VIERNES, 11 DE MAYO DE 1945
Trabajos domésticos. Pusimos la ropa en remojo, pelamos nuestras últimas patatas de las provisiones de la cocina. La señorita Behn nos entregó las nuevas cartillas de racionamiento. Están impresas en papel de periódico, en alemán y en ruso. Hay un modelo para adultos y otro para niños menores de catorce años.
He dejado la cartilla a mi lado para anotar la ración diaria: 200 gramos de pan, 400 gramos de patatas, 10 gramos de azúcar, 10 gramos de sal, 2 gramos de café de malta, 25 gramos de carne. Nada de mantequilla. Si de verdad nos dan estas cosas, al menos será algo. Estoy pasmada de que en todo este caos haya de nuevo tanta organización.
Cuando vi gente abajo en la tienda de verduras, me puse también a hacer cola. Me dieron remolachas y patatas deshidratadas a cuenta de nuestras cartillas. En la cola los mismos chismes que en la bomba de agua: todo el mundo despotrica ahora contra Adolf, y nadie se enteró de nada. Todos fueron perseguidos, y nadie denunció.
¿Y yo? ¿Estaba a favor? ¿En contra? En cualquier caso, estuve en medio y respiré el aire que nos rodeaba y que nos transformaba el semblante aunque no lo quisiéramos. París me enseñó a reconocer esa transformación, o mejor dicho un joven estudiante a quien conocí en el tercer año de la era Hitler en el Jardín du Luxembourg. Nos refugiamos de un aguacero debajo de un árbol. Nos hablamos en francés y enseguida notamos que éramos extranjeros los dos. ¿De dónde? Con muchas bromas y risas nos pusimos a jugar a las adivinanzas. El color de mi pelo le hacía pensar que yo era sueca, mientras que por mi parte insistía en llamarle monegasco porque acababa de aprender el gentilicio para los ciudadanos de Mónaco y lo encontraba divertido.
La lluvia paró tan súbitamente como había comenzado. Nos pusimos a caminar, entonces cambié mi paso para acomodarlo al suyo. Él se detuvo y exclamó: «Ah, une filie du Führer!». O lo que es lo mismo, una hija de Hitler, una alemana, reconocida en el instante en que se preocupó por marchar al mismo paso que la persona que llevaba al lado.
Se acabaron entonces las bromas y las risas porque el joven se presentó a su vez: no era monegasco sino holandés y judío. ¿Qué más podíamos decirnos? Nos separamos en la siguiente esquina. Esa vivencia me resultó muy amarga en aquel entonces, y la estuve rumiando durante mucho tiempo.
Se me pasó entonces por la cabeza que hacía mucho que no sabía nada del señor y la señora Golz, vecinos de descansillo en mi casa de antes, la que fue bombardeada. Los dos eran nazis convencidos. Recorrí algunas manzanas, pero pregunté en vano por ellos. Unos vecinos, tras interminables golpes en la puerta por mi parte, corrieron el pestillo y me dijeron a través del hueco de la puerta que el señor y la señora Golz se habían largado sin ser vistos. Lo cual era un alivio, añadieron, pues recientemente se habían pasado por allí algunos soldados rusos a buscar al hombre, a quien por lo visto alguien había denunciado.
A última hora de la tarde llamaron a la puerta preguntando por mí. Para mi sorpresa se trataba de una figura casi olvidada de nuestro pasado en el refugio: Siegismund, el convencido de la victoria, había oído por ahí que yo tenía relaciones con «altos rusos». Ansiaba saber si era cierto que todos los antiguos miembros del partido tenían que registrarse voluntariamente para realizar trabajos, y si de lo contrario se les llevaba al paredón. Circulan tantos rumores que no se da abasto. Le dije que no sabía nada y que tampoco creía que existiera semejante plan. Que esperara a ver. Apenas lo reconocí. Los pantalones le venían muy anchos en torno al cuerpo enflaquecido. Toda su persona infundía una sensación de penuria y arrugamiento. La viuda le echó un sermón sobre las consecuencias de las inofensivas simpatías por el partido y hasta dónde se había llegado con eso. Siegismund —sigo sin saber su verdadero nombre— aguantó el chaparrón con toda humildad. Pidió un pedacito de pan. Se lo dimos. Por esta razón hubo una disputa familiar tras su partida. El señor Pauli estaba furioso y vociferaba. Era una barbaridad —gritaba— que encima la viuda le diera algo a escondidas a ese tipo, responsable por sí solo de todas estas calamidades. Lo que le sucedía no era nada en comparación con lo que debería sucederle. Habría que meterlo en la cárcel, retirarle la cartilla de racionamiento. (Pauli, seguramente, siempre estuvo en contra, pues tiene un carácter antitodo: negador, reprobatorio, un «espíritu de contradicción». Por lo que he visto hasta el momento, no hay en este mundo nada con lo que él pueda declararse conforme sin reservas). Sí, ahora ya nadie quiere saber nada de Siegismund. Aquí en casa ya no puede volver a abrir la boca, todos se le echarían encima y le obligarían a callar. Nadie quiere tener nada que ver con él. Y los que están de su parte aún tienen más motivos para abstenerse de decir nada. ¡Qué desbarajuste debe de haber en la cabeza de ese hombre! Yo también le reprendí severamente, lo cual me está doliendo en estos momentos. ¿Cómo es posible que me rebaje a los sentimientos de la plebe? Otra vez se repite «Mosanna-crucifige!».
Hace media hora, al caer la noche, se oyeron de pronto disparos. Un grito de mujer, lejano, estridente: «¡Socooorro!». Ni siquiera nos asomamos a la ventana. ¿Para qué? Pero es bueno eso; nos recuerda que debemos permanecer alerta.