VIERNES, 20 DE ABRIL DE 1945, CUATRO DE LA TARDE
Sí, la guerra viene arrollando sobre Berlín. Lo que ayer era tan sólo un retumbar lejano es hoy un redoble constante. Se respira fragor de mortero. El oído, ensordecido, ya sólo percibe los disparos del calibre más grueso. Hace ya mucho que dejó de distinguirse su procedencia. Vivimos en un cerco de cañones que se va estrechando con cada hora que pasa.
De vez en cuando hay horas de un silencio inquietante. De pronto se le pasa a una por la mente que es primavera. A través de las ruinas calcinadas del barrio sopla vaporosamente el aroma de las lilas desde jardines sin dueño. El muñón de la acacia de delante del cine ha reverdecido rabiosamente. En algún momento, entre las alarmas, los jardineros deben de haber cavado, pues en los cenadores de la Berliner Strasse se ve tierra recién labrada. Sólo los pájaros desconfían de este abril; nuestros canalones están sin gorriones.
A eso de las tres, el repartidor de periódicos detuvo su vehículo junto al quiosco. Ya había unas veintitantas personas esperándole con impaciencia. En un abrir y cerrar de ojos desapareció en una nube de manos y monedas de diez pfennigs. Gerda, la mujer del portero, pescó un puñado de ejemplares de la «edición de noche» y me dejó uno. Ya no es un periódico de verdad sino tan sólo una especie de edición extra, impreso a dos páginas y con la tinta todavía húmeda. De camino, lo primero que leí fue el parte de guerra. Nuevos nombres de localidades: Müncheberg, Seelow, Buchholz. Suenan condenadamente cercanos, ya en la Marca de Brandeburgo. Un vistazo al frente del oeste. ¿Qué nos importa ese frente a nosotros en estos momentos? Nuestro destino viene arrollando como un rodillo por el este y transformará nuestro clima como antaño lo hizo la era glacial. ¿Por qué? Una se atormenta con preguntas estériles. Tan sólo quiero vivir el día a día, acometer las tareas cotidianas.
Alrededor del quiosco hay muchos grupos de personas, rostros lechosos, murmullos:
«No puede ser. Quién se habría imaginado algo así».
«A todos nos quedaba un resto de esperanza».
«Ya no le importamos a nadie. Estamos apañados».
Y refiriéndose al oeste de Alemania: «Los de allí lo llevan bien. Lo han superado». La palabra «rusos» no la pronuncia nadie. No quiere salir de los labios.
De nuevo en la buhardilla. No es mi hogar. Ya no tengo ninguno. A decir verdad, la habitación amueblada que destruyeron en un bombardeo tampoco era mía. De todas formas, en el transcurso de los seis años que habité en ella, la llené con mi aliento de vida. Con mis libros y cuadros y los cientos de cosas que una va amontonando consigo. Mi estrella de mar del último verano de paz en la isla de Norderney. El tapiz que me trajo Gerd de Persia. El despertador abollado. Fotos, viejas cartas, la cítara, mis monedas de doce países, el bordado comenzado… Todos los recuerdos, pieles, cáscaras, posos, todos los cachivaches latentes de los años vividos.
Ahora que todo ha desaparecido y tan sólo me queda una maleta pequeña con ropa, me siento desnuda y ligera. Como ya no poseo nada, me siento dueña de todo. De esta buhardilla ajena, por ejemplo. Bueno, tampoco es del todo ajena. El propietario es un antiguo colega mío del trabajo. Muchas veces estuve aquí como invitada, cuando aún no le habían llamado a filas. Hacíamos negocios muy de moda en esos tiempos: sus latas danesas de carne en conserva por mi coñac francés; mi jabón francés por las medias que recibía él vía Praga. Aún tuve tiempo para comunicarle que habían bombardeado mi casa y me dio permiso para mudarme aquí. La última vez que recibí noticias suyas fue desde Viena, donde trabajaba para el ejército en el Departamento de Censura. ¿Dónde estará ahora…? En cualquier caso, las buhardillas no andan muy solicitadas. Además, están llenas de goteras porque las tejas están destrozadas en parte o se las llevó el viento.
No encuentro calma aquí arriba, voy de un lado a otro sin descanso por las tres habitaciones del piso. De manera sistemática he registrado todos los armarios y alacenas en busca de algo útil, esto es, en busca de algo comestible, bebible, combustible. Por desgracia sin encontrar prácticamente nada. La señora Weiers, que hacía la limpieza aquí, se me habrá adelantado. Ahora todo es de todos. Apenas se tiene apego a las cosas, ya no se hace una distinción clara entre la propiedad de uno y la de los demás.
Enganchada en el borde de un cajón encontré una carta dirigida al propietario. Me daba vergüenza leerla, y sin embargo lo hice. Una enamorada carta de amor. La tiré al retrete. (Por ahora seguimos teniendo agua la mayor parte del tiempo). Corazón, dolor, amor, impulsos. Qué palabras más lejanas y extrañas. Por lo visto, una vida amorosa refinada y exigente presupone una sucesión regular de comidas. Mi centro vital es, mientras escribo estas líneas, la barriga. Todo pensamiento, sentimiento, deseo y esperanza comienza en la comida.
Dos horas más tarde. El hornillo de gas está prendido con una llama mortecina. Hace horas que las patatas están cociéndose. Las patatas más miserables del campo, que ni sirven para destilar, se desintegran hasta hacerse puré y saben a cartón. Una me la tragué medio cruda. Desde esta mañana temprano me estoy atiborrando. En la tienda de Bolle canjeé los cupones de la leche que me envió Gerd en navidades. Ya era hora. La vendedora servía con la lechera muy inclinada y dijo que ya no iba a llegar más leche a Berlín. Eso significará mortalidad infantil.
En la calle di algunos sorbos. En casa me llené el estómago de puré de sémola y a continuación engullí un pedazo de pan. En teoría estoy satisfecha como hacía mucho tiempo que no lo estaba. En la práctica me atormenta un hambre bestial. Por comer me he convertido en una persona hambrienta de verdad. Ciertamente existe una explicación científica para este hecho. Parece que la comida excita la secreción gástrica y predispone los jugos para la digestión. Y cuando éstos se disponen a cumplir su cometido, resulta que el proceso termina abruptamente debido a la escasa ingesta. Entonces los jugos gástricos protestan.
Revolviendo entre los escasos restos de la biblioteca del dueño de la casa (también encontré allí la libreta sin usar en la que estoy escribiendo ahora mismo), abrí una novela al azar. Ambiente nobiliario inglés; en ella la siguiente frase más o menos: «… arrojó una mirada fugaz sobre su intacta comida, se levantó y se fue de allí…». Ya había avanzado unas diez líneas más en la lectura cuando volví a ese pasaje como atraída por una fuerza magnética. La leí quizás una docena de veces y me sorprendí arañando las letras con las uñas como si pudiera entresacar esa comida —prolijamente descrita con anterioridad— desde la letra impresa. Vaya locura. Es el comienzo de una demencia leve por hambre. Es una lástima no poder verificar esta suposición en la novela Hambre escrita por Hamsun. Incluso si no hubieran bombardeado mi casa, tampoco poseería yo el libro. Hace más de dos años me lo robaron en el metro. Lo llevaba en la bolsa de la compra envuelto con una cubierta de fibra de rafia. Al parecer, el ladrón lo confundió con la cartilla de racionamiento. ¡Pobre! ¡Qué decepción debió de llevarse! Por cierto, ésa sería una historia que le habría gustado a Hamsun.
Esta mañana en la panadería circulaba este rumor: «Cuando vengan se llevarán todos los comestibles de las casas. No nos darán nada. Han acordado que los alemanes pasemos hambre durante ocho semanas al menos. En Silesia la gente sale ya a los bosques a cavar en busca de raíces. Los niños la palman. Los viejos comen hierba como las bestias».
Hasta aquí la opinión popular. Nadie sabe nada. Ya no hay reparto del Völkischer Beobachter. Ya no hay ninguna señora Weiers que venga a leerme durante el desayuno las líneas de la infamia en negrita. «Deshonrada una anciana de setenta años. Monja violada veinticuatro veces». (Pero ¿quién iba contando las veces?). Así son los titulares. ¿Pretenden acaso incitar a los hombres de Berlín a protegernos y defendernos a nosotras, mujeres? Qué ridículo. Lo que de verdad consiguen así es que miles de mujeres y de niños indefensos huyan hacia el oeste por las carreteras de evacuación donde con toda probabilidad morirán de hambre o reventarán por el fuego de las ametralladoras. Al leer le brillaban los ojos a la señora Weiers y se le abrían mucho. Algo en ella gozaba con el horror. O quizás su subsconsciente se alegraba de que no le hubiera tocado a ella. Pues tenía miedo, y quería marcharse a toda costa. No la he visto desde anteayer.
La radio lleva cuatro días muda. Una y otra vez nos damos cuenta de los objetos de dudoso valor que nos ha procurado la técnica. No tienen ningún valor en sí, son valiosos siempre y cuando haya una conexión o un enchufe. El pan tiene un valor absoluto. El carbón tiene un valor absoluto. Y el oro es oro en Roma, Perú o Breslau. En cambio la radio, la cocina de gas, la calefacción central, el hornillo eléctrico, todos esos grandes regalos de la era moderna no son más que un lastre inútil en cuanto falla la central. Nos encontramos en estos momentos de regreso a siglos pasados. Somos habitantes de las cavernas.
Viernes, aproximadamente las siete de la tarde. He hecho rápidamente un último viaje en tranvía en dirección al ayuntamiento. Ecos de explosiones, zumbidos, sonido incesante de la artillería. La revisora tenía que alzar su débil voz contra el fragor. Yo devoraba los rostros de las personas. En ellos se refleja lo que nadie pronuncia. Nos hemos convertido en una nación de mudos. Sólo en el ambiente familiar de los refugios antiaéreos se atreve la gente a hablar entre sí. ¿Cuándo volveré a viajar en tren? ¿Existirá ese día? En la hoja informativa pone que a partir de mañana los billetes de las categorías I y II, con los que nos han estado jorobando estas últimas semanas, dejarán de ser válidos… Únicamente los poseedores de la tarjeta roja de la categoría III podrán utilizar los medios de transporte públicos. Así que quizás una de cada cuatrocientas personas. Así que ninguna. Así que se acabó.
Tarde fría, grifos secos. Mis patatas siguen cociéndose al calor de la diminuta llamita de gas. He estado haciendo cosas, llené unas bolsas con guisantes, cebada, harina y achicoria, y las amontoné en una caja de cartón. Otro hatillo más que arrastrar al refugio. Tuve que desatar los nudos de nuevo cuando me acordé de que me había olvidado de la sal. Sin sal, el cuerpo no puede aguantar, al menos no por mucho tiempo. Y debemos prepararnos para una larga temporada en el refugio.
Viernes, 11 de la noche, en el refugio, a la luz de una lamparilla de petróleo, mi libreta sobre las rodillas. Hacia las diez cayeron tres o cuatro bombas seguidas. Simultáneamente se puso a aullar la sirena de alarma. Eso significa que ahora la accionan manualmente. No hay luz. Desde el martes hay que bajar las escaleras a oscuras. A tientas y a trompicones. En algún lado chirría una dínamo manual arrojando sombras gigantescas sobre la pared de la escalera. El viento sopla a través de los cristales rotos y hace traquetear las persianas para el oscurecimiento que ya nadie se preocupa de bajar… ¿Para qué?
Pies que escarban. Granadas que estallan. Lutz Lehmann grita: «¡Mamá!». El camino al refugio va desde la calle hasta la entrada lateral, luego hay que ir escaleras abajo, recorrer un pasadizo y pasar por el patio ancho a cielo abierto, con el firmamento y el zumbido de avispa de los aviones que nos sobrevuelan. Otra vez escaleras abajo, umbrales, pasillos. Por fin, tras una puerta de hierro que pesa toneladas, con doble palanca de cierre y con los bordes revestidos de caucho, nuestro refugio. Oficialmente denominado espacio de protección. Nosotros lo llamamos cueva, submundo, catacumba del miedo, fosa común.
Un bosque de troncos, tan sólo descortezados, soporta el techo. Incluso en este ambiente cerrado siguen oliendo a resina. El viejo Schmidt, el de las cortinas, charla todas las noches sobre cálculos estáticos según los cuales el bosque de vigas resistiría aunque cayera la casa. Y esto siempre y cuando las masas de escombros cayeran en unos ángulos determinados y dependiendo de unas determinadas relaciones de peso. El casero, que debería saberlo, no puede confirmarnos que eso sea realmente así. Se largó a Bad Ems y ya es norteamericano.
La gente del refugio de esta casa está en cualquier caso convencida de que su cueva es una de las más seguras. Nada más ajeno que un refugio ajeno. Ya hace casi tres meses que vengo a éste, y sin embargo me sigo sintiendo forastera. Cada refugio tiene sus tabúes, sus manías. En mi antiguo refugio tenían la manía del aprovisionamiento de agua en previsión de incendios. Por todas partes chocabas con jarras, cubos, ollas, bidones llenos de agua sucia. No obstante, la casa acabó ardiendo igual que una antorcha. Toda aquella agua sucia sirvió lo mismo que un escupitajo.
La señora Weiers me contó que en su refugio campea la manía del pulmón. Nada más caer la primera bomba se inclinan todos hacia delante y respiran mínimamente al tiempo que presionan las manos contra el pecho. Alguien les dijo que eso impedía desgarros pulmonares. En este refugio de aquí tienen la manía del muro. Todos se sientan apoyando la espalda en el muro exterior. Únicamente hay un hueco libre en esta serie, bajo la rejilla de ventilación. En los bombardeos se añade a ésta la manía del pañuelo: todos sacan un pañuelo preparado para la ocasión, se cubren con él la nariz y la boca, y se lo anudan en la parte posterior de la cabeza. Eso no lo había visto yo en ningún otro refugio. No sé para qué puede ser útil el trapo ese. ¡Pero si se sienten mejor así…!
Por lo demás se trata de la habitual gente de un refugio sentados en las habituales sillas de refugio de todo tipo, desde la silla de cocina hasta el sillón de brocado. La gente: la mayoría perteneciente a la alta y pequeña burguesía, salpimentada de elementos proletarios. Miro a mi alrededor, anoto:
Delante, la mujer del panadero, dos mofletes rojos y gordos bajo su abrigo con el cuello de piel de cordero. La viuda del boticario que hizo un curso de socorrismo y que a veces, rodeada de otras mujeres, echa las cartas sobre dos sillas juntadas. La señora Lehmann, con el esposo desaparecido en el frente del este, el bebé en el brazo durmiendo dentro de una funda abrigada, y el pequeño Lutz de cuatro años durmiendo en su regazo y con los cordones de los zapatos balanceándose suavemente. El joven de los pantalones grises y gafas de concha, que al mirarlo con más detenimiento resulta ser una chica. Tres hermanas mayores, modistas, sentadas allí como si fueran un flan negro. La chica refugiada, procedente de Königsberg, en la Prusia Oriental, con sus escasos trastos reunidos apresuradamente. Schmidt, a quien tras el bombardeo de su domicilio destinaron a este refugio, mayorista de cortinas y que, a pesar de su avanzada edad, es un parlanchín sin pausa. El matrimonio de libreros que vivieron unos años en París y que a menudo hablan francés entre ellos, a media voz.
Ahora mismo acabo de escuchar el relato de una mujer de cuarenta años hablando sobre el bombardeo que ha sufrido en el barrio de Adlershof. Ha tenido que refugiarse aquí, en casa de su madre. Una bomba estalló en el jardín de los vecinos y destruyó también su propia casa, en la que había invertido los ahorros de su vida. El cerdo que estaban cebando saltó por los aires más arriba del cabrio. «No quedó ni para probarlo». El matrimonio vecino también estiró la pata. Reunieron los restos de sus cadáveres entre los escombros de la casa y la tierra levantada del jardín… bueno, los escasos restos que hallaron. Fue un funeral bonito. Un coro de voces masculinas del ramo de la sastrería cantó junto a la tumba. El final fue, de todas formas, muy apresurado. Las sirenas se pusieron a aullar justo en mitad de la plegaria Gottes Rat. Los sepultureros tuvieron que soltar el ataúd bruscamente. Se oyó un golpe seco en su interior. Y ahora el chiste gracioso. La narradora sonrió mostrando los dientes en su, hasta el momento, poco graciosa historia: «E imagínense… la hija se pasa tres días después por allí y se pone a buscar en el jardín mirando a ver si había algo aprovechable todavía, cuando de pronto, tras el bidón para el agua de lluvia, se encuentra con un brazo de papá».
Algunos soltaron una carcajada breve; la mayoría, no. ¿Abrirían la tumba para dar sepultura al brazo?
Sigamos con el recuento del refugio. Enfrente de mí, envuelto en mantas, un señor mayor, comerciante de profesión. Suda por causa de la fiebre. A su lado la esposa, que habla marcando las eses sonoras en su dialecto hamburgués, y la hija de dieciocho años llamada, cómo no, Stinchen. Más allá la rubia a quien destinaron hace poco aquí y a quien nadie conoce, de la mano de su realquilado, también desconocido. Los pobres altos funcionarios de Correos, jubilados. Ella a todas horas con una pierna postiza bajo el brazo, una prótesis de níquel, piel y madera, muy artística, una especie de Pietà incompleta. El propietario de la prótesis, su hijo de una sola pierna, está —o estaba, ya nadie sabe nada— en un hospital militar de Breslau. Ovillado en el sillón, como la figura de un gnomo, está el jorobado de la fábrica de gaseosas, doctorado en química. A continuación los porteros: madre, dos hijas y un nieto huérfano de padre. Y Erna y Henni, de la panadería, que ya no pueden coger ningún transporte que las lleve a casa, y viven en la del jefe. Antoine, el belga de cabello negro rizado que se hace pasar por panadero y que tiene algún lío con Henni. La abandonada ama de llaves de la casa, que en contra de toda la normativa para la defensa antiaérea lleva en brazos un foxterrier ya muy viejito. Y yo: rubia pálida, siempre embutida en el mismo abrigo de invierno rescatado por pura casualidad; empleada en una editorial hasta la semana pasada en que cerró sus puertas y despidió a sus empleados «hasta nuevo aviso».
Hay que añadir a la lista además la existencia gris de éste y de aquel otro. Somos la escoria, la gente que no quisimos ni el frente ni el Volkssturm[1]. Falta el panadero jefe, el único de la casa que posee la tarjeta roja de la categoría III y con ella ha viajado a su finca para enterrar allí sus objetos de plata. Falta la señorita Behn, empleada de Correos, sin desposar y descarada, que salió pitando para arriba a buscar las hojas de la prensa de hoy en un momento en que dejaron de caer bombas. Falta una mujer que se halla en estos instantes en Potsdam enterrando a siete parientes suyos muertos en la gran ofensiva. Faltan el ingeniero del tercer piso con su esposa y su hijo. La semana pasada subió a una gabarra que siguiendo las aguas del canal de Mittelland, debía transportarlo a él, junto con sus muebles, a un lugar seguro en Brunswick, adonde ha trasladado su fábrica de armamento. Todas las fuerzas empujan hacia el centro de la ciudad. Allí debe de estar originándose un peligroso exceso de presión humana. Eso si los americanos no están ya allí. Nadie sabe nada.
Medianoche. No hay corriente. En la viga que está encima de mí humea mi lamparilla de petróleo. Fuera se oye un ruido atronador, en aumento. Se activa la manía del pañuelo. Todos se anudan el pañuelo que tenían ya a mano tapándose nariz y boca. Un fantasmal harén turco, una galería de máscaras fúnebres semiocultas. Sólo los ojos tienen vida.