SÁBADO, 12 DE MAYO DE 1945

Por la mañana, toda la comunidad de vecinos —ahora se la vuelve a denominar oficialmente así— nos reunimos en el jardín de atrás, aquel que yo en mi imaginación había convertido ya en cementerio, para cavar una fosa, pero sólo para la basura que se está apilando en torno a los cubos. Todos con muchas ganas de trabajar, bromeando con alegría. Todos nos sentimos aliviados e ilusionados por esta actividad útil. Resulta muy extraño que nadie tenga que ir «al trabajo», que todos tengan vacaciones en casa, por decirlo de algún modo, que los matrimonios anden juntos a todas horas.

Después me puse a fregar en el salón de casa. Restregué fuerte el suelo para quitar los salivazos de los rusos y las manchas de betún de sus botas, y también los últimos restos de bosta de caballo en los pasillos. Con eso me entró mucho apetito. Todavía tenemos guisantes y harina. La viuda cocina con la mantequilla derretida de los últimos restos rancios que se trajo el señor Pauli de las milicias del Volkssturm.

El piso resplandecía cuando llegaron nuestros invitados de Schöneberg. Se habían puesto los tres en marcha y se encontraron de camino a pesar de que mi amiga Gisela no conocía todavía a los amigos de la viuda. Los tres estaban lavados, bien peinados y con ropa limpia. Tomaron el mismo camino que nosotras y vieron también lo mismo: a muy pocas personas, sólo a unos cuantos rusos. Todo lo demás desierto y silencio. Hubo café recolado y para cada uno de los tres, trozos de pan untado con mantequilla rancia. ¡Todo un agasajo!

Me llevé a Gisela al salón para charlar un rato con ella. Quería saber cómo se imaginaba el futuro, la supervivencia. Lo ve muy negro. Su mundo, el mundo occidental impregnado de cultura y de arte —lo único que le importa a ella—, todo eso lo ve ahora en pleno hundimiento. Para un nuevo comienzo se siente anímicamente demasiado cansada. No cree que vaya a haber ahora espacio para respirar o incluso para un trabajo intelectual para una persona con inquietudes. No, no tiene ganas de veronal ni de venenos similares. Quiere perseverar aunque sin ánimo ni alegría. Habló de que quería buscar «lo divino» en sí misma, reconciliarse con sus propias profundidades, y que de eso esperaba una liberación. Está muy desnutrida, tiene unas sombras muy pronunciadas debajo de los ojos y seguirá pasando mucha hambre con las dos chicas jóvenes que tiene alojadas en su piso, y a quienes tengo la sensación de que les da también parte de su propia ración. Las escasas provisiones de legumbres y de copos de avena que tenía en el sótano se las robaron unos alemanes antes de la llegada de los rusos. Homo homini lupus. Al despedirnos le di dos puros. Los robé con el mayor disimulo de la caja del comandante de la que el señor Pauli ya se ha fumado la mitad. Después de todo, fui yo la que se entregó a cambio de esa ofrenda, no él. Yo tengo mi parte en ella. Gisela podrá obtener algo de comida a cambio.

Por la tarde todavía me dio tiempo de ir por agua. La bomba de agua está de museo. La parte central salida, la palanca rota en varias partes y sujeta con algunos metros de alambre y de cordel. Tres tienen que sujetarla siempre, mientras dos bombean. La gente se ha acostumbrado. Nadie dice una sola palabra. En mis dos cubos flotaban luego astillas y virutas. Tuvimos que colar el agua. Otra vez tengo que maravillarme de que «ésos» construyeran barricadas que no sirven para nada, pero que no pensaran ni por asomo en preparar algunos puntos de abastecimiento de agua para el caso más que probable de un asedio a la ciudad. Ellos mismos asediaron ciudades. Debían conocer el problema. Pero probablemente, a cualquier dirigente que hubiera hablado de instalar bombas de agua, le habrían despachado por derrotista y por cabrón.

Tarde tranquila la de hoy. Por primera vez desde hace tres semanas he abierto un libro, Joseph Conrad, La línea de sombra. Pero me resultaba difícil meterme en la historia. Estoy demasiado empachada de imágenes.