MIÉRCOLES, 9 DE MAYO DE 1945, SIN EL RESTO DEL MARTES

Siempre estaba la noche para añadir algo al diario. Ahora no hay nada, absolutamente nada que decir acerca de esta noche pasada, excepto que la pude pasar sola. Por primera vez sola entre mis sábanas desde el 27 de abril. No se dejó ver ningún comandante, ningún uzbeko. La viuda volvió a sus temores existenciales. Barruntaba una pronta desaparición de la mantequilla, y decía que estaría bien que el comandante trajera nuevas provisiones lo más pronto posible. Yo lo único que hice fue reírme. Ése vuelve. Estuve toda la noche cómodamente echada cuan larga soy entre mis sábanas recién lavadas. Me repantigué bien, dormí de un tirón y me desperté descansada. Me lavé con el agua caliente que me ofreció la viuda, me vestí con ropa limpia, me puse a silbar como quien no quiere la cosa.

Eso lo escribí a las nueve. Ahora son las once y todo ha cambiado por completo.

De abajo nos llaman con palas para que bajemos a la calle. A paladas retiramos el montón de suciedad de la esquina, llenamos carretas con escombros y bostas de caballo para llevarlos a un solar en ruinas. Hay cascotes viejísimos y chatarra, producto de los ataques de la aviación. Por encima hay escombros recientes ocasionados por la artillería, y trapos y botes y muchas botellas vacías. Encontré dos postales de bromuro de plata, fabricadas en Alemania, con muchas huellas de pulgar marcadas sobre los brazos desnudos de las fotografías. Me viene a la cabeza aquella vez que descuidé durante unos minutos en una oficina de Moscú unas revistas mías alemanas y estadounidenses. Regresé luego por ellas y al leerlas más tarde descubrí que aquí y allá faltaban algunos trozos de páginas que habían sido arrancados con precipitación. Se trataba de anuncios de prendas de ropa interior femenina, fajas portaligas y sujetadores. Esos anuncios no los conocen los rusos. Sus revistas carecen de atractivo sexual. Probablemente, esas insulsas fotos publicitarias, a las que no presta demasiada atención ningún hombre occidental, les parecen a los rusos la más estupenda de las pornografías.

Muestran mucho interés en esos asuntos. Todos los hombres. Pero ellos no tienen esas cosas en su tierra. Quizás sea un error. Podrían poblar su fantasía con las figuras idealizadas de la publicidad, y no se arrojarían encima de cualquier vieja y fea. Tengo que reflexionar sobre este asunto.

Hacia las diez, cuando subí a casa a tomar un sorbo de café de malta, ya estaba el comandante allí, solo. Me estaba esperando. Había venido a despedirse de mí. Como su rodilla no mejora, le han concedido dos meses de permiso para recuperarse. Pasará ese tiempo en un hogar del soldado cerca de Leningrado, su ciudad natal. Parte hoy mismo para allá.

Está muy serio, casi rígido. Se muestra inflexible y con dominio de sí mismo. Anota mi dirección en un pedazo de papel, con todo detalle. Quiere escribirme, quiere permanecer en contacto conmigo. Me pide una foto, pero no se la puedo dar porque no tengo ninguna. Todo mi pasado fotografiado lo guardaba reunido en un álbum y en una carpeta muy gruesa, y lo perdí en un incendio tras un bombardeo. No he tenido tiempo en estas semanas de hacerme otra foto. Me mira un rato largo como si me quisiera fotografiar con los ojos. Me besa a la rusa en las mejillas y se va cojeando sin volverse una sola vez. Siento algo de dolor, me siento un poco vacía. Pienso en los guantes de cuero que exhibía hoy por primera vez. Los sujetaba elegantemente con la mano izquierda. Se le cayeron al suelo y los levantó rápidamente, pero me dio tiempo a ver que eran dos guantes de distinto par. El uno con costuras en el dorso, el otro liso. Se sonrojó y miró a un lado. En ese segundo le quise mucho.

Otra vez fuera, a la calle, tengo que seguir limpiando a paladas. Después queremos ir a buscar leña. La necesitamos para cocinar. Las muchas sopas de guisantes consumen lo suyo. Y entonces caigo en la cuenta de que ahora ya nadie nos traerá más comida, ni velas ni cigarrillos. Se lo tengo que comunicar a la viuda con la debida cautela. A Pauli no le voy a decir nada. A él le puede poner al corriente la viuda sobre el estado de las cosas.

Buscando leña pisé por primera vez desde hace semanas el césped que hay delante del cine, donde ahora se entierra a los muertos de nuestra manzana. Entre cascotes y cráteres de obuses hay tres sepulturas dobles, tres matrimonios, tres casos de suicidio doble. Una anciana, agachada sobre una piedra, farfullaba detalles acerca de los fallecidos con amarga satisfacción y asintiendo continuamente con la cabeza: en la tumba de la derecha yace un jefe local nazi con su esposa (pistola). En la tumba del medio, sobre la que se marchitan algunos ramos de lilas, un teniente coronel con su esposa (veneno). Del matrimonio de la tercera tumba la anciana no sabe nada. Alguien ha clavado en la tierra un leño en el que se puede leer en rojo: «2 Müller». En una de las sepulturas individuales yace la mujer que saltó del tercer piso cuando la acosaban los Ivanes. Hay una especie de cruz encima hecha con dos trozos de listones blancos, lacados y unidos con alambre. Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo nos habla la forma de la cruz con tanta fuerza? ¿Cómo ocurre eso incluso si no debemos denominarnos ya cristianos? Regresan tempranas impresiones de la infancia. Vi y oí a la señorita Dreyer ilustrándonos la Pasión del Redentor con ojos llorosos y con infinidad de detalles a nosotras, niñas de siete años… Para nosotros, occidentales educados cristianamente, siempre habrá un Dios en la cruz… aunque esté hecha únicamente con dos tableros y algo de alambre.

Por los alrededores, suciedad y bostas de caballo, y niños jugando. ¿Se le puede llamar juego a eso? Van dando vueltas, nos hacen guiños, susurran entre ellos. Si se oye una voz en alto, ésa es la de un ruso. Uno se iba de allí con paso cargado, con cortinas al hombro. Nos gritó una cochinada. Se les ve ahora solitarios o en tropas que se ponen en camino. Ásperas y desafiantes resuenan sus canciones en nuestros oídos.

Le he dado al panadero 70 pfennigs por los dos panes recibidos. Me resultó muy extraño. Tenía la sensación de que dejaba en su mano algo completamente carente de valor. Sigo sin poder decidirme a considerar nuestro dinero alemán como dinero de verdad. En la casa, Erna, la del panadero, iba reuniendo todas las cartillas de los vecinos y anotando en una lista los nombres y el número de personas que siguen viviendo en el edificio. Al parecer, hay nuevas cartillas de racionamiento a la vista. Erna se había vestido muy elegante con un vestido floreado de verano. Una visión nada corriente después de que durante catorce días las mujeres sólo se atrevieran a salir a la calle muy desaliñadas. También yo tengo ganas de un vestido nuevo. Casi no se puede creer que no haya rusos llamando a la puerta, nadie repantigado en el sofá y en los sillones. He limpiado a fondo la habitación. Encontré debajo de la cama una estrellita soviética de cristal rojo y un preservativo en una funda de papel. No tengo ni idea de quién perdió lo último. No sabía que conocieran tal cosa. En cualquier caso no les pareció que valiera la pena utilizarlos con mujeres alemanas.

Se llevaron el gramófono, también el disco publicitario de la empresa textil («...para el niño, la señora, todo el mundo encuentra lo que añora…»). En cambio, dejaron aquí en total cuarenta y tres discos de música clásica, de Bach a Pfitzner, y medio Lohengrin. También se dejaron la tapa que destrozó Anatol. Agradecidas, la arrojamos al fuego.

Ahora estamos en la tarde del miércoles 9 de mayo. Estoy escribiendo sentada en la repisa de la ventana. Fuera el verano, el arce está verde oscuro, la calle bien barrida, vacía. Aprovecho la última luz del día porque ahora hay que ahorrar velas. Nadie nos traerá nuevas.

Adiós también al aguardiente, al azúcar, a la mantequilla, a la carne. ¡Si pudiéramos al menos echarle el guante a las patatas! Todavía no se atreve nadie a desmontar la barricada levantada ante el sótano de la casa. No se sabe si regresarán o si vendrán nuevas tropas. La viuda va sermoneando una y otra vez, y no ciertamente sobre los lirios del campo. Teje angustiosas profecías, nos ve morirnos de hambre a todos. Cruzó una mirada con el señor Pauli cuando pedí un segundo plato de sopa de guisantes.

La artillería antiaérea hace traquetear mi escritura. Dicen que están preparando el desfile de la victoria, en el que participarán también los americanos. Puede ser. Que lo celebren, a nosotros no nos importa. Hemos capitulado. A pesar de todo, siento en mí las ganas de vivir.

Sigamos. Esto lo escribo ya de noche, a la luz de una vela, con un paño alrededor de la frente. Hacia las ocho de la tarde oímos golpes de puños en nuestra puerta: «¡Fuego! ¡Fuego!». Nosotras salimos a ver. Fuera hay una claridad cegadora. Las llamas serpenteaban desde el sótano en ruinas dos casas más abajo y ya andaban lamiendo el muro cortafuegos de la ilesa casa vecina. Una humareda mordiente se abría paso desde un agujero en las ruinas, y ascendía cuesta arriba por la calle. Un hervidero de sombras, todas civiles. Llamadas y gritos.

¿Qué hacer? No hay agua. El fuego provenía del sótano de las ruinas. Aire tórrido. Se levantó viento. Era como en las noches de bombardeo. Por eso no había nadie alterado. «A sofocarlo», se dijo. «Hay que tapar el fuego con cascotes». En un instante se formaron dos cadenas humanas. Los cascotes iban de mano en mano. El último los arrojaba a las llamas. Uno gritó que nos diéramos prisa porque iban a dar las nueve, y a las diez teníamos que haber desaparecido todos los civiles de las calles.

De algún lugar trajeron rodando un barril. Sacábamos de ahí con cubos un caldo apestoso. Al pasarnos el cubo, una mujer me dio sin querer en la sien con el canto de zinc. Vi las estrellas en el acto, fui dando tumbos hasta una roca sobre el césped de enfrente, la plaza de las tumbas, me puse en cuclillas. Una mujer se sentó a mi lado y me contó en tono desganado que «los de ahí abajo» eran un matrimonio de oficiales, envenenados con cianuro. Eso ya lo sabía yo, pero dejé hablar a la mujer. «Sin ataúd, sin nada», dijo. «Los envolvieron simplemente con papel para oscurecer las ventanas y un cordel. No tenían ni siquiera sábanas en sus camas. Sólo eran refugiados sin hogar debido a las bombas». Pero el veneno debían de tenerlo preparado.

Estaba mareada. Sentía cómo el chichón iba aumentando de tamaño en mi frente. Al cabo de poco tiempo se cercó y tapó el fuego. Me acerqué a un grupo de gente que renegaba y me enteré de la causa del incendio: un comerciante de ultramarinos, que tenía su negocio en esa casa destruida, había dejado restos de su almacén de vinos en el sótano, que en parte se había conservado intacto. Los rusos lo descubrieron —yo diría que lo olieron—, y vaciaron los estantes alumbrándose con velas. En un descuido prendió la paja que servía de envoltorio a las botellas, hasta acabar convirtiéndose en un verdadero incendio. Un hombre informa: «Estaban borrachos como cubas los tíos, tirados en el bordillo. Yo mismo vi a uno que todavía se mantenía derecho en sus botas pasar por la fila de sus camaradas y quitarles los relojes de los brazos». Carcajadas.

Ahora estoy echada en mi cama. Escribo. Enfrío el chichón. Para mañana planeamos un gran viaje a través de Berlín hacia Schöneberg.