LUNES, 11 DE JUNIO DE 1945
Otro día más para mí. Estuve en el cuartel de la policía e intenté obtener algún permiso oficial para la explotación del huerto abandonado que está detrás de la casa calcinada del catedrático K., un buen amigo de tiempos pasados. Presenté una carta del anciano que me envió en marzo desde su refugio en la Marca de Brandeburgo y en la que me pedía que cuidara de su huerto. Me enviaron de Poncio a Pilatos. Nadie era competente en esa materia. Aire viciado en todas partes y pequeñas riñas en los oscuros despachos revestidos de cartón. No ha cambiado nada aquí.
De camino recolecté mi ración de ortigas. Me encontraba muy débil, me faltan grasas. Sigue fluctuando el velo ante mis ojos y una sensación de estar flotando y de ser cada vez más liviana. Escribir estas líneas significa ya un esfuerzo, pero es un consuelo en mi soledad, una especie de conversación, un abrir mi corazón. La viuda me ha contado agitados sueños con rusos que sigue teniendo. En cambio, a mí no me vienen los sueños, probablemente porque lo vomito todo sobre el papel.
Lo tenemos muy mal con las patatas. Nos han hecho entrega de las raciones de ahora hasta finales de julio, a la fuerza. Tuvimos que ir a buscarlas. El porqué se lo huele cualquiera: los tubérculos, extraídos ahora de los silos subterráneos, empiezan a fermentar y la mitad ya se ha convertido en una masa pestilente. Apenas se puede aguantar el olor en la cocina. Pero si las coloco en el balcón, me temo que se pudrirán con mayor rapidez. ¿De qué viviremos entonces durante el mes de julio? Aparte, me está preocupando mucho la cocina de gas. Cuando la presión del gas llega al nivel normal, la cañería pega unos estallidos que suenan igual que disparos. Y el hornillo eléctrico, con la de arreglos chapuceros que tiene, no quiere funcionar más.
Tengo que proteger el pan de mí misma. Ya me he comido 100 gramos de la ración de mañana. No debo tolerar tales desmanes.