SÁBADO, 5 DE MAYO DE 1945

En este día de mayo tenemos un cielo muy oscuro. El frío no quiere ceder. Estoy sentada en el taburete delante de nuestra lumbre alimentada miserablemente con todo tipo de libros nazis. Si toda la gente hace lo mismo —y realmente lo está haciendo así—, el Mein Kampf de Adolf acabará siendo otra vez una rareza para bibliófilos.

Me acabo de zampar una sartén llena de chicharrones. Me unto el pan con mucha mantequilla mientras la viuda me pronostica tiempos muy negros. No le hago caso. Lo que ocurra mañana me da igual. Quiero vivir el presente, y tan bien como pueda. De lo contrario, con la vida que llevo, acabaré escurriéndome como un trapo mojado. En el espejo mi cara vuelve a estar redonda.

Hoy estuvimos hablando los tres sobre el futuro. El señor Pauli se imagina de nuevo en su escritorio de la fábrica metalúrgica en la que trabajaba. Anuncia un crecimiento económico imponente gracias a la ayuda de nuestros vencedores. La viuda piensa que a lo mejor podría encontrar un empleo como cocinera en esa misma fábrica. Con la modesta renta del seguro de vida de su difunto esposo lo ve negro y se teme que tendrá que buscarse trábalo. ¿Y yo? Por suerte he aprendido de todo. Ya encontraré algún empleo en cualquier parte. No le tengo miedo a eso. Confío ciegamente en mi barquito navegando por estos tiempos que corren. Hasta ahora siempre me ha llevado a buen puerto. Pero nuestro país, nuestro pueblo… ¡Qué dolor el nuestro! Nos han dirigido delincuentes y tahúres, y nosotros nos hemos dejado conducir, como las ovejas, al matadero. Ahora el odio prende como una llama entre la desdichada muchedumbre. «No hay árbol lo bastante alto para ése», se decía sobre Adolf esta mañana temprano en la cola del agua.

Por la tarde aparecieron algunos hombres en nuestro piso. Es decir, hombres alemanes, de nuestro edificio. Fue una sensación muy especial tratar de nuevo con hombres de los que una no siente miedo, ni ha de estar vigilándolos ni observándolos todo el tiempo. Comentaron la hazaña de los libreros, de la que se habla hoy en todo nuestro edificio. El librero, un bávaro, bajito y robusto, le ha echado una bronca de verdad a un ruso. Ocurrió cuando un Iván interceptó poco antes del portal de casa a la librera, que venía cargada de agua. (La mujer no deja que su marido vaya a la bomba de agua. Era del partido). La mujer chilló y su marido salió del piso corriendo, se fue hacia el ruso y le espetó: «¡Tú, cerdo asqueroso! ¡No eres más que un gilipollas!». En el relato de la hazaña se decía, además, que el ruso se fue empequeñeciendo y arrugando hasta acabar rajándose. Así que es posible. El muchacho, con su olfato de bárbaro y de animal, se olió que el marido estaba demasiado rojo y que en ese segundo todo, absolutamente todo, le daba lo mismo. Y le dejó el botín para él.

Por primera vez oigo hablar de una reacción airada por parte de uno de nuestros hombres. La mayoría es razonable, actúa con la cabeza. Están preocupados por salvar el pellejo, y sus mujeres están completamente de su parte. A ningún marido se le cae la cara de vergüenza por entregar una mujer a los vencedores, ya sea la suya o la del vecino. Al contrario, no se le perdonaría que pusiera nerviosos a los dominadores con su resistencia. A pesar de todo, siempre queda ahí un resto incombustible. Estoy convencida de que la librera nunca olvidará el arranque de valor, o de amor, si se quiere, de su marido. Y a los demás hombres que andan contando esta anécdota por ahí se les nota un tono de respeto en la voz.

Estos hombres no han venido por diversión a nuestra casa. Están haciendo algo útil. Han traído tablas de madera y las están clavando ahora delante del marco de la puerta trasera después de haberlas serrado a medida sobre la mesa de la cocina. Tiene que ser rápido. No debe venir entretanto ningún ruso. Como recompensa ofrecemos a los hombres puros de la caja llena que trajo el comandante ayer. Sí, somos ricos.

Cuando ya las tablas ocupaban todo el marco de la puerta apareció un ruso por la escalera de servicio. Con patadones tremendos intenta echar la obra abajo, pero no lo consigue. Respiramos profundamente. Nos sentimos muy aliviadas. Ya no pasarán por ahí a todas horas tantos tipos desconocidos. También llegan por la puerta delantera, sí, pero ésta tiene una buena cerradura y es de madera maciza. Quien nos conoce grita ya desde fuera identificándose para tranquilizarnos: «Zdies Andréi», o quien sea. Y con el comandante hemos convenido un toque especial a la puerta.

Algo conmovedor: pasado el mediodía vino la señorita Behn, nuestra decidida yegua caponera en los tiempos del refugio. Ahora se hospeda en casa de la joven señora Lehmann, cuyo marido está desaparecido en el frente del este, y la ayuda con los dos niños. Ni la joven señora ni la señorita Behn han sido violadas hasta el momento a pesar de ser realmente muy guapas. Su protección, su defensa: los pequeños. Ya la primera noche de los rusos, se dieron cuenta de lo que les pasa con los niños. Entraron dos tipos rudos en el piso. Se procuraron la entrada con golpes de fusil y muchos gritos. Derribaron de un empujón a la señorita Behn, que les abría la puerta, la llevaron hacia las habitaciones, y se detuvieron frente a una camita con barrotes en la que dormían juntos el bebé y Lutz, de cuatro años, a la luz de una vela. Uno dijo en alemán, boquiabierto: «¿Hijos pequeños?». Los dos se quedaron mirando fijamente un rato la camita y por fin se largaron del piso de puntillas.

Ahora la señorita Behn me pide que suba unos minutos con ella; tienen visita de unos rusos, dos, un joven y un hombre ya mayor que ya estuvieron con ellas otro día y que hoy han traído chocolate para los niños. Les gustaría conversar con ellos. Me pide que haga de intérprete.

Estamos sentados cara a cara los dos soldados, la señorita Behn, la señora Lehmann con Lutz, el pequeño de cuatro años, agarrado fuertemente a sus rodillas, y yo. Delante tenemos al bebé en su cochecito. Traduzco lo que el ruso mayor me pide: «¡Qué chiquita más guapa! Es una verdadera monada». Y ensortija su dedo índice con un rizo de color cobre del bebé. Me pide entonces que les traduzca a las dos mujeres que él también tiene hijos, dos chicos que viven en casa de la abuela, en el campo. De una cartera ya desgastada de cartón saca una foto: dos cabecitas con el cabello en punta sobre un papel sepia oscurecido por el paso del tiempo. No los ve desde 1941. Muy pocos rusos saben lo que es un permiso. De eso me di cuenta ya al principio de todo. Casi todos están separados de sus familias desde el comienzo de la guerra, hace ya casi cuatro años. Supongo que porque su país, durante todo este tiempo, ha sido escenario de guerra, y los civiles eran expulsados de un lugar a otro, de manera que nadie podía saber con certeza dónde estaban los suyos. A ello hay que añadir las tremendas distancias del país, las penosas vías de comunicación. Y quizás los gobernantes se temían, al menos en los primeros años del avance alemán, que los suyos desertaran o se pasaran al enemigo. Por la razón que sea, estos hombres no tenían derecho a permiso como los nuestros. Se lo aclaro a las otras dos mujeres, y la señora Lehmann dice comprensiva: «Sí, eso disculpa un poco algunas cosas».

El otro invitado ruso es un tipo joven, de diecisiete años, partisano y luego enrolado en las tropas combatientes que avanzaban hacia el oeste. Me mira con la frente arrugada, en un gesto serio y grave, y me pide que traduzca que unos soldados alemanes asesinaron a los niños de su pueblo natal, acuchillándolos o estrellándoles el cráneo contra los muros. Antes de traducir, le pregunto: «¿De oídas? ¿O lo presenció con sus propios ojos?». Él, serio, agachando la cabeza: «Sí, lo vi yo mismo dos veces». Traduzco.

«No me lo creo», replica la señora Lehmann. «¿Nuestros soldados? ¿Mi marido? ¡Jamás!». Y la señorita Behn me pide que le pregunte al ruso si esos soldados llevaban el «pájaro» aquí (señalando el brazo) o el «pájaro» aquí (señalando la gorra), es decir, si eran del ejército o de las SS. El ruso comprende inmediatamente el sentido de la pregunta: han aprendido en los pueblos rusos a distinguirlos. Sin embargo, aun cuando en este caso, y en otros similares, se tratara de miembros de las SS, ahora nuestros vencedores pasarán factura al «pueblo», es decir a todos nosotros. Ya circulan esos rumores. En la cola del agua escuché varias veces la frase: «Los nuestros no lo hicieron de manera muy diferente allí».

Silencio. Todos tenemos la mirada clavada. Hay una sombra en la habitación. El bebé no sabe nada. Chupa el dedo índice del desconocido, berrea y chilla. A mí se me hace un nudo en la garganta. El bebé me parece un milagro, rosado y blanquito. Con sus ricitos cobrizos es como una flor en medio de esta habitación desolada, medio amueblada, entre nosotros, personas llenas de suciedad. De repente entiendo por qué al combatiente le atraen los críos.