MARTES, 12 DE JUNIO DE 1945.
La máquina de caminar estuvo nuevamente en Charlottenburg. Los alegres viajes en el tren de cercanías se han acabado por el momento. Al poco tiempo de las primeras pruebas se estropeó algo: los ferrocarriles vuelven a declararse en huelga. Nosotros trabajamos con mucho empeño. Nuestros proyectos y propuestas deben ir ahora a parar a todas las posibles administraciones competentes.
De camino me tocó en suerte otra nueva experiencia. De una pradera estaban exhumando algunos cadáveres para darles sepultura en un cementerio. Yacía ya un cadáver sobre los escombros. Un fardo envuelto en lona, alargado, embarrado. El hombre que cavaba, un civil ya mayor, se enjugaba el sudor con las mangas de la camisa y se abanicaba con la gorra. Por primera vez percibí el olor del cadáver descompuesto de una persona. En todas las descripciones posibles al respecto encontré la expresión «olor dulzón de los cadáveres». El adjetivo «dulzón» lo encuentro muy inexacto, y de ninguna manera suficiente. Para mí, ese vaho no lo puedo clasificar entre los olores. Es más bien algo sólido, con cuerpo, como un puré gaseoso, un vapor caliente que se estanca en el rostro y en las fosas nasales, y que es demasiado macizo y denso como para poder respirarlo. Le quita el aire a cualquiera. La echa a una para atrás como un puñetazo.
Todo Berlín apesta ahora mucho. Anda rondando el tifus; de la disentería no se libra nadie. El señor Pauli la ha agarrado bien fuerte. Y a la mujer del eczema, según escuché anoche, la vinieron a buscar y se la llevaron a alguna barraca de infectados por el tifus. Por todas partes hay basurales infestados de moscas. Moscas sobre moscas, de color negro azulado y muy gordas. ¡Qué tren de vida deben de llevar estos bichos! Cualquier pedazo de excremento es una bola rebosante de insectos negros que zumban.
La viuda se ha hecho eco de un rumor que corre actualmente por Berlín: «Nos castigan con el hambre porque algunos hombres-lobo[3] han disparado a los rusos estos días atrás». No me lo creo. En nuestro barrio no se ve ya a ningún ruso, así que no hay botín para los hombres-lobo. No sé dónde se han quedado los Ivanes. La viuda afirma que una de las dos hermanas juerguistas que se ha quedado en nuestro edificio, Anja, la del hijito mono, sigue recibiendo ahora igual que antes cantidad de visitas de rusos. Quién sabe si saldrá bien parada. Veo en mi imaginación la blanca garganta de Anja rajada sobre el respaldo del sofá.
(Garabateado en el margen a finales de junio: no fue Anja, ni tampoco una garganta, pero sí una Inge, dos casas más abajo, a quien encontraron esta mañana con el cráneo reventado después de pasar una noche de borrachera con cuatro desconocidos hasta el momento no identificados. Golpeada con una botella —naturalmente vacía— de cerveza. Seguramente no por maldad ni por instintos asesinos, sino sencillamente porque sí, quizás peleándose por el turno. O esa Inge se burló de sus visitantes. Los rusos, borrachos, son peligrosos. Entran al trapo, se enfurecen y reniegan de sí mismos y de todos los demás cuando se les provoca).