12

Erdmann no le explicó a Matthiessen nada de su conversación con Stohrmann. Eludió sus preguntas y se alegró de que ella no insistiera. Su compañera había logrado contactar con Miriam Hansen, que había accedido a verlos y les aguardaba en su casa.

Unos veinte minutos más tarde se encontraron ante la puerta del piso de la librera, situado en un cuidado edificio de la zona de Lokstedt. La mujer les abrió la puerta apenas Erdmann pulsó el botón del timbre. Los saludó a ambos, pasando sus manos una y otra vez por la pernera de sus vaqueros, como intentando limpiárselas.

—¿Les ha costado encontrar la dirección? —preguntó, absurdamente, según pensó Erdmann, en tiempos del GPS.

—Buenos días, Miriam —saludó Matthiessen—. No, no hemos tenido ningún problema. ¿Nos permite entrar un momento?

—Claro, por supuesto, discúlpenme que… Por favor, pasen.

La vivienda de Miriam Hansen era pequeña, pero cómoda. Las paredes se hallaban en su mayor parte cubiertas de estanterías llenas de libros, e incluso en el pasillo había colocada alguna.

—Parece que lee usted mucho —observó Erdmann, tras haber tomado asiento ante una mesa de madera clara de forma ovalada.

Ella miró a su alrededor, como si intentara averiguar cómo podía haber llegado él a esa conclusión.

—Lo dice por los libros, supongo…

Sonrió, avergonzada.

—Bueno, es cierto que me gusta leer, pero la mayor parte de estos libros no los he leído. Son ejemplares gratuitos de las editoriales, que nos ruegan que los recomendemos a nuestros clientes. Resulta imposible leer todo esto.

—¿Suele escribir usted reseñas de los libros que lee?

La sonrisa se esfumó de su rostro dando paso a una expresión de duda.

—¿Reseñas? No, yo… bueno, no. En todo caso si alguna editorial me lo pide, algún comentario de presentación, pero normalmente no.

—¿Pero suele leer las reseñas que se publican acerca de libros que conoce? —insistió Erdmann.

—Bueno, probablemente esto les haga formarse una opinión desfavorable acerca de mí, pero… suelo consultar en internet lo que algunas personas comentan acerca de los libros que vendo y… se lo transmito a mis clientes como si fueran opiniones mías. Comprenderán que me resulta imposible leer todos los libros que tengo en venta.

—Por supuesto que no —asintió Matthiessen, en tono comprensivo—. Pero no nos referíamos ahora a reseñas publicadas en internet, sino más bien a una muy concreta, una que apareció en diciembre del año 2010 en el periódico Hamburger Allgemeine Tageszeitung. Una reseña sobre una novela de Christoph Jahn.

La mujer palideció de forma repentina. Se tapó la boca con la mano.

—¿Qué puede decirnos acerca de esa reseña, Miriam?

Erdmann no le dio tregua, pues quería evitar que tuviera tiempo para pensar.

—Yo —comenzó ella, pero debió advertir que resultaba difícil oírla con la mano aún cubriéndole la boca, por lo que la retiró—. Santo Dios. Sé lo que… pero no pueden pensar eso de mí. Se trata de Heike Kleenkamp, ¿verdad? Creen que me he alterado tanto por esa basura que escribió aquella mujer… Y ahora la chica ha sido secuestrada, lo leí ayer en el periódico de su padre. Pero yo no puedo, quiero decir, nunca podría…

Una lágrima solitaria cayó sobre su mejilla dejando un húmedo surco en ella.

—Tranquilícese, Miriam. Nadie pretende acusarla de nada —la calmó Matthiessen, como si de una niña asustada se tratara—. Tenemos que seguir todas las pistas y debe reconocer que los correos electrónicos que dirigió a Heike Kleenkamp eran bastante desagradables.

—Sí, estaba muy alterada. Debería leer las estupideces que se publicaron en aquel periódico, me comprendería.

—¿Ha guardado casualmente aquella reseña? —preguntó Erdmann, aunque no contaba con ello.

Tal como esperaba, Miriam Hansen sacudió la cabeza en señal de negativa.

—No, no guardaría algo así, jamás.

—¿Recuerda el nombre de la persona que firmó la reseña? ¿Se trataba de una mujer? —preguntó Matthiessen, que mantenía el mismo tono conciliador de voz.

—Tampoco. No suelo guardar en mi memoria nombres de personas tan frustradas por su propia incapacidad artística que se deciden a hundir la carrera de autores de talento sólo por envidia.

—Hay algo que no comprendo —dijo Erdmann, apoyando las manos sobre la mesa—. ¿Por qué dirigió su ira hacia Heike Kleenkamp? Ella no fue la autora de la reseña. ¿Por qué no le escribió directamente a aquella otra mujer?

Miriam Hansen le miró interrogante, parecía no comprender la pregunta.

—La mujer que escribió la reseña carece de importancia. No importa lo que escriba una persona así, nadie lo hubiera leído si el periódico no hubiera decidido publicarlo. ¿No lo comprende? No es la autora de la reseña la que ha causado el daño, sino aquellas personas que hacen un uso indebido de su posición en la sociedad y difunden basura. Con ello le proporcionan un valor a lo escrito que jamás debería haber tenido.

Matthiessen frunció los labios.

—Si entiendo bien lo que nos acaba de indicar, su ira debió haberse dirigido a Dieter Kleenkamp, como propietario y editor del periódico, o a la redactora jefe de la sección de Cultura. Hubieran sido los responsables de la publicación de la reseña, en ningún caso Heike Kleenkamp.

—Sí, ya sé. Pero probablemente ellos hubieran eliminado mi mensaje sin más, sin leerlo siquiera. No le dan importancia a estas cosas. —Inclinó la cabeza—. Pensé que si le escribía a la hija tal vez ella me comprendería y hablaría con su padre. Y él tal vez le hiciera caso.

Erdmann se preguntó si realmente era tan inocente como pretendía.

—¿Y la dirección de correo de Kleenkamp? ¿De dónde la sacó?

—No fue difícil. La hallé a través de su página de Facebook.

—Miriam, ¿nos podría decir qué ha hecho en los últimos días? ¿A partir del martes?

La mujer abrió mucho los ojos.

—¿Quieren saber si tengo una coartada? Parecen creer que realmente tengo algo que ver con ese secuestro. Sólo porque no quise aceptar en su día que se arrastrara por el fango el buen nombre de un escritor de talento, que además es una persona maravillosa, yo…

En su voz se advertía que estaba muy alterada.

—Despacio —comentó Erdmann, poniendo mucho cuidado en controlar a su vez la voz y mantener la calma—. Acaba de ser secuestrada una mujer a la que usted ha amenazado hace apenas un par de meses. Es evidente que debemos comprobar su coartada. Eso no significa que pensemos que es culpable de nada, pero ha enviado unos correos electrónicos cuyo contenido exige que hablemos con usted. Y, sí, también tenemos que saber dónde estaba usted en los momentos críticos de este caso. Es en su propio interés. Así podremos descartarla.

—Está bien —respondió ella, más tranquila.

Desplazó la mirada hacia el techo, como si pudiera consultar allí sus movimientos de la semana anterior.

—¿A partir del martes?

Erdmann sacó una pequeña libreta de notas del bolsillo interior de su chaqueta y la miró.

—Hasta las seis y media estoy siempre en la librería, exceptuando ayer, en que salí antes para ir a comprar. He salido pues a las seis y media todos los días de esta semana. Llegué a casa en torno a las ocho. Y el miércoles…

—¿En casa? ¿Sola?

—Sí, vivo sola.

—¿La llamó alguien por teléfono? ¿Llamó alguien a su puerta el martes por la noche?

Reflexionó unos instantes y finalmente negó.

—No, nadie que yo recuerde.

Erdmann apuntó un par de cosas y le rogó que continuara.

—El miércoles… espere… me fui a casa inmediatamente de nuevo. El jueves había quedado para cenar con una amiga, nos vimos a las siete y media. Estuvimos en una pizzería hasta aproximadamente las diez y media. El viernes…

—¿Me puede facilitar el nombre y la dirección de su amiga, por favor? Y el número de teléfono, si dispone de él.

Ella le indicó los datos, que Erdmann anotó.

—El viernes salí antes, a las tres y media, porque tenía una cita médica.

—¿De qué tipo?

Miró a Matthiessen interrogativamente.

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

—La cita médica. ¿Qué tipo de cita y cuál era el problema?

—Pues fui a ver a mi dermatólogo, el doctor Gorges, de Eppendorf, debido a un par de manchas en la espalda que quisiera quitarme.

Erdmann apuntaba todo lo que le indicaba.

—Después fui a dar un paseo. Llegué a casa alrededor de las siete y media. —Hizo una pausa, y finalmente añadió—: Sola también.

—Comentó usted que se había marchado a las tres y media. ¿Cerró usted la tienda?

—No, tengo dos empleadas, unas estudiantes que trabajan por horas y me ayudan de vez en cuando en la tienda. Una de ellas, Jessika, se ocupó de la tienda el pasado viernes por la tarde.

Erdmann le rogó que le facilitara también el nombre y la dirección de ambas chicas.

—¿Tiene usted pareja, Miriam?

—No, yo… no, soy soltera.

—¿Desde cuándo?

Dado que la mujer no respondió de inmediato, Matthiessen se atrevió a asegurar:

—No es malo estar solo, también yo lo estoy y me siento bastante cómoda con mi situación.

Erdmann le dirigió una breve mirada a su compañera, pensando que le había revelado a aquella mujer más detalles de su vida que a él.

—Bueno, desde… desde hace mucho. Tal vez sea demasiado exigente, pero… estoy esperando a que aparezca el hombre adecuado.

Durante unos momentos nadie dijo nada, y Erdmann siguió anotando en su libreta.

—Miriam, el caso del que nos ocupamos actualmente, el secuestro de Heike Kleenkamp, es algo… —Matthiessen parecía buscar las palabras adecuadas—. No se trata de un simple secuestro, sino de un asesinato.

Erdmann observó atentamente a Miriam Hansen, que parecía haberse quedado petrificada de repente; su barbilla cayó hacia abajo y abrió su boca en señal de estupor.

—¿Asesinato? —susurró—. ¿Han asesinado a Heike Kleenkamp? Dios…

—No, no se trata de Heike Kleenkamp, de ella aún no sabemos nada. Ha aparecido otra víctima, una joven, y estamos seguros que su asesinato está estrechamente relacionado con el secuestro de Heike.

La mirada de Miriam Hansen se desplazó de Erdmann a Matthiessen.

—Pero… no comprendo.

—Miriam —tomó de nuevo la palabra Erdmann—, nos explicó ayer que hace cuatro años un perturbado imitó los crímenes de El retratista nocturno.

—Sí, pero…

—Al parecer tenemos también un imitador de El manuscrito.

—¿Qué? Pero… ¿Qué ha ocurrido? Un momento. ¿El manuscrito?

Erdmann asintió.

—Dios mío. Precisamente El manuscrito. Allí hay muchas… ¿Han sido secuestradas más mujeres? Me refiero, ¿está imitando exactamente la novela? También… Dios… ¿Han enviado paquetes a la redacción de algún periódico?

—Sí, ya ha sido enviado un paquete. Aunque no a un periódico, ha sido recibido por una estudiante, Nina Hartmann. ¿Le dice algo ese nombre?

—No. Nada.

—¿Está segura? Nina Hartmann.

La mujer sacudió la cabeza.

—Pobre Christoph. ¿Él ya lo sabe? ¿Debo llamarle para ponerlo al corriente?

De nuevo Erdmann no pudo sino preguntarse si aquella mujer fingía o realmente era tan inocente como aparentaba ser.

—Por supuesto que lo sabe, Miriam. Estamos hablando de un asesinato que se ha realizado imitando una de sus novelas. Estuvimos entrevistándonos ayer con él. ¿Cuándo le vio usted por última vez?

—Exactamente el domingo hace dos semanas. Me invitó a su casa. Tomamos un café juntos y charlamos acerca de su nueva novela. Me había pasado algunas partes para que las leyera y quería conocer mi opinión. Soy la única persona a quien consulta en estos casos. Bueno, a excepción de la señora Jäger, por supuesto.

—¿La señora Jäger? —preguntó Matthiessen.

—Sí, Helga Jäger, el ama de llaves de Christoph.

—¿Discute Jahn su manuscrito con su ama de llaves? —se sorprendió Erdmann—. Me parece algo… fuera de lo común. Siempre he pensado que los escritores consideran a sus manuscritos como un objeto sagrado que nadie debe leer antes de que esté terminado. Lo habré visto en el cine. Puedo entender que se consulte la opinión de una librera pero ¿de un ama de llaves?

—Pero ¿quién cree que compone mayoritariamente el público de Jahn? Son siempre mujeres, por encima de los cuarenta. Helga Jäger forma parte de su grupo potencial de lectoras, por lo que su opinión le interesa mucho a Christoph. No es que discuta con ella el borrador, claro que no, ya que ella carece de los conocimientos necesarios para ello. No se trata de eso, pero sí me comentó que dejaría que la mujer leyera la novela cuando la hubiese terminado, simplemente para conocer su opinión como lectora.

—Ah, bien. Pero usted sí que la ha leído. ¿Qué le parece?

Miriam miró a Erdmann sin comprender.

—¿A qué se refiere?

—¿Qué opina de su nueva novela? ¿Es buena? O, mejor dicho, ¿será buena?

Erdmann había esperado que la mujer se deshiciera en elogios sobre el increíble talento de Christoph Jahn y se sorprendió mucho cuando vio que ella parecía eludir la respuesta.

—¿Miriam? Responda, por favor. ¿Le gustó lo que leyó?

—Bueno, se trata de una primera versión, pero… si le soy sincera, no es tan buena como las otras. De momento, al menos. Por supuesto, aún puede mejorar, y seguro que cuando la revise un poco el resultado será mejor.

—¿Y a qué se debe? —quiso saber Matthiessen—. ¿Qué no le agrada de ella?

—No sé exactamente. Es un poco… bueno, hay muchas explicaciones y descripciones, pero nunca sucede nada. No es… no hay tensión. —Hizo una pausa—. Sigo sin poder creer que alguien decidiera imitar precisamente los crueles asesinatos de El manuscrito. Y aquí en Hamburgo. Dios, cuán terrible es todo esto.

Qué hábilmente ha cambiado de tema, pensó Erdmann.

Matthiessen se puso en pie.

—Le agradecemos mucho su ayuda, Miriam. Supongo que comprenderá que debemos comprobar los datos que nos ha facilitado. Ya contactaremos con usted de nuevo.

—Claro.

También Miriam Hansen y Erdmann se levantaron de sus asientos.

—Lo comprendo. Después de enviarle esos correos a Heike Kleenkamp me arrepentí de inmediato, ya al día siguiente. No es mi estilo enviar mensajes tan llenos de ira, pero… estaba muy enfadada y me pareció tan injusto para Christoph Jahn… Imagino que habrán leído sus libros. ¿No les parecen algo muy especial? Describe las situaciones con tanto sentimiento, los lugares con un detallismo que uno tiene la impresión de vivirlo.

—No es eso lo que nos acaba de decir —la intentó provocar Erdmann.

—Me ha entendido mal. En cuanto revise la nueva novela, alcanzará el nivel de las demás, estoy segura.

Aunque no era eso lo que creyó haber oído sólo dos minutos antes, lo dejó estar.

—Bueno, gracias por su ayuda de nuevo, Miriam. Tenemos que marcharnos.

—¿Qué te parece? —preguntó Matthiessen cuando se sentaron en el coche y se abrocharon los cinturones.

Erdmann puso en marcha el motor.

—No creo que esté relacionada con el caso, pero no me trago su número de la chiquilla inocente.

—Tampoco yo —coincidió Matthiessen, y señaló con la barbilla a la carretera—. Bien, pues vayamos ahora a visitar a ese gran escritor de talento.