30

Aguardaron más de media hora ante la casa sin perder de vista la entrada. Una y otra vez llamó Matthiessen a los agentes de vigilancia situados en la parte trasera de la propiedad, pero tampoco por allí se vio salir al escritor. Decidieron llamar a Jahn y descubrieron que había decidido no abandonar la casa porque se le había hecho demasiado tarde. Había decidido comprobar la luz al día siguiente. Volvieron de mal humor a la Jefatura.

Aún había que redactar los informes de los dos últimos días, y Erdmann se ofreció a ocuparse de ello. Permanecieron en la Jefatura toda la tarde, cada uno en su despacho; Matthiessen ocupándose de leer los libros de Jahn y Erdmann repasando los informes de Colonia, esperando encontrar allí algo que los compañeros del otro caso no habían sabido ver, pero que a la luz de los nuevos acontecimientos pudiera ser importante.

Llamó a la Jefatura en Colonia y pidió hablar con el comisario Udo Stöhr, que había dirigido la investigación en el caso de El retratista nocturno. Se puso al aparato el inspector jefe Bernd Menkhoff, que acababa de ser trasladado de Aquisgrán a Colonia, y que le informó de que Stöhr no estaría hasta el día siguiente. Erdmann le dio las gracias al inspector de forma un tanto brusca y colgó.

Su siguiente llamada fue para la mujer que le había facilitado a Jahn en su día su coartada. La dirección y el número aparecían en el informe y seguían siendo válidos. Estaba en casa y cogió el teléfono, pero no le gustó saber el porqué de la llamada. En breves palabras confirmó haber pasado la noche en cuestión con Jahn, pero le rogó que no se la molestara más con ese asunto. Su marido le había perdonado aquella infidelidad y no quería volver a recordarla volviendo a abrir heridas ya cerradas.

Poco después de las cinco apareció Matthiessen en su despacho para decirle que se marchaba a casa. Parecía cansada. También él estaba decepcionado, de modo que aceptó marcharse y ordenó rápidamente su escritorio. Se llevó el expediente de Colonia.

A las seis y cuarto Erdmann estaba ya en casa. Su frigorífico no le ofrecía demasiadas opciones, era urgente que hiciera la compra. Pidió sushi por teléfono y media hora más tarde un chino amable y sonriente se lo llevó a la puerta.

Había acordado con Matthiessen que aprovecharía lo que restara de aquel día para revisar en profundidad el expediente de Colonia. Matthiessen en cambio se disponía a revisar todo lo que habían logrado reunir hasta la fecha sobre el caso actual, para estar seguros de que no se les escapaba nada.

Después de comer la decepción se había transformado en un pesado cansancio y Erdmann decidió dormir una hora antes de continuar revisando los informes. Se tumbó en el sofá y se durmió inmediatamente.

Le despertó la llamada de Matthiessen poco después de las nueve de la noche, y necesitó un par de segundos para recordar dónde se encontraba.

—Se está convirtiendo en una fea costumbre tuya esta de despertarme —gruñó.

—Lo siento. Pensé que estabas trabajando, tal como habíamos acordado.

—Bueno, sí, aún estoy en el sofá.

—Sube inmediatamente al coche. Jahn ha abandonado su casa hace un cuarto de hora. El equipo de vigilancia le está siguiendo.

—¿Entonces nosotros que…?

—Te lo explico mientras vas hacia el coche. Venga. Ahora.

Su voz era tajante y no admitía réplica.

—Un momento, no cuelgues.

Erdmann se levantó, metió el móvil aún conectado en el bolsillo del pantalón y se puso los zapatos que encontró en el pasillo. Un minuto después ya se encontraba bajando las escaleras con el teléfono pegado a la oreja.

—Se dirige a la ciudad. Con suerte viene hacia nosotros. Date prisa. También hay una patrulla en camino. Todo lo demás lo hablamos por radio.

Le describió la zona por la que se encontraba Jahn y colgó.

Una vez en el coche, Erdmann conectó la radio y se alegró de haberse preocupado de haber instalado aquel aparato en su vehículo privado. A través de los comentarios de sus compañeros podía seguir la ruta que había emprendido Jahn.

Erdmann tomó primero una carretera comarcal y después la A7. Veinte minutos después había alcanzado el puerto de Waltershofer y se encontró con Matthiessen en el lugar en el que Jahn había dejado estacionado su vehículo. Aparcaron un poco alejados para no llamar la atención.

Si ya de día aquel lugar debía presentar un aspecto desolado, ahora, a la fría luz de la luna casi llena, era difícil encontrar a alguien que se detuviera allí de forma voluntaria. Grandes y oscuros almacenes se alternaban con pequeñas estructuras de ladrillo con ventanucos minúsculos. De vez en cuando aparecían viejos contenedores, apilados como piezas de un juego de construcción.

—¿Investigará Jahn por aquí para sus libros? —le susurró Erdmann a Matthiessen—. Al parecer tengo razón al sospechar que nuestro escritor no es tan inocente como aparenta.

—Vamos, pongámonos en marcha. He dado instrucciones para que la patrulla que llegue no meta demasiado ruido. Jahn debe encontrarse en algún lugar por allí delante.

Matthiessen sostenía su móvil en la mano y se lo acercó a la oreja. Habló con uno de los agentes del equipo de vigilancia que había seguido a Jahn y atendió sus indicaciones; el agente le describía en voz baja la zona mientras cruzaba con Erdmann estrechos senderos dejando a un lado tenebrosos edificios y contenedores. La luna en aquel cielo sin nubes les proporcionaba la luz necesaria para ver dónde ponían los pies. Tras unos minutos, alcanzaron una valla de unos tres metros de altura con una puerta, donde aguardaba un compañero del equipo de vigilancia. La puerta estaba abierta y parecía fija y difícil de mover. A la altura de los ojos se situaba un letrero con grandes letras rojas que prohibía la entrada y advertía que el edificio se encontraba listo para ser derribado.

—Ha entrado en el almacén de allí detrás —la saludó el compañero en voz baja—. Una nave con un aspecto lamentable. Los demás agentes se han situado en las posibles salidas. Venga.

Tras la valla el terreno era menos llano. Por todas partes encontraron piedras, piezas de metal, restos de material de obra y basura que les obstaculizaban el paso. Debían de tener cuidado por dónde pisaban.

Cuando alcanzaron el almacén, Erdmann se detuvo y examinó la fachada de ladrillo que se alzaba ante ellos oscura y amenazante. Calculó que se trataba de un antiguo edificio administrativo, porque faltaban los portones que solían caracterizar a las naves industriales.

—Ha entrado ahí. —El agente señaló una gran abertura sin puerta justo delante de ellos, a la que conducían unas amplias escaleras con pocos escalones.

—De acuerdo. Acompáñeme a la entrada —le ordenó Matthiessen, sacando su arma—. Aguarde allí a que lleguen los refuerzos. Si cuando estén aquí aún no hemos vuelto, encárguese de que entren.

Le hizo a Erdmann, que también sostenía un arma, una seña con la cabeza.

—Vamos a ver que hace nuestro escritor.

Matthiessen se puso en movimiento y entró en el edificio en primer lugar. Erdmann se sintió aliviado, porque de ese modo vería a cada momento qué hacía, pero de inmediato se reprochó a sí mismo tales pensamientos. Las palabras de Stohrmann habían dejado huella.

Una vez superada la entrada todo se volvió oscuro, pero antes de que Erdmann pudiera preocuparse por cómo avanzar en aquella oscuridad, apareció ante él un haz de luz. Matthiessen había encendido una pequeña linterna e iluminaba el pasillo. Media unos tres metros de ancho, y no se distinguía dónde terminaba. A ambos lados de la pared había huecos de puertas. El suelo estaba cubierto de basura y restos de pintura, las paredes estaban desportilladas, formándose islas irregulares de ladrillo.

Matthiessen avanzó cuidadosamente unos pasos más, luego se detuvo y señaló hacia un punto delante de ella y a su izquierda. A primera vista parecía otro hueco para una puerta, pero al acercarse Erdmann notó que se trataba de unas escaleras que bajaban. Matthiessen se colocó un dedo en los labios y Erdmann se detuvo junto a ella. Intentó concentrarse en oír algo en aquella oscuridad, pero no percibió más que un silencio absoluto. Tras unos momentos, ella asintió lentamente y situó el pie en el primer escalón.

Las escaleras eran muy estrechas y estaban encajonadas entre paredes sin pintar. Tras unos diez escalones giraba de forma brusca hacia la izquierda, y Erdmann se dijo que debía de ser imposible cargar con una persona por ellas. Debía de existir otra entrada.

El sótano que hallaron al final no era más que una copia de la planta superior. Tenía la misma basura, materiales de obra y otros desperdicios, y también aquí encontraron a ambos lados huecos en la pared.

Matthiessen miró a su alrededor, y no parecía ser capaz de decidir hacia dónde debía dirigirse. La indecisión acabó al percibirse unos sonidos desde la parte posterior derecha de la nave. Levantó su arma y miró a Erdmann, que asintió, y ambos avanzaron lentamente.

Erdmann intentaba, a la luz de la linterna de Matthiessen, encontrar algunos puntos de apoyo en el suelo entre toda aquella basura, pero le resultó casi imposible. Cada uno de sus pasos fue acompañado de crujidos y tuvo la certeza de que, si Jahn se encontraba por allí en alguna parte, ya los habría oído acercarse. Constató que algunos de los huecos de la pared no eran entradas hacia otras estancias, sino pequeños pasillos en los que, a su vez, se veían más huecos de puertas. Todo aquello le recordó a un laberinto, y pensó lo fácil que sería perder la orientación una vez que hubiera tomado alguna bifurcación.

Matthiessen se detuvo al cabo de unos metros y dirigió la luz de la linterna hacia arriba. Un par de metros por delante de ellos el pasillo acababa en un muro con un nuevo conducto a cada lado. La inspectora jefe alumbró ambos e hizo señas a Erdmann para que se adentrara por el de la derecha mientras ella iba por el de la izquierda. De nuevo no pudo evitar recordar las advertencias de Stohrmann, que desaparecieron de su mente a los pocos segundos, en el momento en el que oyó un ruido como de algo que caía justo delante, y se vio forzado a levantar su arma.

—Vamos —oyó a Matthiessen a sus espaldas, y notó sus rápidos pasos acercándose. Se puso en movimiento. Cuatro metros, cinco, y había alcanzado el lugar.

En esta abertura, a diferencia de las demás, había una puerta. Erdmann bajó el picaporte. La puerta no estaba cerrada. Tenía a Matthiessen justo detrás y percibía su aliento entrecortado. Asintió y empujó la puerta, que se abrió para mostrarles… una copia exacta del sótano de Christoph Jahn.

Erdmann necesitó un par de segundos para acostumbrar la vista a la imagen que la luna proyectaba sobre la pequeña ventana aún intacta fijada en el techo; aquel o poseía una extraña semejanza con un foco teatral. Matthiessen parecía haber dominado la situación con mayor rapidez, pues le apartó bruscamente a un lado y se coló en la habitación, mirando a su alrededor y dirigiéndose a un gran bloque situado en la parte posterior. Erdmann había vuelto a reaccionar y se fijó en la puerta situada en el lado opuesto a donde se encontraba, y por la cual se oían unos pasos alejándose.

—¿Todo bien? —le preguntó apresuradamente a su compañera, y salió corriendo, oyendo cómo ella asentía cuando ya había alcanzado la otra puerta. El pasillo que se abría ante él era idéntico al que acababa de abandonar, aunque el suelo no estaba tan cubierto de desechos, de modo que le fue más sencillo avanzar por él. Sin embargo, se diferenciaba del anterior en que recorría la pared exterior, y la luz que se filtraba por las sucias ventanas le permitía reconocer dónde pisaba. Erdmann tuvo el absurdo pensamiento de que Matthiessen no estaba en absoluto paralizada por el miedo. Oyó pasos en alguna parte delante de él. El pasillo giraba a la derecha, aún sin abandonar el contorno del muro exterior. Caminar se volvía cada vez más dificultoso. Unos diez metros más allá, en el lado derecho, unas escaleras conducían a la parte superior. Sin pensárselo mucho, subió a toda prisa. Si pretendía huir, Jahn necesitaba salir al exterior de algún modo.

Erdmann había alcanzado aproximadamente la mitad de las escaleras cuando oyó gritos en la parte superior. Una vez que estuvo arriba ya tuvo a la vista el hueco sin puerta que conducía al exterior y, en ese mismo instante, sonó un disparo. Cubrió los últimos metros con el pulso desbocado, se detuvo ante la pared y se asomó cuidadosamente al exterior, pero no vio a nadie. Inspeccionó el terreno que se extendía más allá del edificio. Abandonó con cautela la seguridad que ofrecía aquella posición para poder tener una mejor visión. Seguía sin ver a nadie, pero percibía unos pasos en la lejanía. Luego le llegaron voces que gritaban, aunque no lograba comprender qué es lo que decían. Saltó hacia fuera y corrió hacia ellas. Aunque ponía cuidado, tropezaba una y otra vez. Rodeó el edificio, llegó a la entrada de la valla y se detuvo allí para escuchar. Finalmente tomó el camino de la izquierda, el opuesto al que habían venido. Pensó en Matthiessen, a la que había dejado en el sótano, sola. ¿Y si había alguien más allí? ¿Un cómplice de Jahn? ¿Lorth o Lüdtke? Apartó aquel pensamiento de su mente. Los agentes de vigilancia habían estado siguiendo a Jahn y le habían visto solo. Pero y si se había citado… De nuevo el pie se le había quedado atascado en algo. Movió los brazos en el aire, tropezó hacia delante, intentó mantener erguido el torso para no caer, pero era demasiado tarde. Perdió el equilibrio y aterrizó en aquel suelo lleno de basura y escombros, golpeándose fuertemente el pecho con una piedra dura. El dolor le hizo contener la respiración. Durante un momento permaneció allí, quieto, sin atreverse a mover un solo músculo, con la certeza de haberse roto al menos un par de costillas. Entonces recordó a Matthiessen, en el sótano, y a Jahn. Con feroz determinación flexionó las piernas y se apoyó en ambas manos para levantarse. No pudo evitar soltar un grito, pues el pinchazo que lo atravesó fue intenso. Logró ponerse en pie finalmente y continuó hacia adelante, medio tambaleándose. Cada vez que inspiraba, el pecho le dolía lo inimaginable, pero lo ignoró, mirando tercamente al frente. Unos cincuenta metros por delante de él las piedras y la basura se distinguían con mucha mayor claridad debido a un haz de luz. Parecía un camino, o tal vez una carretera. Tardó mucho más de lo que había pensado en alcanzar el lugar, y cuanto más se acercaba, más voces lograba distinguir. Eran varias, todas a la vez, y no comprendía las palabras. Llegó a un lugar con una pequeña pendiente hacia abajo y se detuvo, con la respiración pesada. Su pecho le dolía enormemente a cada inspiración. Unos diez metros por debajo de él distinguió dos casas. En el camino que separaba a ambas pudo ver al fin a los hombres que había estado escuchando. Se trataba de agentes de policía, dos de ellos en ropa de calle, seis o siete de uniforme. Estaban de pie, formando una especie de círculo en una carretera. Dos hombres estaban arrodillados en el asfalto, dándole la espalda. Detrás de ellos vio la parte delantera de un camión, el resto del vehículo no se distinguía desde su posición, ya que lo tapaba una de las dos casas. Delante del guardabarros había situado otro policía que parecía conversar con un hombre apoyado en el camión.

La mirada de Erdmann retrocedió hacia los hombres que estaban en círculo, y en aquel momento fue consciente de que debían de estar rodeando algo que yacía en la carretera. O alguien.

—¡Mierda! —exclamó, bajando lo más rápidamente posible aquella pendiente. Tan solo tras unos metros tan solo volvió a sentir un terrible pinchazo en el pecho, y gritó de dolor. Se alzaron varias cabezas y miraron en su dirección.

—Inspector Erdmann —les gritó—. De la Unidad Especial Heike.

Casi los había alcanzado y pudo reconocer a un hombre tirado en el suelo. Yacía inmóvil, de espaldas, con una pierna en un ángulo imposible, un brillo húmedo en la pernera del pantalón. El rostro estaba cubierto de sangre, pero a pesar de ello lo reconoció. Porque era Christoph Jahn.