5
Se sentaron en torno a una mesa redonda, con Nina Hartmann frente a ellos.
A su alrededor se extendía un caos indescriptible. En el amplio salón se habían retirado las alfombras y desplazado los muebles, todos ellos de diseño moderno. Sobre una de las mesas, situada junto a una pared, todo un ejército de vasos compartía espacio con fuentes de diversos tamaños, aún vacías. Era evidente que todo estaba preparado para una gran fiesta.
A izquierda y derecha de Nina Hartmann habían tomado asiento Dirk Schäfer, el propietario de aquella vivienda casi obscenamente lujosa, y su amigo Christian Zender. Ambos contemplaban expectantes a los dos policías. A Erdmann, Schäfer le pareció un surfero californiano, con su mentón cuadrado y su cabello rubio cubriéndole las orejas. El joven medía aproximadamente un metro ochenta y era muy esbelto. Christian Zender, en cambio, era su polo opuesto. Mucho más bajo, escuálido, más que delgado, la cara larga dominada por unas gafas cuadradas sin montura de cristales anormalmente gruesos; dos piezas de cristal ensambladas por un alambre central que ampliaban sus ojos hasta proporciones inverosímiles y parecían sugerir algún tipo de locura.
Ambos jóvenes sostenían botellines de cerveza, y Erdmann tenía la sospecha de que no eran los primeros de la tarde. El novio de Nina les había ofrecido también a ellos algo de beber, pero tanto Matthiessen como él habían declinado la invitación.
Erdmann observó a la chica, que se desplazaba nerviosa de un lado a otro de su silla y se apartaba una y otra vez un mechón de pelo rebelde de la cara. Era una joven atractiva, según le pareció, con un rostro que no podía considerarse perfecto, pero sí interesante. Se sentía intrigado por conocer cómo abordaría Matthiessen el interrogatorio. Supuso que aquello tomaría la forma de una conversación informal para hacer desaparecer el nerviosismo de Nina Hartmann.
—Como ya sabe, Nina, nuestra visita está relacionada con ese paquete que ha recibido esta mañana.
Matthiessen hablaba en un tono casual, neutro, casi frío, tal como Erdmann había esperado que empleara.
—Estamos intentando averiguar por qué se le ha enviado precisamente a usted un objeto como ese —continuó la inspectora jefe, señalando con su índice el informe que ahora descansaba sobre la mesa—. Mis compañeros indican en su informe que usted lo ignora, ¿es cierto eso?
—¿Ya saben qué es… esa cosa? —intervino Schäfer, antes de que su novia pudiese contestar—. ¿Han traído algunas fotografías? Me gustaría verlas.
—Esa cosa está siendo analizada en estos momentos en nuestro laboratorio —replicó Erdmann secamente—. Y no, no hemos traído fotografías. —Se dirigió a Nina—. ¿Conoce usted a una mujer llamada Heike Kleenkamp?
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—Lo siento, no me suena. ¿De quién se trata?
Erdmann consultó a Matthiessen con la mirada, y ésta se decidió a ofrecer una explicación.
—Heike Kleenkamp fue posiblemente secuestrada el pasado martes por la noche. Se trata de la hija de…
—Dieter Kleenkamp —la interrumpió Zender, excitado—. El rey de los diarios matutinos; el tío está forrado. La verdad es que si me propusiera secuestrar a alguien, yo también me hubiera fijado en la niñita de Kleenkamp. Está bastante buena y tiene pasta, y ya sabe el dicho latino: Pecunia non olet; es decir, el dinero no apesta, nunca viene mal.
Buscó la mirada de su amigo Schäfer esperando aprobación, pero éste no la mostró. Su novia pareció agradecérselo.
—La niñita a la que se refiere tiene veintiún años —repuso Matthiessen, en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas de la opinión que le merecían los comentarios de Zender—. Si, como sospechamos, ha sido secuestrada, su vida corre un gran peligro, y en estos momentos debe estar aterrorizada. Dudo mucho que le gustara su particular sentido del humor. Yo desde luego no lo comparto. Pero sí me interesaría saber cómo es que conoce a Heike Kleenkamp.
—¿Yo? En realidad no la conozco. Sólo he coincidido con ella en un par de fiestas y, bueno, sé quién es. Creo que acaba de comenzar sus estudios universitarios, administración de empresas o algo así. He leído en el periódico que ha desaparecido.
—¿Y usted, Schäfer? ¿Conoce a Heike Kleenkamp? —se dirigió Matthiessen al novio de Nina.
—No —contestó éste sin pensárselo ni un instante—. He oído hablar de ella, sí, pero no la conozco en persona.
—Yo también estoy segura de no conocerla —intervino Nina, atrayendo hacia sí la atención de Matthiessen—. Estudio Filología Alemana y de vez en cuando colaboro con el periódico de su padre con algún que otro artículo. Tras acabar mi carrera me gustaría realizar allí unas prácticas. Sé que esa chica es la hija del propietario, pero jamás la he visto por allí. Y lo que no comprendo… ¿En qué medida su desaparición está relacionada con el paquete que he recibido esta mañana?
—Lo lamento, pero no podemos revelárselo. Tal como ya mencionó mi compañero, el marco está siendo analizado en el laboratorio en estos momentos. Tenemos que esperar a los resultados. Simplemente intentamos tener en cuenta todas las posibilidades, incluyendo una posible relación entre el paquete y la desaparición de esta joven. Si colabora usted con el Hamburger Aktuelle Tageszeitung ya hemos hallado un punto en común, aunque crea usted no conocer a Heike Kleenkamp.
—Pero ¿por qué? —tomó de nuevo la palabra el novio de Nina.
—¿Por qué qué? —Erdmann comenzaba a sentirse irritado. Demasiadas preguntas por parte de aquellos jóvenes.
—¿Por qué piensan que este paquete pudiera estar relacionado con la desaparición de la chica? ¿Y por qué están analizándolo? ¿Qué buscan exactamente?
—Huellas dactilares, por ejemplo.
—¿Huellas dactilares? ¿En el laboratorio? No soy criminalista, pero creí que los laboratorios se ocupaban sólo de realizar análisis. ADN y esas cosas.
—Cree usted bien. También se está analizando en ese sentido. De momento tenemos un material desconocido sobre el que alguien al parecer pretendió comenzar a escribir una novela.
Dirk Schäfer soltó una risa breve.
—Sí, Nina creyó que podría tratarse de…
—Dirk, por favor…
Nina le dirigió una mirada de súplica a su novio, tras la cual éste enmudeció y se encogió de hombros a modo de disculpa.
—Al margen del paquete… ¿Le ha ocurrido algo fuera de lo común en los últimos días? —consultó Matthiessen de nuevo a Nina—. ¿Ha conocido usted a alguien nuevo, o ha recibido llamadas telefónicas que se salen de lo común?
—¿Que se salen de lo común? ¿A qué se refiere?
—La inspectora jefe quisiera saber si el hombre malo ha contactado contigo, Nini —dijo Zender. Realizando un gesto exagerado cubrió sus mejillas con ambas manos y abrió mucho los ojos, pareciendo ahora realmente haber perdido la razón por completo—. Alguna noticia del malvado y criminal autor de novelas policíacas sobre piel.
Erdmann miró a su compañera con la esperanza de comprobar que también a ella le desagradaba profundamente la última aportación de Zender. Por el bien del muchacho esperaba que su actitud se debiera a un desmedido consumo de cerveza y no se tratara de su comportamiento habitual.
—Discúlpeme —continuó Zender, ajeno a aquellos pensamientos del inspector—. Pero me parece injusto que vengan aquí a interrogar a Nini sin indicarle de qué va todo este asunto. Parecen tener razones para pensar que, de algún modo, se encuentra implicada en un secuestro.
—Le hemos revelado a Nina todo lo que estamos autorizados a comentar, Zender —dijo Matthiessen, y ahora su voz era dura—. Y si insiste en interrumpirnos a cada instante nos veremos obligados a continuar esta conversación a solas con ella, tal vez en jefatura.
—Está bien —concedió el joven con un gesto tranquilizador de su mano. Apenas un segundo después pareció haber cambiado de opinión, pues se inclinó hacia delante con una expresión astuta, y apoyó los codos sobre la mesa—. Manus manum lavat. Una mano lava la otra. ¿Qué le parece? Para variar.
Desplazó su mirada de Matthiessen a Erdmann, después hacia Nina, que estaba visiblemente desconcertada. Erdmann se preguntó qué pretendía aquél estúpido.
—Si quieren que Nini les revele algo más, les recuerdo que la chica está en su derecho de saber qué está ocurriendo aquí. Deberán…
—Chris —le interrumpió Nina, a quien parecía molestar todo aquel espectáculo—. Déjalo ya. No necesito que nadie hable en mi nombre.
—Ya sé, pero deja que me explique —rogó él, dirigiéndose de nuevo a Matthiessen—. Debe de existir algo que les haya hecho sospechar que existe una conexión entre el secuestro de Heike Kleenkamp y eso que le han enviado a Nini. Dudo mucho que le hayan echado un vistazo a ese marco esta mañana y hayan pensado espontáneamente que debe estar relacionado con el secuestro Kleenkamp.
Erdmann sintió crecer la ira en su interior.
—Lo que hemos pensado y lo que hemos hecho no es de su incumbencia, Zender. Este secuestro no es asunto suyo, y las preguntas que queremos hacerle a la señorita Hartmann —si es que alguna vez se nos permite formularlas— tampoco lo son. Estamos consultándola en calidad de testigo, por lo que…
—No puede negarse a colaborar, porque no está bajo sospecha. Lo sé, estoy estudiando derecho. Pero Nini sí puede negarse a contestar si se apoya en el artículo 55 del Código Penal, que permite que se guarde silencio si la respuesta puede implicarle a uno en una acción criminal; cosa que ella ignora en estos momentos, puesto que desconoce en relación a qué se le formulan preguntas. Además, han omitido informar a Nini de su derecho a no colaborar. Actúan ustedes por tanto contra legem. En contra de la ley.
Erdmann entornó los ojos. Un estudiante de derecho pedante era justo lo que necesitaban en aquellos momentos. Recordó entonces el tatuaje de Heike Kleenkamp, aquella rosa, y lo que implicaría que se confirmara que…
—La joven ha desaparecido hace casi cuatro días y es posible que Nina pueda facilitarnos algún indicio que resulte decisivo y que impida que Heike Kleenkamp muera, Zender.
La eterna sonrisa desapareció del rostro de Zender y Erdmann advirtió que la seguridad que parecía sentir sólo un minuto antes le abandonaba.
—Sólo pretendo que le expliquen a Nini en qué se ha metido —explicó, habiendo perdido su voz todo matiz de exigencia—. ¿Qué pasa con ese marco? Nini dijo que tenía una textura extraña… como si se tratara de algo como… como si fuese piel.
Antes de que Erdmann pudiera responder, fue Matthiessen quien le facilitó la respuesta.
—De cerdo, probablemente. Aún no estamos seguros.
Sostuvo con firmeza la mirada de Zender, que tuvo que apartar la suya al cabo de unos segundos. Niñato, pensó Erdmann.
Matthiessen consultó un momento el informe para después volver a mirar a Nina Hartmann.
—Una vez más entonces —insistió—. ¿No conoce a Heike Kleenkamp? ¿No han coincidido en el colegio, quizá? ¿O en alguna organización, club, algo así? ¿Nada?
—¿Y cómo voy a saberlo? Lo único de lo que estoy segura es de que no la conozco.
—Está bien. ¿Y los últimos días? ¿Encuentros fuera de lo común, llamadas, algo parecido?
—No. Todo como siempre.
—¿Y también está segura de no conocer a nadie que haya escrito una novela o tenga intención de escribir alguna? ¿Una novela policíaca? ¿Alguien cuya novela haya sido rechazada por las editoriales?
Erdmann notó el titubeo de la joven.
—Bueno… por lo menos no me consta.
Se enderezó y tironeó de su jersey para ajustárselo. O mucho se equivocaba o la notaba de repente insegura.
—Piénselo, por favor —le rogó el inspector—. Puede que sea de vital importancia. ¿Está completamente segura?
Ella dirigió una rápida mirada a su novio antes de responder.
—Sí, totalmente segura.
Matthiessen abrió la boca para realizar una nueva pregunta, pero el sonido de su móvil se lo impidió. Se levantó, lo extrajo trabajosamente de la funda fijada a su cinturón y aceptó la llamada mientras abandonaba la habitación. Antes de que Erdmann pudiera decidir si continuar o no aquel interrogatorio su compañera ya estaba de vuelta.
—Tenemos que irnos —le informó brevemente. Se dirigió una última vez a Nina Hartmann—. Gracias por su colaboración —le dijo—. Nos mantendremos en contacto con usted.
Erdmann esperó hasta que hubieron bajado un piso por las escaleras antes de preguntar:
—¿Qué sucede?
—Han encontrado un cadáver en el parque. Una chica. Y le falta piel de la espalda.