MIÉRCOLES, 6 DE JUNIO DE 1945

Es de nuevo por la tarde, y la máquina de caminar ha regresado a casa. Fuera cae la lluvia. Dentro, en mi buhardilla, oh cielos, también cae el agua por los grifos. He llenado la bañera y me he dado unos buenos chapuzones. Se acabó el trabajoso subir escaleras cargando los pesados cubos de agua.

Otro día de trabajo duro. Estuve con el húngaro buscando locales para alquilar. Antes estuvimos en el ayuntamiento donde el húngaro se ocupó de los papeles, sellos y firmas que atestiguan su probidad y sus planes. Vi allí extravagantes figuras: jóvenes danzarines, una judía largo tiempo en la clandestinidad que hablaba de su operación de nariz, un hombre mayor con una barba rubia de asirio, pintores de cuadros «degenerados». Surgen de todos los escondrijos; tipos de gente que hacía años que no se veían.

Debate acalorado con Ilse y su marido después de una taza de auténtico café: ¿debe el señor R. aceptar una oferta para irse a Moscú? Le ofrecen un buen puesto directivo y mucho dinero… Pero Ilse se defiende con uñas y dientes porque su marido tendría que irse solo en un principio. Él tampoco está muy convencido. Quiere seguir respirando este aire occidental, se ha envalentonado con nuestros planes editoriales y espera un día poder volver a jugar el viejo juego masculino de dinero, poder y coches cada vez más grandes.

Hoy inician los aliados las negociaciones. La radio escupe discursos, rebosa de las bellas palabras con las que nuestros ex enemigos se rinden mutuo homenaje. Yo únicamente entiendo que nosotros, los alemanes, estamos perdidos y entregados, somos una colonia. No puedo cambiar nada en esa situación, tengo que aceptarlo. Voy a intentar tomar el timón de mi pequeña nave en estas aguas. Trabajo duro, pan escaso… pero el viejo sol sigue alumbrando en el cielo. Y quizás el corazón vuelva a pronunciarse otra vez algún día. ¡La de cosas que he tenido en mi vida… a espuertas!