LUNES, 21 DE MAYO DE 1945

Ni el más mínimo rastro de festividad en este lunes de Pascua. Todavía no trabaja nadie en su oficio. Berlín está de vacaciones. Fui a buscar leña y me topé con un cartel que anunciaba a todos los «creadores de cultura» que debían presentarse hoy a las once en el ayuntamiento: artistas, gente del mundo de la prensa, del mundo editorial. Hay que llevar el documento acreditativo de los trabajos realizados, así como muestras del arte practicado.

Me fui para allá. Cola en el segundo piso. Ahí, sí, son ellos, no hay equívoco posible. Caras marcadas, vestimenta muy peculiar, chicas del teatro junto a pintoras ya entradas en años que llevan consigo pinturas con olor a óleo. Allí la mujer masculina, enfrente el joven afeminado con una mirada de largas pestañas, bailarín quizás. Estoy justamente en el medio y escucho con atención las conversaciones a izquierda y a derecha, por ejemplo sobre el famoso colega Fulano de Tal, presumiblemente ahorcado, hasta que salta la voz estridente de una mujer que desmiente la noticia: «Nada de eso. ¡Todo lo contrario! Acaba de hacerse público que es medio judío». Quizás sea incluso verdad. Por todas partes, a los que hasta hace poco fueron ocultados en la clandestinidad con tanto temor por ser «no-arios», ahora se les hace los honores en el árbol genealógico familiar y se les saca lustre.

El registro fue una pura formalidad. Una mujer mayor con rasgos judíos anotaba los datos personales en un cuaderno borrador grueso. Repartía a cada uno de los presentes un papelito de registro, y se acabó. ¿Saldrá algo de aquí? ¿Alguna referencia, una ayuda? Ya veremos.

Para el almuerzo abrió la viuda uno de sus tarros de pollo en adobo, guardados con tanto temor desde 1942. Sí, pollo, pero pollo con sabor a naftalina. Los tarros estuvieron durante años en el sótano entre alfombrillas repletas de bolas de naftalina. El tufo de la naftalina los impregnó por completo. Carcajadas sonoras. Incluso el comilón del señor Pauli renunció a comer. La viuda tragó con dificultad algunos bocados y me dejó el resto. Ingenié un método para tragar los bocados tapándome la nariz. No obstante, transcurridas muchas horas todavía eructaba con olor a bolitas de naftalina.

Hacia las tres y media me puse en marcha hacia Charlottenburg para ir a ver a Use. Señora Ilse R., fotógrafa de moda y redactora en una revista femenina hasta que se casó con un ingeniero. Un experto en la industria de armamento… Para él no hubo general Buscarreclutas, pues estaba exento del servicio militar por su actividad.

Tras una larga despedida de la viuda me puse en marcha. Calles largas, desiertas, muertas. Dentro del túnel, donde antes había farolas alumbrando incluso de día, hay ahora una oscuridad absoluta, y olor a excrementos. El corazón se me saltaba de miedo al cruzarlo a toda prisa.

Adelante, en dirección a Schöneberg. En un cuarto de hora sólo me crucé con dos personas, dos mujeres. La una descalza, con varices gruesas como cuerdas. Todo me parecía tan deformado, tan fantasmal… quizás a causa de las gafas de sol que me puse contra el polvo. En el cruce, una rusa de cabellos negros rizados bailaba en uniforme, sobre una tarima. Agitaba unas banderolas rojas y amarillas cuando pasaban coches rusos, y sonreía a los conductores. Sus prominentes pechos bailaban al compás. Algunas alemanas que cargaban con cubos de agua pasaban tímidamente a su lado.

Aquellas calles vacías se hacían interminables. De pronto, un desacostumbrado gentío, quizás unos veinte o treinta hombres. Salen de un cine en el que echan una película rusa con el título Tschapajew, como indican unos carteles pintados a mano. Un hombre dice a media voz: «¡Vaya chorrada!». En los muros hay pegados carteles de colores pintarrajeados que anuncian programas de variedades en diferentes salas. Los artistas son los primeros en entrar en escena.

En la calzada rechinan las bicicletas. Rechinan de verdad porque circulan sin neumáticos… un nuevo y efectivo método para escapar de la «confiscación» rusa. Algún alemán, dicho sea de paso, también «se ha encontrado» alguna bicicleta estos días, pues los rusos las dejan tiradas por ahí cuando tienen algún problema con los neumáticos. Sencillamente se buscan otra que funcione.

Sigo caminando por calles residenciales con mucho verde en los jardines. Por todas partes silencio, incluso rigidez. Todo el mundo parece agazapado, y aterrorizado. Muy de vez en cuando pasa trotando alguna criatura joven, bien vestida. Dicen que han abierto salas de baile, la viuda lo ha oído en la panadería.

Tenía la garganta seca por la tensión cuando di la vuelta a la esquina de la calle en la que vive mi amiga. Cuando se lleva dos meses sin ver a otra persona —¡y qué meses!—, una no sabe si se encontrará la casa todavía en pie y si estarán con vida sus moradores.

Ahí estaba la casa, intacta, pero cerrada a cal y canto, muerta. Estuve dando vueltas alrededor de la casa durante un cuarto de hora, voceando y silbando hasta que una vecina me dejó entrar. Arriba, junto a la puerta del pasillo constaba todavía el conocido nombre. Llamé a la puerta con los nudillos. Me di a conocer. Dentro, un grito de alegría. De nuevo un abrazo a una mujer con la que, como mucho, había intercambiado un apretón de manos. El hombre exclama: «¡Anda carajo! ¡Mírala, se viene dando un paseo como si no sucediera nada ahí fuera!».

Ilse y yo intercambiamos precipitadamente las primeras frases: «¿Cuántas veces te violaron, Ilse?». «Cuatro, ¿y a ti?». «Ni idea. Tuve que ir ascendiendo en la jerarquía, desde recluta hasta comandante».

Estamos sentados en la cocina bebiendo té auténtico sacado expresamente para la ocasión. Comemos una rebanada de pan con mermelada, nos contamos cosas… Sí, hemos aguantado todas bastante sufrimiento. A Ilse la pillaron una vez en el refugio. Las otras veces fue en la primera planta, en un piso vacío en el que la introdujeron a empujones y a golpes de culata en la espalda. Uno —sigue contando— se quiso acostar con ella con el fusil. Entonces a ella le entró miedo y le dejó bien claro con gestos que tenía que dejar el fusil a un lado. Cosa que el tipo hizo.

Mientras hablábamos del tema, el marido de Ilse se fue a casa de los vecinos para, según dijo, poder ofrecerme luego algunas novedades captadas con el receptor de radio. Ilse sonrió burlona cuando se retiró su marido: «Ya ves, no resiste que se hable de estas cosas delante de él». Se atormenta reprochándose a sí mismo que no hizo nada en el sótano, que se quedó allí inactivo mientras los Ivanes violaban a su esposa. Durante la primera violación en el sótano, tuvo que oírlo todo porque estaba muy cerca. Debió de ser una sensación muy extraña para él.

Por lo demás, aprovechamos la ausencia del señor R. para un pequeño cotilleo de mujeres. Ilse es una mujer exigente que ha viajado por todo el mundo y posee hábitos mundanos. ¿Qué tiene que decir acerca de los caballeros rusos?

«Lamentables», dijo arrugando la nariz. «Es que no tienen la más mínima ocurrencia, el más mínimo detalle. Son simples y groseros, y parece que lo son todos, sin excepción, según he podido escuchar aquí en esta casa. Pero quizás has tenido tú mejores experiencias con tus oficiales de alto rango. Cuenta, anda».

«No. En ese punto, no».

«Puede que en su tierra tengan lo último de lo último en economía planificada», dice Ilse. «Pero en lo que se refiere al erotismo se han quedado en los tiempos de Adán y Eva. Esto se lo he dicho también a mi marido como consuelo». Guiñó un ojo: «Con la escasez que hay, tampoco es que valga de mucho un pobre marido. El mío ya tiene complejos por esta razón, y se imagina que los del Ejército Rojo, con su porte y su garbo, tienen alguna posibilidad con nosotras». Nos reímos mucho y estuvimos de acuerdo en que, en libertad, nuestros queridos animalitos enemigos, como aspirantes normales, no tendrían la más mínima posibilidad con nosotras en el noventa y nueve por ciento de los casos. Y ese uno por ciento restante requeriría sin duda un examen previo.

Así le dimos al pico vengándonos con escarnio de aquellos que nos habían humillado.

El ingeniero trajo efectivamente algunas noticias de la casa de los vecinos. Parece que Berlín se convertirá en una ciudad internacional para todos los vencedores, y Leipzig será la capital de los rusos. Himmler ha sido capturado. Sobre Adolf las noticias siguen siendo inciertas. Mientras Ilse tenía un aspecto sosegado, y glosaba las circunstancias de la actualidad con superioridad señorial, su marido está azorado y confuso. Su carrera se ha ido al traste. Su negocio de armas, si no ha sido destrozado por las bombas, lo estarán desmontando en estos momentos. Los rusos se están llevando todas las máquinas alemanas. Cuando venía hacia aquí me topé con varios camiones cargados de enormes cajas de madera. Ahora ya sé lo que había dentro. El señor R. teme tener que descender en la escala social y comenzar de nuevo como obrero. Anhela contactos y novedades, está lleno de angustia vital y vivamente preocupado por conseguir ganarse de nuevo el pan en algún lugar. Ha solicitado un puesto para ocuparse de la calefacción del hospital. Está todavía aturdido por el derrumbe. Otra prueba más de que nosotras, las mujeres, aguantamos mejor las caídas, no nos entra tan fácilmente el mareo. Ilse y su marido están aprendiendo ruso. Contemplan la posibilidad —aunque con desgana— de un traslado a Rusia. «Se nos están llevando de aquí los medios de producción», dice el marido. No cree que a nosotros, los alemanes, se nos permita a corto plazo una producción digna de mención. En la radio de los vecinos ha oído que toda Alemania se transformará en un patatal. Ya veremos.

Larga y reiterada despedida. Y es que no sabemos cuándo y si nos volveremos a ver. En el camino de vuelta subí a casa de la sobrina política de la viuda, la joven que va a ser madre, que vive con su amiga Frieda y espera un bebé. La chica estaba echada boca arriba, tenía un gesto encantador. De su interior emanaba una especie de luz. Sin embargo, la bóveda de su vientre reposa sobre un cuerpo demasiado famélico, flaco. Y el contraste resaltaba fuertemente. Una creía estar viendo cómo la futura criatura chupaba todas sus sustancias y energías del cuerpo de la madre. Del futuro padre no había noticias, por supuesto. Parecía haberse olvidado por completo de las necesidades diarias, de la búsqueda de leña y alimentos, por ejemplo. Como en el piso sólo hay una cocina eléctrica —ahora completamente inútil—, las chicas se han construido en el balcón, con ayuda de ladrillos, una especie de fogón que alimentan con ramas de abeto rojo buscadas con mucho esfuerzo. Tarda una eternidad hasta que la escasa papilla coge el punto. Por si fuera poco, Frieda tiene que estar continuamente delante de la hoguera, removiendo las ascuas y echando ramas al fuego. Olía a Navidad por la resina.

Luego el camino a casa, caminar, caminar. Un cartel en alemán y en ruso anuncia que pronto se inaugurará un «mercado libre». ¿Por quién? ¿Para quién? Un «periódico de pared» da los nombres de los nuevos gobernantes de la ciudad. Personalidades completamente desconocidas, presumiblemente emigrantes regresados de Moscú. Me encontré con algunas cuadrillas muy variopintas de italianos. Iban cantando, cargados con hatillos y maletas, al parecer equipados para el regreso a casa. Otra vez bicicletas rodando ruidosamente sobre las llantas desnudas. En Schöneberg no había casi nadie en las calles, y el túnel de los espíritus del tren de cercanías estaba negro y abandonado. Me puse muy contenta cuando lo dejé atrás, cuando divisé las casas de nuestra manzana. Regresé a casa como tras un largo viaje y expuse a todos mis novedades.

Pies cansados, día bochornoso. Ahora la noche trae paz y lluvia.