gamada. En algunas se ve todavía el círculo más oscuro del que fue separada la tela blanca con la esvástica negra. Todas las banderolas —¿cómo podría ser si no en nuestro país?— tienen un dobladillo bien cosido por una mano femenina.

Por todo el camino hay restos de acampada de tropas, coches destripados, tanques calcinados, cureñas retorcidas. De vez en cuando algún letrero, un cartel en ruso para la conmemoración del Primero de Mayo, Stalin, la victoria. Tampoco hay muchas personas por aquí. A veces pasa alguna pobre criatura a buen paso, un hombre en mangas de camisa, una mujer despeinada. Nadie nos presta demasiada atención. «Sí, el puente sigue en pie», nos responde a nuestra pregunta una mujer descalza, venida a menos. Y se va a toda prisa. ¿Descalza? ¿En Berlín? Nunca había visto algo así en una mujer. En el puente hay otra barricada levantada con escombros. Pasamos de lado a través del resquicio. Mi corazón late violentamente en ese momento.

Sol cegador. El puente vacío. Nos detuvimos, miramos abajo al terraplén de las vías. Una maraña de vías de color amarillo paja y cráteres de metros de profundidad. Trozos de vías retorcidas mirando al cielo. Relleno de colchones y jirones de sábanas y manteles brotan de los coches cama y de los vagones-restaurante bombardeados. El calor es aplastante. Un olor a quemado flota sobre las vías. Todos los alrededores están despoblados y abandonados. No hay ningún rastro de vida. Es el cadáver de Berlín.

Seguimos adentrándonos en Schöneberg. Aquí y allá, en los portales, una mujer, una chica: ojos que miran sin ver, rasgos esponjosos e hinchados. Se puede deducir de ellos que en este barrio la guerra sólo hace escasos días que terminó. No han encontrado todavía el equilibrio, siguen aturdidos, como estábamos nosotros hace algunos días.

Caminamos a buen paso por la Potsdamer Strasse, pasamos junto a oficinas negras, carbonizadas, rascacielos vacíos, montones de escombros.

En una esquina presenciamos una escena conmovedora: ante una montaña de escombros que las sobrepasaba con creces, dos ancianas enclenques estaban arañando los cascotes con badiles, y los cargaban en un carrito. De continuar así, necesitarán semanas para toda esa montaña. Tienen manos robustas, quizás lo consigan.

El parque Kleist es un desierto. Bajo los soportales había trapos, colchones y relleno desgarrado de asientos de coches. Por todas partes hay montones de excrementos entre nubes de moscas. Justamente en medio está el elevado búnker a medio hacer, como un erizo rodeado de púas de hierro. En teoría deberíamos haber buscado refugio en él en el séptimo año de guerra. Hay dos civiles tirando de una pila de travesaños, otro los sierra en fragmentos manejables. Todo es de todos. La sierra va rasgando en tonos lastimeros todo este silencio. Involuntariamente, la viuda y yo nos hablábamos entre susurros. Teníamos la garganta seca. La ciudad muerta nos robó el aliento. El aire del parque estaba lleno de polvo en suspensión. Todos los árboles parecían espolvoreados de blanco, estaban acribillados por los disparos y gravemente heridos. La silueta de un alemán pasó a toda prisa a nuestro lado acarreando ropa de cama. En la salida del parque una tumba de rusos cercada con una alambrada. De nuevo las estelas funerarias de madera en rojo chillón encima, y en medio una lápida lisa de granito sobre la cual hay una inscripción pintada con cal que reza que en ese sitio descansan héroes caídos por la patria. «Guerói», ésa es la palabra, «heros», héroes. Suena muy prusiano.

Veinte minutos después estábamos ante la casa en la que viven los amigos de la viuda. «Un compañero del mismo cuerpo del ejército que mi marido», dice ella, catedrático de instituto, filólogo clásico, casado. La casa parece completamente deshabitada. La puerta principal está atrancada con tablones. Al buscar una entrada trasera nos topamos en un rincón del patio con una mujer que se levanta las faldas y se pone a hacer sus necesidades sin importarle nuestra presencia. Otra cosa que veo también en Berlín por primera vez. Por fin encontramos la escalera, subimos dos pisos, llamamos con los nudillos, pronunciamos como santo y seña el nombre de la viuda… Dentro se oían rumores, pasos y susurros, hasta que se entendió finalmente quiénes éramos. Entonces se abrió de golpe la puerta, nos abrazamos, yo apreté mi cara contra otra cara desconocida. Nunca había visto a esa gente. Es la mujer del catedrático de instituto. Detrás de ella aparece el marido, nos tiende las manos, nos ruega que entremos. La viuda habla como enfebrecida, se le mezcla todo. La otra mujer también habla, y nadie escucha a nadie. Pasa un rato hasta que nos sentamos en la única habitación habitable de la casa, en la que hay una fuerte corriente de aire. Sacamos de la bolsa las rebanadas de pan con mantequilla que hemos traído. Se las ofrecemos. Los dos ponen cara de asombro. Ahí no ha llegado todavía el pan. Los rusos tampoco han dejado pan al marcharse. A la típica pregunta: «¿Cuántas veces…?», dice la señora de la casa con su amplio acento de la Prusia Oriental: «¿A mí? Sólo una vez, el primer día. A partir de entonces echamos el cerrojo en el refugio antiaéreo. Allí abajo teníamos una caldera llena de agua». Los vencedores llegaron aquí más tarde y se fueron antes. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.

¿De qué viven los dos? «Bueno, tenemos todavía un saquito de sémola y algunas patatas. ¡Ah, y nuestro caballo!».

¿Caballo? Risas. La señora nos cuenta con gestos muy expresivos: cuando todavía había tropas alemanas en la calle, llegó alguien corriendo al refugio con la buena noticia de que fuera había caído muerto un caballo. En un instante estaba toda la gente del refugio fuera. El animal todavía sufría convulsiones y torcía los ojos cuando ya los primeros cuchillos del pan y las primeras navajas se clavaban en su cuerpo… naturalmente tras un disparo de gracia. Todos cortaban y socavaban la carne allí donde se encontraban. Cuando la mujer del catedrático extendió la mano hacia donde ya brillaba la grasa amarillenta, recibió un golpe en los dedos con el mango del cuchillo: «¡Eh, usted! ¡Quédese en su sitio!». La señora pudo cortar una pieza de seis libras de peso. «Con las sobras celebramos mi cumpleaños», dijo. «Nos supo a gloria. Lo adobé con los últimos restos de vinagre que tenía».

La felicitamos efusivamente. Salió a la luz una botella de Burdeos. Bebimos y brindamos por el ama de casa. La viuda contó cómo la habían comparado con la mujer ucraniana. Ya no tenemos ningún comedimiento.

Nos despedimos una y mil veces. El catedrático estuvo revolviendo en su habitación en busca de algo para regalarnos a cambio de las rebanadas de pan. Pero no encontró nada.

Nos adentramos en el barrio bávaro. Queremos ir a ver a mi amiga Gisela. Hileras interminables de coches alemanes bloquean la calle, casi todos reventados. Un peluquero ha vuelto a abrir su negocio. Con un letrero anuncia que corta el pelo a caballeros e incluso lava la cabeza a las señoras si le llevan el agua caliente. Y efectivamente, entrevimos en la penumbra a un cliente y a uno que iba moviéndose con las tijeras en la mano. El primer signo de vida en el cadáver de la ciudad.

Subimos las escaleras hacia el piso de Gisela. Llamé con los nudillos y grité su nombre. Yo temblaba por culpa de los nervios. Otra vez juntamos las caras, y eso que en otro tiempo como mucho nos dábamos la mano.

Gisela no estaba sola. Ha acogido en su casa a dos chicas jóvenes que un conocido le ha enviado. Dos estudiantes huidas de Breslau. Estaban las dos sentadas en silencio en una habitación casi vacía, sin cristales pero limpia.

Tras el primer intercambio precipitado de palabras y los primeros diálogos, se hizo de nuevo el silencio. Lo percibí con claridad: aquí reina el sufrimiento. Los ojos de las dos chicas estaban contorneados de negro. Lo que decían sonaba a desesperanza, a amargura. Tal como me susurró Gisela en el balcón, adonde me llevó para decírmelo, a las dos las han desvirgado los rusos, y tuvieron que soportarlo muchas veces. Hertha, la rubia que acaba de cumplir los veinte, sufre continuamente dolores desde entonces y no sabe qué hacer. Llora mucho, dice Gisela. De sus parientes no tiene Hertha la más mínima noticia. Se dispersaron desde Silesia en todas direcciones, si es que todavía están con vida. La delicada Brigitte, de tan sólo diecinueve años, se defiende del dolor anímico con un agrio cinismo. Rezuma bilis y odio, la vida le parece una porquería y todas las personas —quiere decir, todos los hombres— unos cerdos. Quiere irse, marcharse muy lejos, a cualquier parte, donde no haya ningún uniforme del ejército. Con sólo ver uno se le desboca el corazón.

Gisela salió incólume con un truco que por desgracia he aprendido demasiado tarde. Antes de que Gisela empezara a trabajar como redactora, había ambicionado ser actriz, y en las clases aprendió algo de maquillaje. Así que en el refugio se pintó una máscara de anciana y ocultó su pelo bajo una mantilla. Cuando los rusos llegaron con sus linternas y alumbraron a las dos estudiantes para que salieran, a Gisela, con todas sus arrugas al carboncillo, la empujaron para que se volviera a acostar: «Tú, babuschka, a dormir». Sin querer me puse a reír, pero reprimí inmediatamente mi hilaridad. Las dos chicas miraban con gesto excesivamente sombrío y seco.

Para esas chicas ha desaparecido para siempre la magia primera del amor. Quien comienza por el final, y encima de manera tan terrible, ya no puede sentir el temblor del primer roce. Paul se llamaba el chico en el que estoy pensando ahora. Tenía diecisiete años como yo cuando en la Ulmenstrasse me empujó contra el umbral de una casa desconocida. Veníamos de un concierto escolar. Schubert, creo. Todavía resonaba la música en nuestros oídos, música sobre la que todavía no sabíamos qué decir. Los dos éramos inexpertos. Dientes apretándose contra los dientes, mientras yo, ilusa, esperaba la maravilla que había de venir de los besos. Hasta que me di cuenta de que mi pelo se había soltado. El pasador del pelo que llevaba normalmente en la nuca había desaparecido.

¡Qué susto! Sacudí el vestido, el cuello. Paul tanteaba a oscuras en el adoquinado. Le ayudé a buscar. Nuestras manos se encontraron y rozaron, pero ya estaban completamente frías. No encontramos el pasador del pelo. Seguramente lo había perdido ya antes, de camino. ¡Qué rabia sentía yo! Mi madre lo notaría enseguida. Me preguntaría. Me miraría con lupa. Y en mi cara, ¿quedarían señales de lo que yo y Paul habíamos hecho en aquel portal? Nos despedimos apresuradamente con una turbación repentina. Y ya no volveríamos a acercarnos más. Sin embargo, aquellos tímidos minutos en el portal siguen conservando para mí un brillo de plata.

Despedida muy larga al cabo de una hora. Una se separa tan a disgusto de los amigos. No se sabe cuándo y cómo nos volveremos a encontrar. Pueden suceder tantas cosas. De todos modos, invité a Gisela a nuestra casa para el día siguiente. También había invitado la viuda a sus amigos. A ver si podemos darles un pedazo de pan.

De regreso, el mismo camino desierto, largo, polvoriento. Para la viuda ya era, sin embargo, demasiado. Le ardían los pies. Tuvimos que detenernos una y otra vez a descansar en los bordillos. Me sentía pesada, como si cargara un peso abrumador. Tenía la sensación de que Berlín no se volvería a rehacer de aquello, que ya únicamente seríamos ratas de escombros para toda la vida. Por primera vez me vino el pensamiento de dejar esta ciudad y buscarme el pan y un techo en cualquier otra parte donde hubiera aire y paisaje.

En el parque descansamos en un banco. A nuestro lado había una mujer joven que había sacado a pasear a dos críos. Se acercó un ruso, le hizo señas a otro ruso, la inevitable pareja que iba con él, y le dijo en ruso: «Ven aquí. Hay niños. Son los únicos con quienes se puede hablar». La madre nos miró encogiéndose de hombros y con cara de miedo. Y efectivamente se produjo una charla entre esos hombres y los dos chiquillos, que se sentaron tranquilamente sobre sus rodillas y se dejaron columpiar al ritmo de canciones rusas para niños.

Luego, uno de los dos soldados se volvió hacia mí y dijo en ruso, utilizando el tono más amable del mundo: «Da lo mismo quién se acueste con vosotras. Una polla es una polla». (Esta expresión me la enseñó Anatol con su campesinota rusticidad). Tuve que esforzarme para mostrar la cara estúpida de no entender qué esperaba el muchacho. Así que sólo sonreí y los dos tíos estallaron entonces en carcajadas. ¡Por favor!

De nuevo en casa, con los pies cansados. El señor Pauli se había apostado en su sillón junto a la ventana y se asomaba a ver si llegábamos. No se quería creer que en las tres horas de camino sólo nos habíamos encontrado a esos pocos rusos zanganeando por ahí. Se había imaginado que el centro de la ciudad sería un hervidero de tropas en acción. Finalmente acabamos también nosotras por maravillarnos y nos pusimos a pensar dónde podrían estar los vencedores. Respiramos profundamente el aire puro de nuestro rincón, recordamos estremecidas la devastación y el polvo en suspensión en Schöneberg.

Me costó mucho dormirme. Sombríos pensamientos. Un día triste.