MARTES, 24 DE ABRIL DE 1945, MEDIODÍA

Sin noticias. Estamos aislados. Hay algo de gas, pero a cambio nos han dejado sin agua. Desde la ventana veo abajo montones de personas a las puertas de las tiendas. Continúan las peleas por la mantequilla rancia que dan gratis. Pero hoy ya sólo dan un cuarto de libra por cartilla. Cuento a cuatro policías municipales que justo ahora tratan de calmar los ánimos de la multitud. Y encima llueve.

En este momento estoy sentada en la repisa de la ventana, en el primer piso, en casa de la viuda del boticario. Hace pocos instantes entró ésta en casa muy alterada. En la cola de la carne, ante la tienda de Hefter, ha impactado de lleno una bomba. Tres muertos, diez heridos… pero la gente ya está haciendo cola otra vez. La viuda escenificó cómo los presentes limpiaban con sus mangas las salpicaduras de sangre de las cartillas de racionamiento de la carne. Y dice a continuación: «Bueno, sólo tres muertos. ¿Qué es eso si se lo compara con un ataque de la aviación?». Sí, podemos considerarnos afortunados.

Sin embargo, no puedo evitar asombrarme. Con algunos cuartos de vaca y algunos morros de cerdo a la vista resiste hasta la más floja de las abuelas. Ahí están, como muros, cuando hace poco salían pitando hacia el búnker en cuanto retransmitían alguna noticia de que unos cazas sobrevolaban Alemania central. Como mucho, las mujeres se protegen la cabeza con un cubo o con un casco de acero. Familias enteras se turnan en las colas; cada miembro aguanta unas horas. Sigo sin decidirme a hacer la cola de la carne, todavía es demasiado larga para mí. Y nada menos que carne. Hay que consumirla enseguida cuando te la dan. Me parece que a toda esta gente les persigue el sueño de comer de verdad una vez, una única vez, hasta quedar saciados por completo, como si se tratara de la última comida del condenado a muerte.

Las dos del mediodía. Hace un momento salió un rayo de sol. Sin pensarlo un solo instante corrí al balcón que da al patio interior y me tosté un rato al calor del sol, sentada en una silla de mimbre… hasta que una serie de obuses pasaron volando a toda mecha por encima de mí. Me había olvidado por completo de la guerra. En realidad tengo una extraña sensación de vacío en la cabeza. Me he sobresaltado mientras escribía, algo ha impactado cerca de donde estoy. El cristal de una ventana se hizo añicos. El hambre vuelve a torturarme a pesar de tener el estómago lleno. Siento la necesidad de ponerme a masticar cualquier cosa. ¿De qué vivirá ahora, sin leche, el niño de pecho? Una anciana recomendó ayer en la cola, cuando la conversación versó en torno a la mortalidad infantil, que a falta de leche se les diera a los más pequeños pan masticado y bien ensalivado.

¡Qué criatura tan desgraciada es un lactante de una gran ciudad cuando falla el mecanismo artificial de la distribución de la leche! Aunque las madres tengan hoy más o menos algo de comer y aunque puedan dar alimento ellas mismas… eso que ya se nos echa encima a todas sin piedad, les secará la fuente del todo. Por suerte, el pequeño de nuestro refugio tiene ya año y medio. Ayer vi cómo alguien le pasaba a la madre algunas galletas para el crío. Fue el único día que vi a alguien dar algo a otra persona. Lo normal en estos días es que cada uno guarde y oculte lo que tiene, y nadie piensa en absoluto en dar nada.

De nuevo en el refugio. Las nueve de la noche. Al atardecer apareció una desconocida y nos pidió a la viuda y a mí que fuéramos con ella al hospital militar a echar una mano.

En el horizonte humo y rojez. El este está incendiado. Se dice que los rusos se encuentran ya en la Braunauer Strasse. Braunau, por descontado, el lugar donde los ojos de Adolf vieron la luz por primera vez. Me viene a la mente un chiste de refugio que escuché ayer: «¡Hombre, lo bien que estaríamos ahora si ése hubiera sido un aborto!».

Ya en el hospital militar entramos en un cuarto lleno de humo. Frenética actividad masculina, riñas y gritos: «¡Ahí fuera en el coche tengo a uno con una bala en el pulmón!». «Sal de aquí, vete a otro sitio, ¿no oyes?, no tenemos camas libres». El sanitario se alborota: «Pero si me han enviado precisamente aquí». «¡Fuera, sal de aquí, o…!». El suboficial amenaza con los puños. El conductor se larga, pero con rabia y echando pestes.

Por el pasillo caminan lentamente los heridos leves, uno descalzo con una mano sangrante envuelta en un calcetín. Otro, también descalzo, va dejando rastros de sangre al caminar; las plantas de sus pies se despegan como si caminara por el barro. Rostros amarillos como la cera bajo vendajes con manchas rojas que se extienden rápidamente. Entramos en dos o tres cuartos más.

En todas partes atmósfera masculina, mal olor, acampada militar, nervios. Uno nos echa una bronca: «Pero ¿qué buscan aquí?».

La mujer que vino a buscarnos dice con timidez que pasó uno en un coche diciendo que necesitaban mujeres para ayudar en el hospital militar.

«¡Tonterías! Aquí no tenemos nada para ustedes. Vuélvanse a sus casas».

Curioso el tono despectivo, desdeñoso, con el que rechazan aquí la ayuda femenina. Como si fuéramos a apiñarnos en la boca de fuego o a jugar a los soldaditos. También aquí tengo que cambiar esas ideas aprendidas mecánicamente. En las guerras de antes, el papel de la mujer consistía en hacer de ángel bueno. En enrollar vendas. Una mano refrescante en las frentes calientes de los hombres, y siempre bien lejos de los disparos. Ahora ya no hay tales hospitales militares en nuestro país, lejos del frente. Ahora el frente está en todas partes.

No obstante, este hospital militar intenta seguir siendo una isla dentro del estrépito general. El tejado está pintado con cruces rojas gigantescas, y en el césped de delante de la casa hay pañuelos blancos extendidos formando una cruz. Pero las minas aéreas son imparciales, y en el diluvio de bombas no hay cobijos para la misericordia. Esto lo saben también los del hospital militar. De lo contrario no habrían almacenado tantas cosas en el refugio. Por las ventanas a ras de suelo se ven rostros de hombres a través de los barrotes.

De nuevo en el refugio de casa, las nueve de la noche. La gente está hoy en el sótano muy febril, alborotada, nerviosa, pasada de rosca. La de Hamburgo cuenta con sus eses sonoras que esta mañana pudo hablar por teléfono con amigos de la Müllerstrasse, en Berlín norte. «Ya somos rusos», le dijo su amiga. «Los tanques están pasando ahora mismo por abajo. Los Ivanes sonríen. Todo el pueblo está en la calle aclamando, ríen y hacen señas, muestran a sus hijos en alto…». El Wedding rojo, un viejo barrio de comunistas. Podría ser verdad. Enseguida se desata una vehemente disputa en torno a la noticia. Al final —opinan algunos—, ¿nos habrá vuelto idiotas la propaganda? Al final «ésos» no serán tan... Pero entonces interviene la chica refugiada procedente de la Prusia Oriental que nunca dice nada. Grita unas frases incoherentes en su dialecto. No encuentra las palabras adecuadas, gesticula con los brazos, chilla: «Ya verán, ya...», y vuelve a callar. La gente del refugio se calla también.

La fabricante de licores está empecinada en repetir un nuevo rumor: Ribbentrop y Von Papen acaban de tomar un avión para Washington para hablar personalmente con los americanos. Nadie le hace caso.

El refugio está tétrico. La lamparilla de petróleo humea. Los anillos fosforescentes, pintados en las vigas a la altura de los ojos para evitar golpearse con ellas en la oscuridad, emiten un brillo verdoso. Somos más ahora. La pareja de libreros se ha traído consigo el canario. La jaula está colgada de una viga y tapada con una toalla. Fuera, tiroteo. Dentro, silencio. Todos tratan de dormir o están dormidos.