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Die Kleine Bücherecke estaba situada en la zona de Hoheluft-Oeste, en la planta baja de un edificio que hacía esquina. El local era amplio, de aproximadamente unos cien metros cuadrados. En un rincón de su superficie cuadrada se habían colocado tres mesas, flanqueadas con algunas sillas de madera. Un mostrador cercano ofrecía refugio a una máquina de café automática y varias tazas de colores.
Nada más entrar en el local, una joven, de pie ante una de las estanterías, se giró hacia ellos. En el suelo, a su lado, descansaba una cesta repleta de libros. La mujer parecía andar por los treinta y pocos; su cabello cobrizo, que le llegaba hasta la barbilla, estaba arreglado con un corte masculino, lo cual en cierto modo venía a subrayar la forma de corazón de su rostro. Se acercó a ellos con una tímida sonrisa y Erdmann advirtió que para su altura, aproximadamente uno setenta, le sobraban al menos un par de kilos.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarles en algo?
—Buenos días. Soy la inspectora jefe Matthiessen. Éste es mi compañero, el inspector Erdmann. ¿Es usted Miriam Hansen?
La sonrisa se esfumó.
—Sí.
Erdmann quedó impresionado por el luminoso verde de su mirada.
—¿Es usted…? ¿He hablado con usted hace un momento?
—No, fue con otro agente. Estamos buscando un libro…
Comenzó a rebuscar en sus bolsillos para hallar la nota con los datos que necesitaba.
—¿El libro por el que me ha preguntado su compañero? Tengo algún ejemplar de El manuscrito de Christoph Jahn. ¿Lo necesita a nivel particular o…?
—¿Podría traérnoslo, por favor? —rogó Matthiessen a la joven, impidiéndole con ello la respuesta a Erdmann. Quizá temía que revelara demasiada información del caso a alguien ajeno a él.
—Sí, yo… Un instante, ahora se lo traigo.
Miriam Hansen se apartó de ellos y se acercó a las estanterías más lejanas, situadas junto a las mesas.
—¿Les apetece un café? —les ofreció, señalando la cafetera.
—No, gracias —fue la respuesta de Matthiessen y, simultáneamente, Erdmann también habló:
—Sí, por favor.
La joven se volvió brevemente hacia ellos, desconcertada.
—¿Le sirvo un café entonces?
Erdmann asintió, despacio.
—Pero antes de servirle un café a mi compañero, búsqueme ese libro, por favor —exigió la inspectora. La mirada de censura que le dirigió Matthiessen a Erdmann mientras pronunciaba esas palabras le enardecieron. Hubo de contenerse de nuevo para no saltar con algún comentario improcedente.
—Aquí tiene.
Miriam Hansen se acercó a ambos llevando un libro de bolsillo en la mano. Fue Erdmann quien se adelantó un paso y lo cogió. La cubierta de la novela era negra. El título cruzaba la imagen de la portada en grandes letras verdes y brillantes. Se veía a una mujer recostada sobre la palabra manuscrito, mostrándole al lector su espalda desnuda.
—Gracias… pero creo que dejaré el café para otro día.
Miró a Matthiessen, que le sorprendió no realizando el despectivo comentario que había esperado, sino dirigiéndose como si nada a la librera.
—¿Es usted admiradora de este autor, según nos han dicho?
Las pálidas mejillas de la joven se tiñeron de rojo.
—Sí, he leído todos sus libros, y desde que vive en Hamburgo también he coincidido con él en un par de ocasiones.
—¿Ha asistido a alguna presentación o lectura de sus libros?
—No, por desgracia, no. Christoph ya no realiza presentaciones ni lecturas. No ha vuelto a publicar ningún libro después de lo que ocurrió con su última novela.
¿De modo que Christoph?, se preguntó Erdmann, e inquirió en voz alta:
—¿Qué fue lo que ocurrió?
—¿No lo saben? Pensé que al ser ustedes agentes de policía…
—¿A qué se refiere? —repitió Matthiessen la pregunta de Erdmann con insistencia.
—Pues… bueno… hace cuatro años… Algún tarado imitó la novela de Christoph. En todos sus detalles. Hubo un asesinato.
Erdmann sintió cómo le invadía una oleada de calor. Levantó el libro que sostenía en la mano y lo giró en el aire.
—¿Qué? ¿Esta novela? ¿El manuscrito?
Miriam Hansen sacudió la cabeza.
—No, no, no fue esa novela. Esa aún no se había publicado. Imitaron El retratista nocturno, la novela anterior del autor.
Erdmann intercambió una rápida mirada con Matthiessen y supo que ambos compartían en aquel momento el mismo pensamiento. Por fin una pista.
—¿Recuerda ese caso? —preguntó Erdmann, dirigiéndose a su compañera, que sacudió la cabeza en respuesta antes de hablar.
—Pues no, y es extraño, porque debería recordar un caso tan…
—Pero… No… No sucedió aquí —interrumpió la librera tímidamente—. Fue en Colonia. Antes de que Christoph se trasladara a Hamburgo. Creo… creo que fue la causa de su traslado.
—Un momento —intervino Erdmann de nuevo—. ¿El autor residía antes en Colonia y en esa ciudad se cometió un asesinato imitando una de sus novelas?
—Sí, eso es lo que tengo entendido. Se comentó en la prensa. También en la de aquí. Christoph es bastante conocido…
Matthiessen se encogió de hombros.
—A mí no me suena su nombre. ¿Sabe si en aquel entonces se detuvo al asesino?
—Creo que no.
—¿La novela sitúa la acción en Colonia?
—No. Las novelas de Christoph se desarrollan todas en Kirstheim. Una ciudad alemana ficticia.
—¿Tendría algún ejemplar de ese otro libro?
—Tenemos todos sus libros y se venden bastante bien —dijo la mujer con cierto orgullo.
—¿Cuántas novelas ha publicado este autor hasta ahora?
—En total han sido cuatro.
—¿Podría traernos también un ejemplar de El retratista nocturno?
—Por supuesto.
—¿De cuántos ejemplares de El manuscrito dispone?
—Creo que me quedan tres.
—Nos los llevamos todos.
Miriam Hansen desapareció un instante para volver con varios libros.
—¿Cómo conoció usted al autor? —preguntó Matthiessen cuando la tuvo otra vez delante.
Las mejillas de la mujer fueron invadidas por un intenso rubor.
—Hace ya mucho de eso —aclaró, un tanto avergonzada—. Cuando supe que pensaba trasladarse a Hamburgo le escribí un correo electrónico a la dirección que se indicaba en su página web. Me respondió muy amablemente un par de días después. Nos hemos estado escribiendo un tiempo, hasta que me propuso que nos viéramos para tomar un café. Bueno, y desde entonces solemos encontrarnos con cierta frecuencia.
—¿Qué edad tiene?
—Cincuenta y pocos.
—¿Está casado?
—No. Está divorciado. Vive en Volksdorf, con su ama de llaves y asistenta, en una casa fantástica cerca de las lindes del bosque, con un jardín precioso.
—¿Le ha visitado usted en su casa? —preguntó Erdmann, sorprendido.
—Sí, un par de veces. Me invitó a tomar café, también a comer.
—Muchas gracias por su ayuda, Miriam —dijo Matthiessen—. Parece conocer muy bien al autor. ¿Le importaría si la volvemos a llamar si nos surgen más preguntas?
—Por supuesto que no, será un placer. Y si quisieran hablar con el propio Christoph, puedo llamarle para concertar una cita, si lo desean.
—Gracias, pero no será necesario. ¿Podría indicarme su dirección y teléfono personales?
Unos minutos más tarde abandonaron la pequeña librería con una bolsa con cinco libros de Christoph Jahn, cuatro ejemplares de El manuscrito y uno de El retratista nocturno. Miriam Hansen quiso facilitarles los libros de forma gratuita, pero Matthiessen insistió en pagarlos y en que se le extendiera una factura.
—¿Qué opina de todo esto? —preguntó a Erdmann, mientras dejaban atrás una serie de jardincitos para acercarse a su Golf, aparcado unos metros más allá.
—Estoy más que intrigado por conocer el argumento de esas novelas.
Ella asintió.
—Y deseando saber más de ese caso de Colonia.
Mientras Erdmann arrancaba el vehículo, Matthiessen sacó uno de los libros de la bolsa, El manuscrito, según pudo constatar Erdmann con una rápida mirada de reojo, y empezó a hojearlo. El inspector repasó mentalmente la conversación mantenida con la librera. El tono y las palabras empleadas al hablar de ese Jahn hacían sugerir que ahí había algo más que el mero entusiasmo por el talento de un autor. Y, además, que en varias ocasiones…
—¡Dios mío!
Erdmann contempló a Matthiessen, que miraba con manifiesto horror el libro que sostenía entre las manos.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
—Mire esto.
Sostuvo el libro de tal manera que Erdmann pudiera ver lo que contenía la página por la que lo había abierto. Fue incapaz de leer nada en esa primera, rápida mirada, pero distinguió una interrupción en el texto, que hacia la mitad de la página era sustituido por unas letras manuscritas. ¿Se trataba realmente de aquello que sospechaba? Erdmann se apartó de la carretera hacia la derecha, detuvo el coche y examinó más atentamente la página del libro que se le mostraba. Lo que vio allí… Sus sospechas se confirmaban. Se trataba exactamente de las mismas palabras que las escritas en el marco de piel.
EL LECTOR
Novela policíaca
de
Anónimo