LUNES, 23 DE ABRIL DE 1945, NUEVE DE LA MAÑANA

Una noche desconcertantemente tranquila, apenas hubo disparos de la artillería antiaérea. Apareció un nuevo ciudadano en el refugio, el marido de la mujer de Adlershof cuya casa bombardearon y que se guarece en casa de su madre. El marido llegó vestido de uniforme y a escondidas. Una hora más tarde iba de civil. ¿Por qué? Nadie habla de ello, nadie le presta atención. Es un soldado del frente curado de espantos. Todavía produce un efecto de fortaleza. Nos resulta grata su presencia.

La deserción parece de pronto algo natural, incluso agradable. No puedo por menos de pensar en los trescientos espartanos del rey Leónidas que resistieron en las Termópilas y cayeron tal como ordenaba la ley. Eso lo aprendimos en la escuela, nos querían impresionar. Puede que aquí o allá haya trescientos soldados alemanes que se comporten de manera similar. Tres millones, no. Cuanto más grande y ocasional es el tropel, tanto menor es la posibilidad de un heroísmo de libro de texto. Desde casa, nosotras, las mujeres, tenemos poca comprensión para esos actos. Somos razonables, prácticas, oportunistas. Estamos a favor de los hombres vivos.

Hacia medianoche casi me caigo de mi asiento en el sótano de puro cansancio (¿dónde podría agenciarme algo para estar echada?), y me fui dando tumbos por la escalera de caracol llena de cristales rotos hasta el primer piso, donde dormí hasta las seis en el sofá de la viuda del boticario. Escuché con asombro que en ese rato se habían producido varios bombardeos. Y yo consultando con la almohada.

En la panadería había panecillos, los últimos. También eran mis últimos cupones para el pan. No parece que vaya a haber pronto nuevas cartillas de racionamiento. Ya no hay órdenes, ni noticias, nada. Ya no hay nadie que se preocupe de nosotras. De pronto somos individuos, ya no somos compatriotas. Todas las antiguas relaciones entre amigos y compañeros de trabajo están en vía muerta si la distancia entre ellos es de más de tres manzanas. La cueva, la familia, como en la prehistoria. El horizonte está a cien pasos.

En la panadería se rumoreaba que los rusos están ya cerca de Weissensee y en Rangsdorf. En la playa de Rangsdorf me he bañado yo muchas veces. Pronuncio las siguientes palabras en voz alta para mí, a modo de prueba: «Los rusos en Rangsdorf». No me dicen nada. Hoy, en el este, el cielo ardía en rojo, interminables incendios.

De regreso de procurarme carbón, la una del mediodía. Yendo hacia el sur percibía con claridad que me iba derecha al frente de batalla. El túnel del tren de cercanías está cerrado. La gente que estaba delante decía que al otro extremo del túnel había un soldado ahorcado, en calzoncillos, con un letrero con la palabra «traidor» colgado del cuello. Está colgado tan bajo que se le pueden tocar las piernas. Eso lo contó uno que lo había visto con sus propios ojos y que había echado de allí a los mocosos que se divertían haciendo girar el cadáver.

La Berliner Strasse está desierta, medio levantada y bloqueada con barricadas. Delante de las tiendas, colas. Rostros opacos bajo el estruendo de la artillería antiaérea. Camiones en dirección al centro de la ciudad. Entre ellos, y a paso ligero, figuras sucias, salpicadas de barro, con la mirada vacía, con vendajes miserables. Una caravana de carros cargados de heno. Llevando las bridas, cabezas canas. En la barricada tiene montada la guardia la milicia del Volkssturm con uniformes de lo más variopinto, confeccionados con retales. Hay allí muchos críos, rostros imberbes bajo cascos de acero demasiado grandes. Al escucharlas, sus voces claras producen estupor. Tendrán a lo sumo quince años. La guerrera del uniforme les cuelga por todas partes cubriendo sus cuerpos delgados y diminutos.

¿Por qué el sentimiento repudia tan virulentamente este infanticidio? Si tuvieran tres o cuatro años más, consideraríamos del todo natural que estos críos murieran a tiros o destrozados por las bombas. ¿Dónde colocamos el listón? ¿Cuando cambian de voz, quizás? Pues, en realidad, lo que más me tortura en su recuerdo son las voces agudas y claras de esos enanos. Soldado y hombre eran hasta ahora conceptos idénticos. Y un hombre es un ser procreador. Que se desperdicie a estos muchachos antes de madurar tiene que contravenir por fuerza alguna ley de la naturaleza, va en contra de los instintos elementales, en contra del instinto de conservación de la especie. Como ciertos peces o insectos que devoran a sus crías. Eso no debe ocurrir entre seres humanos. Y que esté, sin embargo, ocurriendo es un síntoma de locura.

En el edificio de la editorial, abandonado ahora por todos sus empleados, los sótanos están a rebosar de carbón. La mujer cuya casa bombardearon y a quien destinaron a nuestro refugio me asalta en el sótano a preguntas sobre qué hacer de ahora en adelante. Parece que su hija mayor, madre de un bebé de ocho semanas, se ha quedado desde ayer sin leche. De pronto ya no puede alimentar a su bebé, y el pequeño berrea. Ahora están preocupados todos pensando cómo sacar adelante a la criatura, ya que no queda leche de vaca. Le propuse a la joven madre que probara a tomar hierbas silvestres. Quizás así le subiría de nuevo la leche. Las dos nos agachamos hacia la hierba del jardín, mojada por la lluvia, y, con las manos protegidas con pañuelos, arrancamos los brotes nuevos de ortigas que crecían junto al muro. Y también algunos dientes de león que encontramos. Olor a hierbas y olor a tierra, prímulas, espino de tonalidad rosácea, primavera. Pero ya viene aullando la artillería antiaérea.

Llené una mochila de hulla, y cargué con ella. Pesaba aproximadamente medio quintal. No obstante, en el camino de vuelta adelanté a un destacamento de soldados. Volví a ver armas por primera vez en todos estos días: dos lanzagranadas, una ametralladora, algunas cajas con munición. Jóvenes que llevan las cananas en bandolera, como un adorno de bárbaros.

Hacia mediodía hubo un entierro en nuestra calle. Lo supe de oídas, la viuda del boticario estuvo presente. Una chica de diecisiete años, la metralla de una granada le arrancó la pierna, murió desangrada. Los padres enterraron a la chica en el jardín de su casa, detrás de unos groselleros silvestres. Como ataúd utilizaron el armario escobero.

Tenemos incluso la libertad de sepultar a nuestros muertos donde nos place, como en la prehistoria. Me viene a la mente el recuerdo de la muerte de un perro dogo en mi viejo edificio, que finalmente fue enterrado en el jardín de la casa. Pero hay que ver la que se armó; el propietario de la casa, el portero, otros inquilinos… todos se oponían. Y ahora es un ser humano, y nadie tiene nada en contra, sí, incluso creo que esta cercanía les proporciona algo de consuelo a los padres. Y me sorprendo a mí misma poniendo tumbas en mi imaginación a nuestros pequeños jardines entre las casas.

Las cuatro de la tarde, en la buhardilla. He tenido una gran alegría. Acabo de hacer una visita de consuelo a la señora Golz y medio jugando descolgué el teléfono. Para mi sorpresa se oyó ruido en la línea, lo cual no sucedía desde hacía muchos días. Marqué el número de Gisela… y descolgó. Vive más o menos a una hora de aquí, en Berlín Oeste. Un intercambio ansioso de palabras. No podíamos parar de hablar. La empresa de Gisela se ha ido al garete. El jefe se ha ido zumbando hacia el oeste. Ha abandonado a los empleados a su suerte tras pronunciar ante ellos un brillante discurso de despedida. Nos han abandonado, escuchamos con el oído atento al vacío, estamos solas.

Gisela me contó que tenía ahora la misma edad que su padre cuando cayó en Verdún, en la Primera Guerra Mundial. Nunca vio a su padre en persona. En estos días, dice, no puede por menos de pensar mucho en él, se imagina charlando con él, como si ahora le tocara el turno a ella, como si fuera pronto a encontrarse con él. Nunca nos habíamos hablado así, contándonos estas cosas, nos habría dado mucha vergüenza abrir nuestro corazón de esa manera. Ahora emerge lo más profundo que habita en nosotras. Adiós, Gisela, las dos hemos llegado hasta los treinta, quizás volvamos a vernos sanas y salvas.

De vuelta a la cueva del sótano, lunes, las ocho de la tarde. Hoy, al atardecer se han producido los primeros impactos de la artillería en la esquina de la casa. Bufidos, silbidos, chirridos, shiuuuuu. De repente una llamarada. Gritos de terror en el patio. Corrí dando traspiés escaleras abajo. Oí que los impactos habían sido en el cine. El enemigo nos tiene en su punto de mira. Por lo demás, todo Berlín se teme un último ataque americano con una lluvia de bombas. Pero nosotras tenemos nuestras dudas porque los rusos ya están aquí, y ese legendario ataque ocasionaría víctimas entre ellos.

Un nuevo rumor campea en nuestro refugio. La esposa del fabricante de licores lo sabe de fuentes altamente secretas y muy fidedignas, y lo anuncia sacando pecho: «Ami y Tommy han reñido con Iván y piensan ahora aliarse con nosotros para echarlo nuevamente del país». Risas burlonas y discusiones. La fabricante de licores se siente gravemente ofendida y de la rabia que le da se pone a hablar en su dialecto sajón. Hasta ayer pernoctaba con su marido en la fábrica de licores (bastante pequeña), situada detrás de la Moritzplatz. Ayer regresó a su piso y a nuestro refugio para mantener la posición aquí. Su marido se quedó allí con las botellas y los alambiques para destilar… y con una pelirroja llamada Elvira, como todo el mundo en el refugio sabe.

Por lo demás seguí con las compras. Poco antes del cierre de las tiendas adquirí 150 gramos de harina de sémola. En la esquina, de pronto, gritos y carreras. En la tienda de Bolle descargaron un camión, introdujeron en el establecimiento grandes cantidades de mantequilla rancia para su reparto. Una libra por cabeza. Y eso no es todo. ¡Lo preocupante es que la dan gratis! Te sellan simplemente la cartilla, nada más. ¿Se trata acaso de las primeras señales de pánico? ¿O de una señal de racionalidad más allá de la burocracia? En un abrir y cerrar de ojos se produjo un aglomeración delante de la puerta de la tienda. Gente sacudiéndose con los paraguas, dándose de puñetazos. Estuve aguantando también yo aquellos empellones durante unos minutos. Llegué a oír algo referente a reservas, refuerzos y tanques alemanes en marcha desde no sé dónde… Una señora dice haber escuchado algo similar la pasada noche a través de un receptor de radio. Dejé correr entonces lo de la mantequilla, no voy a pelearme por ella. Por lo menos hoy no. Quizás tenga que aprender a hacerlo pronto.

Noche tranquila. Tiroteo lejano. Los habitantes del refugio están completamente destrozados hoy. No se oye ningún sonido, ninguna palabra. Sólo ronquidos y la respiración a modo de gemidos de los niños.