MARTES, 5 DE JUNIO DE 1945
He dormido mal. Tuve dolor de muelas. A pesar de todo, me levanté temprano y caminé hasta Charlottenburg. Hoy han vuelto a sacar las banderolas por todas partes. Dicen que han aterrizado millares de aliados en el aeropuerto, ingleses, norteamericanos, franceses. Para honrarles ondean las graciosas banderolas, tan distintas todas ellas, producto del trabajo aplicado de las mujeres alemanas durante el fin de semana. Entretanto, los camiones rusos siguen circulando cargados con nuestras máquinas.
Camino y camino, sigo siendo la máquina de caminar. Camino unos veinte kilómetros diarios con una alimentación muy pobre. El trabajo divierte. Cada día maquina algo nuevo el húngaro. En algún lugar ha oído que se adjudicará el papel en primer lugar para libros escolares. Así que ha añadido los libros escolares en su programa editorial. Apuesta a que habrá una fuerte demanda de libros alemanes de lectura, modernizados, y también de gramáticas del ruso. Me encargó que me fuera centrando en esa dirección. De vez en cuando Ilse nos obsequiaba con una taza de café. A partir de las seis camino de regreso a casa; las suelas de mis zapatos más finas que una hoja de papel. Me topé con el primer vehículo alemán puesto de nuevo en funcionamiento: un autobús que hace su trayecto cada media hora. Sin embargo, está tan a rebosar que no vale la pena acercarse. También vi a policías municipales alemanes, nuevos en el servicio: jovencitos muy flacos, preocupados por no llamar la atención.
Llegué a casa sudando a mares y con los pies ardiendo. La viuda me abordó en la escalera con una sorpresa: ¡Nikolái había estado allí preguntando por mí! ¿Nikolái? Tuve que pensar un rato de quién se trataba hasta que me acordé del teniente e inspector de bancos de tiempos pasados. Nikolái, que iba a venir y no vino. «A las ocho volverá a pasar», dijo la viuda. «Llamará directamente a tu puerta. ¿Estás contenta?».
«Je ne sais pas», respondí yo recordando los conocimientos lingüísticos de Nikolái. No sabía realmente si alegrarme o no. Después de que Nikolái se hubiera convertido por dos veces ya en humo, me parecía poco menos que increíble que se personara aquí. Además, había pasado ya bastante tiempo desde entonces. No tenía ganas de hacer memoria. Y estaba muy cansada.
Apenas hacía un instante que me había lavado por encima y que me había echado a dormir una horita como siempre hago después de esas largas caminatas, cuando sonó el timbre. Era Nikolái de verdad. En la semipenumbra del pasillo intercambiamos algunas frases en francés. Le invité a entrar, y al verme dentro de casa con la luz, se quedó visiblemente asustado: «¿Qué le ocurre? ¡Cómo ha cambiado su aspecto!». Me encontraba enflaquecida y zarrapastrosa, quería saber cómo era eso posible en tan poco tiempo. Bueno, con el mucho trabajo y las largas caminatas, pasando hambre y alimentándome de un poco de pan seco, enseguida se pierden kilos. Lo curioso es que no me haya dado cuenta yo misma del cambio. Una no encuentra ocasión de pesarse. Y al espejo se mira una sólo de pasada. Pero ¿será verdaderamente tan preocupante?
Nos sentamos a la mesa de centro uno frente al otro. Yo, con mi cansancio, no podía reprimir los bostezos y no encontraba en mi cabeza las palabras. Estaba tan amodorrada que no entendía de qué hablaba Nikolái. De vez en cuando me desperezaba, me daba a mí misma la orden de mostrarme simpática con la otra persona. Él estaba siendo muy amable, pero extraño. Al parecer había contado con otro recibimiento. O sencillamente ya no le gusta la figura pálida y fantasmal en que me he transformado. Al final logré captar que Nikolái había venido también esta vez a despedirse. Ya está destinado fuera de Berlín y hoy ha pasado el día aquí por unos asuntos. Por última vez, dice. Así que no tengo por qué mostrarle una cara sonriente, no tengo por qué aparentar ningún interés por él. Y al mismo tiempo sentía yo todo el tiempo una callada tristeza por cómo habían ido las cosas con Nikolái. Tiene buena cara. Al despedirse, en el pasillo, me puso algo en la mano al tiempo que susurraba: «En camerades, n’est-ce pas?». Eran billetes de banco, más de 200 marcos. Y no recibió de mí nada a cambio, excepto unas cuantas medias frases pronunciadas entre bostezos. Con mucho gusto iría a comprarme ahora mismo algo de comer con ese dinero, aunque sólo fuera para cenar esta noche. Pero en tiempos como éstos, el que tiene algo se lo guarda. Eso supone la muerte del mercado negro.