LUNES, 4 DE JUNIO DE 1945
Caminata temprana a Charlottenburg. Hace bochorno. Nuestras publicaciones ya van teniendo un rostro. Reuní textos de autores prohibidos de los libros que se podían encontrar en la biblioteca del señor R. o en otros lugares de la casa. Maxim Gorki, Jack London, Jules Romains, Thomas Wolfe, incluso antiguos autores como Maupassant, Dickens, Tolstói. La cuestión es cómo adquirir los derechos de las obras literarias de estos autores que todavía no están libres, ya que no existe ninguna de las viejas editoriales. Al húngaro no le arredran de ninguna manera estas pequeñeces. Está a favor de imprimir. «Si luego viene alguien reclamando dinero, se lo pagamos y ya está». Y da unos golpecitos al bolsillo de su pantalón. Ya ha conseguido una bicicleta que pone a disposición de la «editorial», la cual por el momento sólo es un proyecto.
Para almorzar hubo efectivamente sopa de guisantes, pero desgraciadamente no muy ortodoxa: los guisantes —eso dice Ilse— no se dejan ablandar. Por eso ha tenido que pasar todo el mejunje por la picadora. La textura es áspera, como arenilla, pero se puede tragar. La sopa se coció con un trocito de tocino. A mí me dieron la corteza por el largo camino que tengo que hacer. Debería pesarme otra vez. Tengo la sensación de estar adelgazando muy rápidamente. Todas las faldas me van grandes.
Hacia las seis caminata a casa. Las calles estaban animadas con muchas pequeñas caravanas cansinas. ¿De dónde vienen? ¿Adónde van? No lo sé. La mayoría de los grupos se dirige al este. Las comitivas se asemejaban unas a otras: humildes carretillas cargadas hasta arriba con sacos, cajas, maletas. Delante, a menudo tirando de una cuerda, una mujer o el mayor de los niños. Detrás, los hijos pequeños o un abuelo empujando la carretilla. Casi siempre, encima de todos los cachivaches hay algún que otro ser humano: niños muy pequeños o ancianos muy mayores. Presentan muy mal aspecto estos ancianos entre los trastos, ya se trate de hombres o de mujeres. Mortecinos, caducos, ya medio muertos, un indiferente manojo de huesos. Cuentan que antiguamente, en pueblos nómadas como los lapones o los indios, los ancianos desvalidos se ahorcaban de una rama o se dejaban morir congelados en la nieve. El Occidente cristiano los arrastra consigo mientras respiren. A muchos los tendrán que enterrar en la cuneta.
«Honrad a la vejez», sí, de acuerdo… pero no sobre el carro de la huida, ahí no es el momento ni el lugar adecuados. He meditado sobre la posición social de los ancianos, sobre el valor y la dignidad de las personas longevas. En otras épocas los ancianos fueron los poseedores, los que dominaban todos los bienes. En la masa desposeída en la que prácticamente estamos todos hoy en día, la edad no cuenta. No es honorable sino digna de lástima. Pero justamente esa situación amenazadora parece aguijonear a los ancianos y atizar su instinto de supervivencia. El soldado desertor de nuestra casa le contó a la viuda que se ve obligado a guardar bajo llave cualquier cosa que sea comestible para que no la vea su anciana suegra. Roba lo que encuentra y se lo zampa a escondidas. No vacila en comerse las raciones de la hija y del yerno. Si se le dice algo, arma un escándalo y grita que quieren matarla de hambre, asesinarla para heredar el piso… Las honorables matronas se convierten en animales que se aferran ansiosas a su último soplo de vida.