27
Peter Lüdtke parecía irritado por la visita, quizá porque Matthiessen no se había anunciado y se habían presentado allí por sorpresa, acompañados de Werner Lorth, que le sonreía de modo insolente a su jefe. Lorth se había afeitado y se había peinado hacia atrás el cabello. Iba vestido con unos vaqueros limpios y una camisa celeste más o menos de su talla; a Erdmann le pareció por vez primera un hombre normal.
—Qué pronto nos volvemos a ver. —Lüdtke les obsequió con una sonrisa torturada y señaló las sillas de su despacho que habían ocupado apenas unas horas antes. Miró a Lorth como si evaluara si debía o no estrangularlo.
—Hola, Werner. He oído que no te encontrabas del todo bien esta mañana.
—Han influido en ello las dos botellas con las que me obsequiaste ayer, bien tarde por la noche.
Lorth se sentó, sin perder la sonrisa, y se cruzó de brazos. Matthiessen y Erdmann observaron al editor, que se limitó a fusilar con la mirada a su revisor y se dirigió a su escritorio.
—Sí, es cierto. Estuve en su casa ayer por la noche. Lamento no haberles hablado de ello antes, pero tiene una explicación. Nuestros contratos tienen una cláusula de confidencialidad y hay cosas de las que no estamos autorizados a hablar con personas ajenas a la editorial. Y todo lo que les reveló Werner ayer está protegido por esa cláusula.
—Lüdtke, quisiera explicarle algún detalle de nuestro sistema legal —comenzó Matthiessen, y Erdmann percibió el esfuerzo que hacía por no mostrar lo irritada que se sentía—. A diferencia de un acusado, que puede guardar silencio si cree que va a incriminarse con su declaración, un testigo, y usted lo es, de forma automática, en el instante mismo en el que decidimos interrogarle, no debe ocultar ninguna información. —Matthiessen continuó hablando, ya mucho más calmada—. Sus acuerdos internos no le interesan a la ley. Nos ocupamos de crímenes violentos y ahora mismo la vida de varias mujeres se halla en peligro. Se nos acaba el tiempo, Lüdtke, y si lo malgastamos intentando averiguar detalles que alguien nos oculta conscientemente, o en que nos miente, es posible que al final resulte ser demasiado tarde para ellas. Permítame un consejo: no nos oculte nada más y no nos mienta cuando le preguntemos. Porque si descubrimos que continúa haciéndolo me ocuparé personalmente de que recaiga sobre usted todo el peso de la ley. ¿Me comprende?
El editor no se movió, mirando fijamente a Matthiessen. Estaba más que sorprendido por aquellas palabras tan directas.
—Le he preguntado si me ha entendido, Lüdtke —repitió Matthiessen de forma insistente, sacando a su interlocutor de su estupor.
—Sí. Y ya le he dicho que lo siento. No he pensado en las consecuencias.
—Muy bien. ¿De modo que debo suponer que el señor Lorth nos ha dicho la verdad?
—Sí, se aproxima bastante. Los manuscritos de Christoph Jahn no podían publicarse en el estado en el que se hallaban. Ignoro por qué mi predecesor firmó el contrato que firmó, pero bueno, eso no es relevante ahora. Jahn recibió un anticipo muy sustancioso, así que teníamos que buscar el modo de convertir sus novelas en textos medianamente interesantes. Cualquier otra editorial hubiese hecho lo mismo. Además, no es ilegal.
—Tal vez no sea ilegal —intervino Erdmann—, pero no parece muy ético presionar a un autor hasta el punto de obligarle a firmar algo en contra de su voluntad. Sobre todo cuando se trata de modificar de una manera tan importante su obra que prácticamente no reconozca el resultado final. ¿Le parece una actitud correcta?
—No sólo correcta, sino inevitable —contestó Lorth en nombre de su jefe. Al parecer éste había recuperado sus simpatías con sus últimas palabras—. He convertido con mi trabajo textos insignificantes en novelas auténticas. Novelas que han llegado a convertirse en bestsellers. Y que continuarán siéndolo.
Se recostó hacia atrás mientras miraba satisfecho a su alrededor.
—Es posible —asintió Erdmann—. Pero no porque esas novelas sean buenas, sino porque algún psicópata está imitando esas novelas.
—Como ya les comenté la primera vez que hablamos —intervino Lüdtke en la conversación—, puede que sea algo horrible, pero no tenemos la culpa de que las novelas sean la motivación del criminal.
—Ya veo que ambos saben muy bien cómo deben responder —dijo Matthiessen, aún enfadada—. Al menos, a la hora de encontrar justificaciones son capaces de mostrarse de acuerdo. —Se dirigió a Erdmann, que estaba tomando notas del encuentro—. ¿Puedes salir un momento con el señor Lorth? Ahora mismo me reúno con vosotros.
El inspector asintió e hizo una seña al revisor, que mantenía su perenne sonrisa.
—Oh, secretitos —dijo éste último. Se levantó con parsimonia, le dirigió a su jefe una mirada difícil de interpretar y salió seguido por Erdmann.
La señora Peters les sonrió amablemente en la sala de espera, viendo cómo descansaban en unos asientos de cuero negro de forma cúbica. Ambos rehusaron el café que les ofreció, por lo que la mujer volvió a dedicar su atención al teclado de su ordenador.
—Me encantaría fumar ahora. ¿Qué cree que va a hacer su compañera?
Erdmann tenía una idea bastante aproximada de las preguntas que se proponía hacer Matthiessen, pero no dijo nada.
—No es de su incumbencia. Ya ha visto que no quería que estuviera presente.
—Qué interesante. Una variante que hasta ahora no había considerado a la hora de escribir. Interrogar a dos testigos de forma conjunta y de repente separarlos. De ese modo ambos se preguntan por qué sucede aquello y llegan a la conclusión de que están preguntándole al uno acerca del otro. Y ninguno de los dos se atreverá a mentir.
Su impertinente sonrisa se ensanchó.
—Y mi amado jefe ya no se atreverá, después de lo sucedido, a inventarse ningún cuento nuevo, porque supondrá que sabrán la verdad a través de mí.
Erdmann se estaba irritando por la palabrería de Lorth. Para no empeorar las cosas, sacó su móvil y llamó a Jefatura para preguntar por los avances en la investigación.
Aún se seguía sin tener noticias de Nina Hartmann, excepto que los compañeros habían leído ya su reseña de El manuscrito. Sus padres estaban muy preocupados y llamaban cada media hora. No había avances en el intento de identificar a las dos víctimas.
Colgó cuando vio abrirse la puerta del despacho del editor.
El humor de Matthiessen no parecía haber mejorado, según le pareció ver a Erdmann. Le mostró una nota doblada en la que al parecer había apuntado lo sucedido en los últimos minutos.
—Venga, le acompañamos a su casa —le dijo a Lorth.
El revisor no parecía tener intención de moverse de allí.
—Lo siento, pero estoy en mi lugar de trabajo. No puedo marcharme así como así.
—Esta mañana no parecía preocuparle cuando le encontramos ebrio y durmiendo en el suelo del salón —dijo Erdmann secamente—. ¿Se pone en marcha?
Inseguro, Lorth miró a la secretaria, que evitó su mirada y fijó la suya en el escritorio. Lüdtke, que apareció en el umbral, le hizo un gesto tranquilizador.
—Ve con ellos, te doy el día libre. Ya nos vemos mañana por la mañana.
Lorth miró a Lüdtke un buen rato antes de levantarse a regañadientes y dirigirse a la salida. Poco antes de salir por la puerta se volvió.
—Espero que esta vez hayas dicho la verdad.
Cuando subieron al coche, Matthiessen abordó inmediatamente al revisor.
—Y ahora quiero que me explique paso a paso dónde ha estado y qué ha hecho desde el miércoles por la tarde. Y sin dejarse nada.
—¿Qué? Ya entiendo. Sospechan que Lüdtke y yo tenemos algo que ver con este asunto. Qué interesante. Es decir, que ahora sí puedo permitirme callar todo aquello que me incrimine, ¿no es así?
Erdmann se volvió hacia Lorth, y ambos policías lo examinaron de forma muda. Al parecer el revisor comprobó por la expresión de sus rostros que era mejor cooperar, porque alzó las manos.
—Ya está, ya está, que sí, voy a pensar.
Lorth recordaba con bastante claridad lo que había hecho. Durante el día había estado ocupado en la editorial, lo que coincidía con lo que había declarado Lüdtke, según corroboró Matthiessen. Por las tardes parecía haber estado solo, aunque no podía aportar ningún testigo. No tenía amigos, lo que no sorprendió a Erdmann. Cuando Matthiessen le preguntó si no había pasado ni una sola de aquellas tardes con su pareja confesó habérsela inventado.
Le dejaron en su casa, y Matthiessen anotó lo que había declarado. Le siguieron con la mirada hasta que desapareció en el interior.
—Ahora le toca a Jahn.
Erdmann tuvo la impresión de que Matthiessen se sentía aliviada.
—¿Qué te ocurre? Pareces tensa.
—No me fío de ninguno de los dos, y de Lüdtke menos. Tengo la impresión de que no abre la boca más que para mentir, y además no oculta que piensa que todo vale para incrementar las ventas. ¿Recuerdas cuando le preguntamos ayer a Lorth sobre la reseña de Nina Hartmann?
—Sí, nos dijo que no le había dado importancia.
—Y añadió que en la editorial todos se habían divertido bastante con ella. De modo que se comenta una reseña negativa en toda la editorial, pero Lüdtke aparentemente la desconoce.
—Es posible que Lorth nos haya mentido.
—Claro. Deberíamos vigilarlos a los dos, pero ya me imagino lo que dirá Stohrmann si se lo sugiero.
—También yo me lo imagino. Te preguntará a cuántos sospechosos quieres vigilar. Y después te preguntará si eres consciente de cuánto le cuesta al estado hacerlo.
—De todos modos se lo sugeriré.
—Así que Miriam Hansen llamó ayer a Lorth. No nos lo ha mencionado, ¿por qué no lo habrá hecho? ¿Sabes a qué hora fue a visitar a Jahn?
—Dörsfeld dijo que alrededor de las 10.
—Llamó a Lorth más tarde.
—Quería preguntarle a Jahn hasta qué punto era verdad lo de los cambios en sus novelas, nos lo ha comentado ella misma. Y, como él no estaba en casa, llamó a Lorth.
Erdmann asintió.
—Y obtuvo de él la confirmación de que todo lo que le habíamos contado era cierto: su gran ídolo no es el verdadero autor de las novelas.
El iPhone de Erdmann vibró un par de veces avisándole de que había recibido un mensaje. Se trataba de una fotografía enviada por Jens Diederich, que llevaba adjunto el siguiente mensaje:
Stephan, una foto del paquete de hoy. Saludos, Jens.
—Jens me acaba de enviar una fotografía de un nuevo paquete que se ha recibido hoy en el periódico.
El texto no se leía en la pantalla, pero su teléfono permitía ampliar la imagen. Se trataba de dos marcos con piel tensada, en el primero de ellos simplemente aparecía escrito un enorme número uno, el inicio del capítulo. Erdmann pensó en Heike Kleenkamp. La segunda página estaba cubierta con letras de imprenta. Erdmann sostuvo su teléfono de modo que Matthiessen pudiera también leerlas, aunque no sin dificultad. Debía de manipular la pantalla una y otra vez, desplazando el texto de un lado a otro.
La estancia estaba a oscuras, las persianas bajadas, además las ventanas por gruesas mantas de lana. Tristan e Isolda de Wagner resonaba a todo volumen en la habitación, desde un reproductor que había en la mesa situada en el centro.
Cuán dulce y suave sonríe,
Cómo se entreabren sus ojos tiernamente.
¿Lo veis, amigos?
¿No lo veis?
¡Cómo resplandece!
¡Cómo se alza rodeado de estrellas!
¿No lo veis?
Únicamente una pequeña y delicada lámpara, un ángel de luz, mantenía a raya la oscuridad en un perfecto círculo, unos dos metros alrededor del pesado escritorio. El delgado cuello de cisne se había girado de tal forma que el cono luminoso caía sobre el teclado de la máquina de escribir eléctrica en la que Johannes Kuhnert tecleaba la última oración de su novela.
Casi inició una pequeña ceremonia para la última letra. Alzó el brazo, que dejó caer lentamente sobre la tecla, dando por finalizada su obra con un profundo suspiro.
Despacio, muy despacio, se inclinó hacia atrás, con las pupilas fijas en la hoja de papel escrita aproximadamente hasta la mitad que aguardaba ser liberada de su abrazo metálico.
Lo había logrado. Diez meses, una semana, tres días. 342 páginas y media. Su gran obra.
No osaba moverse, por el temor de restarle importancia a aquel momento intensamente festivo. Empañar el valor de aquella obra de arte que acaba de nacer.
—No soy experta en estos temas, pero me resulta demasiado ampuloso. —Erdmann levantó la vista del teléfono—. Jahn escribe de forma bastante extraña. ¿O son de Lorth estas líneas?
—Ni de uno ni de otro. —Matthiessen también se incorporó—. Es el texto del escritor que protagoniza la novela.
—Claro, sí, en la novela. Pero el texto ha sido escrito por Jahn o Lorth, uno de los dos.
—Pero como si fuese otro. Quien quiera que lo haya redactado se habrá esforzado por intentar reflejar un estilo muy alejado del suyo propio, porque se trata de una novela dentro de una novela y Jahn o Lorth escriben en representación de otro.
Erdmann la miró unos instantes y después sacudió la cabeza.
—Olvídalo.
—No quiero ni pensar sobre qué material se ha escrito el texto y qué ha tenido que ocurrir con esas pobres mujeres.
—Con Nina Hartmann por ejemplo —añadió Erdmann—. Deberíamos comprobar si hay alguna novedad. Y qué tal Schäfer y el futuro abogado.
Matthiessen entornó los ojos.
—Citando a Stohrmann: «si hubiera habido alguna novedad le habrían informado de ello».
—De acuerdo, te entiendo. Llamaré yo, a ver qué me cuenta a mí.
Stohrmann le explicó bastantes cosas. Los padres de Nina Hartmann habían llegado desde Tréveris y se alojaban en el piso de su hija. Habían enviado a un par de agentes que, con ayuda de los padres, registraban la vivienda en busca de alguna pista. Lo mejor lo dejó para el final: Helga Jäger, el ama de llaves de Jahn, había contactado con ellos. Parecía extremadamente nerviosa y había pedido poder ir a Jefatura a declarar.
Se encontraba de camino hacia allí.