LUNES, 7 DE MAYO DE 1945
Sigue haciendo fresco, pero el cielo está despejado, un pequeño rayo de sol. De nuevo una noche bastante desasosegada. El comandante se despertó numerosas veces y me despertó con sus quejidos. Le han dicho que la rodilla está en fase de mejoría. Sólo cuando le roza algo ahí le duele. No obstante, a mí me amargó la noche. Por cierto, me informó acerca de las dos hermanas juerguistas acuarteladas en el piso abandonado de un miembro del partido. Con los nombres de Anja y Lisa se han hecho al parecer muy populares entre los oficiales rusos. A una de las hermanas la vi en la escalera: muy guapa, de cabello negro y piel blanca, alta y delgada. El comandante informaba encogiéndose de hombros y ligeramente avergonzado acerca de la actividad bulliciosa de las dos mujeres: esta mañana, a plena luz del día, le exhortaron que entrara en el piso, donde las chicas estaban acostadas con dos hombres, y le pidieron sonriendo que se acostara también él... Una oferta que al comandante, de pensamiento burgués, le escandalizaba incluso al relatarlo. Parece que uno de los atractivos de esa casa para los rusos es el lindo hijito de tres años de una de las hermanas. El comandante dice que ya balbucea tres palabras en ruso, y los visitantes lo colman de mimos.
Sigamos con el nuevo día. Es tan extraño vivir sin periódico, sin calendario, sin hora ni final de mes. El tiempo intemporal que corre como el agua y cuyas agujas de reloj son únicamente, para nosotras, los hombres con sus uniformes extranjeros.
A veces me asombra a mí misma el tesón con el que trato de fijar este tiempo intemporal. Es éste mi segundo intento de un soliloquio por escrito. El primero lo emprendí cuando era colegiala. Teníamos quince, dieciséis años. Llevábamos gorros escolares color burdeos, y debatíamos interminablemente acerca de Dios y del mundo. (A veces también sobre chicos, pero muy despectivamente). Cuando nuestro profesor de historia sufrió un ataque de apoplejía en mitad del curso, tuvo que reemplazarle en el puesto una principiante. Una funcionaria de nariz respingona que cayó en nuestro curso como una bomba. Con todo descaro contradecía el contenido de nuestro patriótico libro de historia. A Federico el Grande le llamaba tahúr. En cambio ensalzaba a Ebert, presidente socialdemócrata del gobierno alemán, a quien nuestro antiguo profesor gustaba de tildar irónicamente de «talabartero». Tras semejantes osadías, nos miraba con sus ojos negros relucientes y gritaba con las manos alzadas en señal de súplica: «¡Chicas, cambiad el mundo, porque lo necesita!».
Eso nos gustaba. El mundo de 1930 no era de nuestro agrado. Lo rechazábamos con todas nuestras fuerzas. Era tan confuso y tan cerrado y sin perspectivas para nosotras, jóvenes. Había millones de parados. Todos los días nos decían que la mayoría de las profesiones a las que aspirábamos era inútil y que el mundo podía prescindir por completo de nosotras.
Casualmente tenían lugar por aquel entonces nuevas elecciones al Parlamento alemán. Cada noche había asambleas de los diez o quince partidos mayoritarios. Íbamos allá, en grupitos, incitadas por nuestra funcionaria. Estudiamos a fondo desde los nacionalsocialistas, pasando por el centro y los demócratas, hasta los socialdemócratas y los comunistas. Entre los nazis levantábamos el brazo con el saludo a Hitler, y entre los comunistas nos hacíamos llamar «camaradas». En aquellos días comencé yo mi primer diario con el deseo de formarme una opinión. Durante nueve días, creo, reproduje en él con fidelidad las principales frases de los oradores políticos. Y también mis primeras réplicas juveniles. Al décimo día lo dejé correr a pesar de que a mi cuaderno le quedaban todavía muchas páginas en blanco. No sabía cómo salirme de la maraña de la política. A mis amigas de la escuela les sucedía lo mismo. Nos parecía que cada partido poseía una ínfima parte de razón. Pero todos practicaban y ambicionaban lo que nosotras denominábamos chalaneo: la usura, la caza de cargos, la pelea sin cuartel por el poder. Ningún partido —eso nos parecía— era intachable. Ninguno imprescindible. Hoy opino que acaso deberíamos haber fundado el partido de los dieciseisañeros para satisfacer nuestras exigencias morales. Quien crece, peca.
El lunes nos llegó una visita pasado el mediodía. No del edificio, tampoco de cerca, sino de un barrio de la ciudad a dos horas a pie, en el oeste: de Wilmersdorf. Una chica llamada Frieda, conocida de oídas de la viuda.
Hay toda una historia en torno a ella que comienza con un sobrino de la viuda, un joven estudiante de medicina. Una noche, el susodicho estudiante tenía imaginaria de defensa aérea en su facultad. A la misma hora tenía asignada la imaginaria de defensa aérea otra joven estudiante de medicina. El resultado de esta guardia conjunta fue un embarazo y, como los padres de la chica apremiaban, hubo boda precipitada. Ella con diecinueve años, él con veintiuno. Entretanto, algún general Buscarreclutas pescó al joven para el frente. No se sabe exactamente dónde está ahora. Pero su joven esposa, en el octavo mes del embarazo, se ha ido a vivir con una amiga, justamente esa Frieda que está ahora sentada con nosotras en una silla de la cocina y que trae noticias.
La primera pregunta de la viuda: «¿Os han... también?».
No, Frieda se salvó del todo, bueno, no del todo. Uno la sujetó contra la pared en el pasillo del refugio. Pero fue un momento porque el soldado tuvo que marcharse enseguida. Tenía que hacer la guerra, de manera que no pudo darse el gusto hasta el final. En general, todas las tropas que pasaron por el bloque en el que están alojadas las dos chicas lo hicieron, por así decirlo, al galope, poco antes de la capitulación y sin fijar su residencia en la zona. Por su parte, la futura madre dio unos toquecitos en su barriguita diciendo al mismo tiempo «baby». No la tocaron para nada.
Así nos informó la joven mirándonos con ojos brillantes, como bruñidos. Conozco esos ojos, he visto a menudo en el espejo mis propios ojos con ese brillo, cuando vivía de ortigas y de sémola. Realmente son obstinadas las dos chicas. Por esta razón se pateó durante dos horas las calles —según dijo ella— completamente silenciosas y desiertas. Pide comida para la pariente de la viuda y para la criatura que lleva en su vientre. Dice que la joven se pasa todo el día echada boca arriba y que al menor esfuerzo por levantarse le entran vértigos. Una enfermera la reconoce de vez en cuando y le ha explicado que el feto extrae directamente del cuerpo de la madre las sustancias que necesita para su formación si ésta no se alimenta lo suficiente. Así que gorronea calcio, sangre y masa muscular.
La viuda y yo nos ponemos a buscar lo que creemos poder regalar: algo de la mantequilla y el azúcar del comandante, un bote de leche, un pan, un trozo de tocino. Frieda está encantada. También ella tiene un aspecto lamentable. Tiene las piernas como palos, las rodillas sobresalen como si fueran nudos en la madera. Sin embargo se muestra muy alegre y no la desaniman las dos horas de camino para regresar a casa. Nos ha hecho mucha ilusión recibir a la mensajera de un barrio alejado de la ciudad. La animamos a que nos describa prolijamente el camino que tomó para venir y lo que vio en él. Acariciamos y miramos con ojos brillantes a la tierna chica de dieciocho años, medio consumida por el hambre, que un día —tal como nos cuenta— quiso ser profesora de gimnasia. Bueno… por el momento no habrá demanda de gimnasia en nuestro país. Nos alegramos enormemente por cada movimiento que nos podemos ahorrar. Bueno, nosotras no sino las demás, las personas hambrientas se alegran de verdad. Por ahora eso a mí no me afecta. Todavía me quedan fuerzas. La viuda toca el punto neurálgico cuando le insinúa a Frieda: «¿Cómo es, criatura, que no habéis pescado a ningún ruso, por poco simpático que sea para que os lleve un poco de comida?».
Frieda se ríe con risa boba y dice que en su bloque ya no hay rusos, si no... Y junta los regalos y los guarda en la bolsa de compra que ha traído consigo.
Nos ha levantado mucho la moral esta visita. Así que no estamos aislados de todo el mundo. Podríamos arriesgarnos a un viaje a pie a otros barrios de la ciudad, a casa de amigos y conocidos. Desde entonces no hacemos más que planear una escapada y hablamos de si debemos atrevernos o no. El señor Pauli se opone. Ya nos ve capturadas y detenidas, y obligadas a trabajos forzados, posiblemente en Siberia. Nosotras nos apoyamos en el ejemplo de Frieda, que lo ha conseguido. Y seguimos dale que te dale.
Sigamos. Esto lo escribo ya a última hora de la tarde. Ya tengo tras de mí el primer gran viaje. Llegó de manera sorprendente. Estaba sentada en la repisa de la ventana a pesar de que en la calle apenas se ve a nadie, a excepción de buscadores de agua y de rusos. Entonces llega un ruso pedaleando. Para delante de nuestra puerta: el comandante.
Bajo a todo correr a la calle. Una bicicleta de hombre, nueva, alemana, resplandeciente. Le pido y le mendigo: «¿Puedo dar una vueltecita? Sólo cinco minutos, ¿sí?». El comandante está en el bordillo y mueve la cabeza negativamente. No está muy seguro. Teme que me puedan robar la bicicleta en el camino. Pero al final logro convencerlo.
Sol. En un santiamén siento calor. Le doy a los pedales todo lo rápido que puedo. El viento zumba en mis oídos. Voy a toda mecha porque me hace feliz después de toda esta penosa vida sedentaria, y también para que no me pare nadie ni me roben la bicicleta. Paso junto a ruinas negras calcinadas. Por aquí la guerra ha pasado un día antes que en nuestra zona. Ya se ven civiles barriendo las aceras. Dos mujeres empujan una camilla completamente calcinada, extraída quizás de los escombros. Encima hay una anciana echada cubierta por una manta de lana, con el rostro exangüe; pero todavía con vida.
Cuanto más pedaleo hacia el sur, más atrás va quedando la guerra. Por aquí ya se ve a alemanes charlando en grupos. En nuestro rincón, los hombres no se atreven todavía. Incluso se ve a niños con aspecto demacrado y extrañamente silenciosos. Mujeres y hombres cavan en los jardines. Sólo se ve a algún ruso de vez en cuando. Ante el túnel se alza todavía una barricada levantada por las milicias del Volkssturm. Desmonto, paso la bicicleta por el resquicio libre a uno de los lados. Detrás del túnel, en el césped delante de la estación de cercanías, hay un montículo de tierra con flores y, clavadas en él, tres estacas pintadas de rojo chillón. En cada estaca hay una placa fijada a ella, papel manuscrito tras un cristal y con una tira de papel como orla. Leo en las placas tres nombres rusos y las fechas de sus defunciones, 26 y 27 de abril de 1945.
Me quedé allí un buen rato. Es, si no recuerdo mal, la primera tumba rusa que veo tan de cerca. Mientras pedaleaba vi fugazmente algunos camposantos, placas conmemorativas desmoronadas, cruces torcidas, aflicción y pobreza. En nuestros periódicos nos informaban machaconamente de que los rusos escondían a sus muertos de guerra como si se tratara de una ignominia, y los enterraban en fosas comunes apisonando luego la tierra por encima para hacer irreconocible el lugar. Eso no puede ser cierto. Esas estacas y esos carteles los deben de traer consigo. Son manufacturas, fabricadas siguiendo un esquema, con una estrella blanca de madera encima… Un producto burdo, barato, tremendamente feo, pero sin duda un monumento de un rojo brillante, extremadamente claro, chillón, cegador, imposible de pasar por alto. En su país levantarán también tales estacas. Por consiguiente practican un culto funerario, rinden honores a sus héroes a pesar de que su dogma oficial no habla de resurrección de la carne. Si se tratara únicamente de una mera marca de las tumbas con la finalidad de dar una nueva sepultura posterior, bastaría con un simple letrero con un nombre o un número. Entonces podrían ahorrarse toda esa pintura roja y el tallado de las estrellas. Pero no, rodean la muerte del soldado de un halo rojo, sacrifican trabajo y madera aprovechable para una aureola, por muy insignificante que ésta sea.
Vuelvo a pedalear lo más rápido que puedo. Ya diviso la casa de campo que alojó a mi empresa de manera provisional. ¿Habrá sobrevivido el crío de la planta baja todo este tiempo sin leche?
No está el niño, ni su joven madre, no hay nadie de los que se hospedaban en la planta baja. A mis llamadas y golpes a la puerta aparece al cabo de un rato un hombre mayor, mal afeitado, vestido con una camiseta sucia. Pasa otro rato hasta que lo reconozco. Se trata del antiguo apoderado de la que fue nuestra editorial, en otro tiempo impecablemente vestido hasta el cuello de la camisa, ahora desharrapado y sucio. Me reconoce pero no muestra ninguna emoción. Dice en un tono malhumorado que él y su esposa buscaron refugio aquí cuando el último día de guerra quedó destrozada su vivienda. Por lo demás, la casa de campo está vacía, no hay ni muebles. El apoderado se la encontró ya sin muebles. No sabe si fueron alemanes o rusos quienes se los llevaron. Presumiblemente tanto los unos como los otros. La casa está patas arriba y por todas partes hay suciedad. Apesta a excrementos y a orina. De todas formas, en los sótanos sigue habiendo una montaña de carbón. Encontré una caja de cartón vacía, la llené de briquetas para disgusto del apoderado. Pero el carbón es tan suyo como mío. Ni se le pasó por la cabeza ayudarme. Con esfuerzo cargué con el peso hasta la bicicleta. Até la caja al portapaquetes con el cinturón de mi vestido y un trozo de cuerda que encontré tirado.
Iba, de vuelta, a gran velocidad. Subí la calle a la carrera. Esta vez pasé al lado de interminables hileras de soldados sentados en los bordillos. La típica infantería, soldados rasos, cansados, sucios, llenos de polvo, con barba de varios días en sus sucias caras. Hasta entonces no había visto a rusos así. Ya me había dado cuenta de que en nuestras casas teníamos a tropas de élite, artillería, transmisiones, gente lavada y bien afeitada. En la escala más baja estaban los soldados de intendencia y las tropas de refuerzo. Olían a caballo, pero no daban ni mucho menos una impresión de cansancio tan grande como estos soldados de aquí. Están demasiado rendidos como para preocuparse de mi bicicleta. Apenas alzaban la mirada. Era palpable que tenían tras de sí una larga marcha forzada.
Rápido, rápido, ahí está ya nuestra esquina. Alrededor del antiguo cuartel de la policía pululan muchos coches. Los motores rugen profunda e intensamente. Huele a gasolina de verdad. Los coches alemanes no olían así.
Jadeando y orgullosa, subo las escaleras con la bicicleta y la carga de briquetas. El comandante viene hacia mí corriendo, muy nervioso, ya se imaginaba que habían robado la bicicleta y a mí vete-tú-a-saber. Entretanto ha aparecido también el uzbeko. La viuda lo envía enseguida con dos cubos a la bomba de agua. Para nosotras ya es como de la familia. Se va trotando y con cara de bonachón a llenarnos los cubos.
Estoy atontada por el sol, y dichosa por esta vuelta tan rápida. Me siento tan contenta, tan animada como hacía semanas que no me sucedía. Además, el comandante ha traído vino de Tokay, de calidad superior. Bebemos. Me siento francamente bien. El comandante se quedó hasta las cinco de la tarde. Cuando se fue ya me sentía mal. Lloré.
(Garabatos escritos en el margen algunas semanas después, para uso de novelistas: «Durante tres latidos, el cuerpo de ella se fundió con el cuerpo del otro encima de ella. Sus uñas se clavaron en el cabello del otro. De su garganta surgieron gritos, y ella escuchaba la voz del otro susurrarle palabras extrañas, incomprensibles. Un cuarto de hora después estaba sola. A través de los cristales rotos penetraba el sol en amplios haces de luz. Se estiró y gozó de la pesadez de sus miembros. Se pasó la mano por los mechones de cabello revueltos de su frente. De pronto sintió con una claridad inquietante cómo otra mano, la mano del amigo lejano y quizás muerto hace tiempo ya, le acariciaba el cabello. Sintió hincharse algo dentro de ella, llenarse hasta rebosar. Las lágrimas le cayeron en torrente de los ojos. Se revolcó en la cama dando puñetazos al colchón. Se mordió las manos, los brazos, hasta llenarse de moratones. Aulló con la cara pegada a la almohada y deseó morir»).