JUEVES, 24 DE MAYO DE 1945

El despertador sonó escandalosamente. ¡Arriba, al tajo! Esta vez me vestí con los pantalones de chándal azules y me puse un delantal de cocina. De nuevo el cielo nuboso. Lloviznaba cuando empezamos el trabajo. Trabajábamos infatigablemente con las palas. Esta vez había incluso dos hombres, pero sólo movían las palas cuando el vigilante les echaba el ojo, si no nada. De repente, hacia las diez, griterío. Una voz rusa: «¡Mujer, ven conmigo! ¡Mujer, ven conmigo!». Una exhortación excesivamente popular. En un instante desaparecieron todas las mujeres como si hubieran sido barridas. Se ocultaron detrás de puertas, vagonetas, montones de escombros, se agacharon haciéndose muy pequeñas. Pero al cabo de un rato volvieron a salir a escena la mayoría, entre ellas yo. «No irán a… ¿Aquí, en plena calle? Pero si sólo es uno».

Y ese uno estaba poniendo manos a la obra. Parecía provisto de órdenes. Juntó al resto de las mujeres formando un grupo. Nos movíamos tras él, delante de él. Daba vueltas en torno a nosotras como un perro alrededor del rebaño de ovejas. Era un teniente, con el fusil aprestado. Fuimos atravesando jardines hasta llegar finalmente al recinto de una fábrica de herramientas.

Las amplias naves, con los cientos de bancos de trabajo, estaban desiertas. Resonaba en los muros un grito de coraje, en alemán, empleado a la hora de levantar grandes pesos. En ese momento, un grupo de hombres alemanes, bajo órdenes rusas, estaba cargando en unos vagones, con ayuda de grúas, las piezas de una prensa de forja más alta que un hombre. Por todas partes se veía a hombres desatornillando, dando vueltas a palancas, engrasando, cargando. Fuera, sobre las vías de la fábrica, había largas hileras de vagones de mercancías, algunos ya bastante cargados con piezas de maquinaria.

¿Qué hacíamos nosotras aquí? Estuvimos dando vueltas por la nave. No sabíamos adónde dirigirnos. Largarnos no podíamos. Eso lo vimos enseguida. Todas las salidas estaban vigiladas por soldados.

Finalmente se nos dio la orden de reunir en la gran nave de montaje todo aquello que fuera de latón o cualquier cosa de «metal claro», y llevarlo en cajas hasta uno de los vagones.

Con una compañera que me tocó al azar, y que ni me miraba a la cara ni respondía para nada a mis intentos de entablar conversación, arrastramos una caja. Fui agarrando aquí y allá todo lo que lucía un poco: tuercas de cobre, barras de latón… como una urraca. Estuve revolviendo en las taquillas de los trabajadores. Encontré pipas, pañuelos arrugados, papel de bocadillo doblado con sumo cuidado. Todo como si el colega hubiera acabado ayer el trabajo. Nuestro botín de urracas lo arrojábamos sin más al interior de un vagón. Dentro había dos mujeres clasificando los objetos de metal a la manera de un ama de casa, por tamaño.

Pasado el mediodía nos enviaron a otra nave, una especie de almacén. En los elevados estantes se apilaban barras de metal de todos los tipos, roscas, tornillos y tuercas. De estas últimas las había del tamaño de un puño. Mediante una cadena de manos íbamos haciendo llegar todo aquello a la última mujer que, según las órdenes recibidas, debía apilarlo en cajas.

Recordé las experiencias de ayer de la viuda y esperaba con bastante expectación el momento en que se desfondarían las cajas durante el transporte. No llegó a suceder eso, sin embargo. Al intentar levantar la primera caja, comprobaron que el peso era excesivo. Ni siquiera nuestro capataz, un suboficial bizco con una caja torácica parecida a un armario, pudo mover la caja. No había carretillas ni similares. Al final, el bizco, tras diversas maldiciones, dio la orden de sacar todo de las cajas y de llevar todo fuera, a un vagón, mediante otra cadena de manos. Así se cubría un mínimo de trabajo con un máximo de esfuerzo.

Llegaron refuerzos, la mayoría mujeres, jóvenes, pero también las había muy mayores. Se dijo que íbamos a recibir algo de comer. Y, efectivamente, pasadas las tres se nos envió a la cantina de la fábrica. Hubo una humeante sopa de pan, bien densa. Escaseaban los platos de latón, y también las cucharas. Así que había que esperar que una mujer acabara para que pudiera empezar otra a comer. Era raro que alguna se acercara al grifo. La mayoría limpiaba por encima la cuchara con la falda o con el delantal y tomaba el plato de la comensal anterior tal como le llegaba.

¡De vuelta, rabotta! En el almacén había mucha corriente de aire. Esta vez nos tocó pasar de mano en mano instrumentos de zinc, durante horas y horas. Finalmente, a eso de las ocho, apareció nuestro capataz bizco anunciando: «Mujer… ¡a la casa!», al tiempo que hacía un movimiento con la mano como si estuviera espantando a las gallinas que tenía delante. Un grito general de júbilo y de alivio. En la cantina nos dieron después un pedacito de pan de 100 gramos. Luego trajeron rodando un barril; del canillero manaba una sustancia viscosa y blanca… una especie de melaza. Hicimos cola. «Sabe a gloria», aseguraron relamiéndose las primeras que estaban junto al barril. Yo no sabía cómo cargar con aquello, hasta que una mujer me dio un pedazo de papel verde cardenillo que había encontrado en el almacén. El verde destiñe, pero las mujeres dicen que no es tóxico.

A eso de las diez de la noche, aparecí orgullosa con mi botín en casa de la viuda. Cuando desenvolví del papel la sustancia pegajosa que se había vuelto verde, la viuda únicamente sacudió la cabeza. Metí una cuchara, saboreé y se me llenó la boca de papel. No pasa nada… tiene un sabor dulce. Al cabo de un buen rato me vinieron a la cabeza la enciclopedia y los «bultitos» de la viuda.

«Bah, nada», contestó ella a mi pregunta. «El médico ha dicho que está todo bien».

Seguí preguntando. Quería saber cómo se llegaba a la planta de las revisiones médicas.

«Había allí dos mujeres más, aparte de mí», contó la viuda. «El médico era una persona muy jovial. Estuvo tocando un rato y luego me dijo: «¡Luz verde. Vía libre!». La viuda se estremeció: «Bien. Ese asunto lo tengo resuelto». Por cierto, entretanto han encontrado una expresión oficial para las violaciones: «relaciones coactivas», las denominan ahora las autoridades. Un vocablo para el que quizás se podría considerar su inclusión en una reedición de los diccionarios para soldados.