RETROSPECTIVA DEL LUNES, 30 DE ABRIL DE 1945

Madrugada, gris y rosa. Sopla un viento frío a través de los huecos de las ventanas. Tengo sabor a humo en la boca. De nuevo el canto del gallo. Esta hora temprana la tengo yo para mí sola. Friego, barro colillas, espinas y migas de pan, froto los círculos de aguardiente secos del tablero de la mesa. Luego un parco lavado matinal en el cuarto de baño con dos tazas de agua. Entre las cinco y las siete, mientras la viuda y el señor Pauli todavía duermen, mi hora más feliz, si es que se puede hablar de felicidad en estos tiempos. Es una felicidad relativa. Remiendo y zurzo un poco y enjabono mi segunda camisa. Bien sabemos que a estas horas no aparecerá ningún ruso.

A partir de las ocho comienza el habitual desfile por la puerta trasera abierta. Toda clase de hombres desconocidos. De repente hay dos o tres ahí dando vueltas en torno a mí y a la viuda, intentan tocarnos, tienen la avidez del zorro. Pero la mayoría de las veces aparece uno de nuestros conocidos y nos ayuda a quitarnos de encima a los desconocidos. Oí cómo Grischa les ponía al corriente del tabú, le oí nombrar a Anatol. Y estoy de lo más orgullosa de haber logrado domesticar a uno de los lobos, acaso el más fuerte, para que me mantenga lejos del alcance del resto de la manada.

Hacia las diez subimos a la vivienda de los libreros, tras cuyas excelentes cerraduras de seguridad siguen buscando refugio todavía una docena de vecinos. Nos dejaron entrar después de llamar a la puerta con los nudillos. Se había convocado una reunión de vecinos.

Una aglomeración de hombres y mujeres. No reconocí enseguida a la gente del refugio. Algunos han cambiado increíblemente de aspecto. Casi todas las mujeres tienen el pelo cano o con mechas grises; les falta el acostumbrado tinte de peluquería. Incluso los rostros parecen extraños, desarreglados y viejos.

Nos distribuimos alrededor de la mesa a toda prisa, temerosos de que nuestra «reunión» pudiera llamar la atención de los rusos y ser malinterpretada por ellos. A toda velocidad, lo más deprisa que puedo, les cuento las novedades que conozco por los periódicos rusos y por los rusos, principalmente por Andréi y Anatol: cerrado el cerco a Berlín; tomados todos los suburbios periféricos, sólo en Tiergarten y en Moabit sigue habiendo violentos combates; capturados generales en masa; Hitler podría estar muerto, pero no se sabe con seguridad; de Mussolini se dice que lo han fusilado los italianos; los rusos han llegado hasta el Elba, se han encontrado allí con los americanos y han confraternizado con ellos.

Todos escuchan ansiosos. Para ellos todo esto es nuevo. Miré a mi alrededor, le pregunté a la de Hamburgo por su hija, por Stinchen la de la venda en la cabeza. Y me contesta con sus eses sonoras que la chica vive prácticamente en el altillo de la vivienda. Se pasa todas las noches y la mayor parte del día allí arriba detrás del mantel de la cocina. Los rusos ni sospechan de la existencia de esos altillos. En su tierra no se conocen esos extraños habitáculos. En otro tiempo se colocaban en ellos las maletas; y en épocas más lejanas se decía que dormían ahí las sirvientas. Así que Stinchen lleva una vida de vegetal en ese estrecho y mohoso habitáculo con sábanas, orinal y colonia. Y en cuanto se oye ruido de pasos o cualquier otro sonido, corre —según dice su madre— la cortina de su zulo. En cualquier caso, Stinchen sigue siendo virgen.

Volvimos a casa, escaleras abajo. Hace tiempo ya que nuestra casa es una casa de soldados. Por todas partes hay tufo a caballo. Trozos de boñiga dispersos que los soldados arrastran con sus botas. Los vencedores no se andan con cumplidos. Mean en los muros de las casas, donde les da la gana. Hay charcos de orina en los descansillos de la escalera y en la entrada de la casa. Dicen que no se comportan de manera muy diferente en sus propias casas, abandonadas ahora a su merced.

En nuestra cocina nos esperaba ya, erguido como un centinela, el niño Vania, con su fusil de asalto preparado. Con sus ojos de perro fiel se volvió a ofrecer como compañía para ir al refugio. Otro descenso a la oscuridad. En el pasillo había algunos rusos echados en el suelo durmiendo en pleno día, con sábanas y edredones que se han agenciado en alguna parte. En un rincón, bajo la escalera de caracol, había uno echado impidiéndonos el paso. Debajo de él, un charco. Gruñendo por las patadas de Vania, se hizo a un lado. Vania, a sus dieciséis años, es ya sargento y hace valer su rango. Andréi me ha contado que Vania trabajaba en una hacienda de la Prusia Oriental y se enroló en el ejército ruso que avanzaba victorioso en la batalla. Gracias a algunos actos heroicos ascendió enseguida en la jerarquía.

En el sótano tanteábamos en busca de las cosas de la viuda. Cosas que yo no conozco y que la viuda tampoco recuerda con exactitud, o dice no recordar bien. Pero ella agarra de aquí y de allá lo que le parece que puede servirle. A la débil luz de las claraboyas y con la ayuda de la linterna de Vania juntamos patatas y cebollas. De un anaquel cogimos algunos tarros con confitura que habían quedado milagrosamente ilesos.

Se nos acercó un tipo de ojos rasgados diciendo cochinadas en su idioma, entremezclando algunas palabras en alemán. A lo que Vania, pasando al lado del tipo ese, le espetó: «Ya basta». Y el de los ojos rasgados se largó.

Almuerzo. Seguimos teniendo de todo y en abundancia. En comparación con mis pobres comidas cuando vivía sola en la buhardilla, llevo ahora una vida opulenta. Ya no como más ortigas sino carne, tocino, mantequilla, guisantes, cebollas, verdura en conserva. El señor Pauli deglute en su lecho de dolor como una fiera. Pero con la compota de pera empezó a renegar después de sacarse una esquirla de cristal, larga y afilada, de entre los dientes. También yo me saqué una punta afilada de la boca. El tarro de compota de nuestro saqueo en el refugio estaba roto.

Sigue habiendo guerra fuera. Nuestra nueva oración de mañana y tarde: «Todo esto se lo debemos al Führer». Una frase que en los años de paz se pronunciaba miles de veces, en los discursos, en señal de alabanza y de agradecimiento, y aparecía pintada en carteles propagandísticos. Ahora, dándole la vuelta, sin cambios en la pronunciación pero sí en su contenido, se convierte en burla y escarnio. Creo que a este fenómeno se le denomina conversión dialéctica.

Tarde tranquila. Anatol había salido con sus hombres. Se dice que están ultimando los preparativos para la conmemoración del Primero de Mayo. Tememos ese día festivo. A todos los rusos —se oye comentar— les darán aguardiente para la ocasión.

Anatol no está. En su lugar apareció hacia las nueve de la noche un tipo bajito, entrado en años, picado de viruelas y con las mejillas rajadas. Latidos fuertes del corazón. ¡Qué rostro más repugnante!

Sin embargo, tiene modales educados y su manera de hablar es absolutamente elegante. Es el primer militar que me llama «graschdanka», «ciudadana», el tratamiento que se les da a las mujeres desconocidas a quienes no se puede dar el título de «camarada». Se presentó a sí mismo como el nuevo oficial adjunto de Anatol con el encargo de éste de anunciar su presencia para la hora de la cena y de aportar todo lo necesario. Todo esto lo dijo desde el otro lado de la puerta principal con la cadena puesta que yo no me había atrevido a quitar.

Le dejé entrar. Le ofrecí una silla. Se le veía ansioso por entablar una conversación conmigo. Con toda seguridad es consciente de la poca confianza que inspira su rostro y por ello se esfuerza doblemente por agradar por otros canales. Me confió que su casa estaba en el Cáucaso, en una región visitada también por Pushkin y donde éste encontró inspiración para algunas de sus obras. Yo no le entendía todo, se expresaba en términos muy cultos, formaba frases muy largas, complicadas. Pero de todas formas pude citar algunos títulos cuando pronunció la palabra clave «Pushkin», como por ejemplo Borís Godunov y El inspector de postas. Le conté que el libro El inspector de postas fue llevado al cine hace algunos años en Alemania, lo cual le produjo una gran alegría. En una palabra, pura charla de salón, una verdadera rareza. No puedo decir que conozca bien a estos muchachos, siempre pienso curiosa en la próxima sorpresa que nos tendrán reservada.

De repente llegan ruidos y voces de hombres desde la cocina. ¿Será Anatol? El caucasiano bajito dice que no, pero me acompaña sin vacilar hasta la cocina, de la que justo en ese momento sale la viuda despavorida gritando:

«¡Cuidado! ¡Petka!».

¿Petka? ¡Dios mío!, sí, el que faltaba. Petka, el del pelo a cepillo y las manazas de leñador que tanto temblaban cuando me soltó su penoso galanteo de Romeo.

Entramos los tres en la cocina. Sobre el aparador hay una pequeña lamparilla mariposa casi consumida del todo. Se ve además la luz centelleante de una linterna de bolsillo a punto de apagarse que acciona un ruso a quien no había visto nunca. El otro es sin lugar a dudas Petka, lo reconozco por la voz. Desde anteayer (sí, fue realmente anteayer) su amor por mí se ha convertido en odio contra mí. Petka, el siberiano desbancado, se acerca a mí nada más verme. Tiene el pelo erizado (la gorra está quién sabe dónde). Sus ojitos destellan. Está borracho como una cuba.

En el rincón, junto a la ventana, hay una máquina de coser. Petka la levanta del suelo agarrándola de la tapa que la cubre y la lanza hacia mí a través de la cocina. El mueble cruje al estrellarse contra las baldosas. Me agacho y le grito al pequeño caucasiano: «¡Ve a buscar a Anatol!», y me sitúo detrás del otro soldado, el desconocido que vino con Petka. Le suplico ayuda frente al borracho. Petka se pone ahora a dar puñetazos hacia donde estoy yo, pero no consigue darme a causa de su tremenda borrachera. Inesperadamente sopla en dirección a la débil llama del aparador y la apaga. Y la linterna deja de funcionar completamente. Nos quedamos a oscuras. Oigo jadear a Petka, huelo su apestoso aliento de borracho. En realidad no siento miedo. Estoy demasiado ocupada en evitar a Petka, en ponerle una zancadilla. Además siento cerca a mis fuerzas aliadas. Por fin conseguimos llevarlo entre todos hasta la puerta trasera. La linterna vuelve a dar algunas ráfagas de luz. No hacemos más que arrimar a Petka a la escalera de caracol y se cae algunos escalones abajo. Al tropezar me grita que soy mala, una basura… y me menta a mi madre.

La una de la madrugada. Así pues, ya estamos a martes, 1 de mayo. Estaba sentada en el sillón, me encontraba terriblemente cansada. El bajito ayudante adjunto se había vuelto a marchar. Ahora iba a buscar de verdad a Anatol. Yo aguzaba el oído, dormitaba… Hacía rato que la viuda y el señor Pauli se habían ido a dormir. Yo no me atrevía, me quedé a la espera…

Por fin golpes en la puerta principal. Otra vez el bajito. Esta vez viene cargado con tocino, pan, arenques, un cazo lleno de aguardiente. Dando traspiés a causa de la modorra entro en la cocina en busca de vasos y platos, pongo la mesa con la ayuda del bajito. Los filetes de arenque están cuidadosamente enrollados y sin espinas. Bostezo. El pequeño me consuela: «Enseguida vendrá Anatol».

Y, efectivamente, a los diez minutos aparece en compañía del teniente rubio que sigue cojeando y ayudándose del bastón de excursionista alemán. Anatol me sienta en sus rodillas, bosteza: «Yo, sueño…».

Apenas estamos sentados los cuatro a la mesa comiendo y bebiendo cuando vuelven a llamar a la puerta. Uno de los hombres de Anatol viene a buscar a éste y a su ayudante adjunto para que se presenten al comandante. Parece que va a haber movimiento esta noche; ¿o tiene quizás todo que ver con los preparativos de la fiesta del Primero de Mayo? Anatol se levanta dando un suspiro, desaparece. El ayudante bajito da un gran bocado a su rebanada de pan con tocino y sale masticando detrás de él.

Se han marchado. Sólo se ha quedado el rubio platino. Camina penosamente por la habitación, desasosegado, apoyándose en el bastón. Se vuelve a sentar. Se me queda mirando fijamente. La vela flamea. Estoy que me caigo al suelo del sueño que tengo. Se me han ido todos los vocablos rusos de la cabeza.

El rubio platino me mira fijamente, pensativo. Dice que va a quedarse aquí. Me dispongo a enseñarle la habitación pequeña. No, quiere quedarse en esta habitación. Le pongo una manta en el sofá. No, quiere la cama, dice refunfuñando, tozudo, monótono, como un niño agotado de cansancio. Bueno… vale. Yo me echo vestida como estoy en el sofá. No, quiere que vaya con él a la cama. No quiero. Entonces empieza a importunarme en el sofá. Le amenazo con Anatol. El rubio se ríe groseramente: «Ése ya no vendrá esta noche».

Me levanto, quiero ir a la habitación pequeña o a la habitación de al lado con la viuda, a cualquier parte. Entonces cede él. Se conforma con el sofá, se envuelve en la manta. Entonces me echo vestida en la cama, sólo me he quitado los zapatos.

Al poco rato me incorporo asustada, escucho en la oscuridad el bastón que se acerca tanteando. Otra vez lo tengo aquí, quiere meterse conmigo en la cama. Estoy atontada de cansancio. Me opongo, balbuceo alguna frase, no quiero. Él no cede, insiste, su apremio es penoso, triste. En un par de ocasiones repite malhumorado: «Soy joven». Tiene como mucho veinte años.

Una de las veces, mientras me resisto, le doy en la pierna herida. Lanza un quejido profundo, me insulta, me da un puñetazo torpe. Luego se agacha desde la cama al suelo buscando algo. Al cabo de un rato comprendo que está buscando el bastón que ha dejado tirado frente a la cama. Es un bastón de excursionista lleno de nudos. Si me da con él en la cabeza en la oscuridad, se acabó todo. Intento sujetarle las manos, tiro de él desde el borde de la cama. De nuevo empieza él a incordiar. Yo susurro: «Esto es como con los perros…». Una frase que le gusta extraordinariamente, pues la repite una y otra vez con hosco semblante. «Sí… está bien eso..., como con los perros… muy bien… amor de perros… amor de perros…». De vez en cuando caemos los dos, derrotados, en un sueño de escasos minutos, luego vuelve a insistir y a intentar abrirse camino… Estoy tan escocida, tan hecha polvo, me resisto apática en ese duermevela, tiene los labios muy fríos…

A eso de las cinco, con el primer canto del gallo, se levantó haciendo un gran esfuerzo, se subió los pantalones y retiró de su herida dentada la sucia gasa del vendaje. Yo, a la vista aterradora de aquello, le digo instintivamente: «¿Puedo hacer algo?». Él niega con la cabeza, clava los ojos en mí durante un rato… y escupe súbitamente ante mi cama, escupe desprecio. Se fue. Se desvaneció una pesadilla. Aún pude dormir tres horas como un tronco.