20

—Vaya idiota.

Se encontraban en el interior del vehículo, aunque con el motor aún apagado. Erdmann apenas lograba tranquilizarse.

—Jamás he visto algo así. ¿En qué está pensando ese asqueroso idiota? ¿Quién se ha creído que es?

—Creo que se siente más escritor que revisor —reflexionó Matthiessen—. Puede llegar a dar pena.

—Alguien que se siente lleno de entusiasmo cuando descubre que se están secuestrando, torturando y asesinando a unas chicas no podrá nunca inspirarme compasión. Ciertamente no. —Aguardó un instante—. Gracias —dijo a continuación.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Este asunto de las ordenanzas. Creí que hablabas en serio.

Notó cómo ella le miraba de reojo.

—Parece que tienes una imagen muy interesante de mí. ¿Por propio convencimiento o tiene Stohrmann algo que ver?

—La verdad es que al principio estaba convencido de que eras una pedante insoportable que sólo actuaba según las normas.

Sonrió.

—Ahora sólo pienso que eres una pedante insoportable, a secas.

Matthiessen no se rió.

—Sabes por qué tengo que procurar que se cumplan las normas. Stohrmann está deseando que cometa algún fallo para poder acusarme de algo, y no retrocede ante nada para ello. Y no le proporcionaré esa satisfacción.

—Sí. Hemos de hablar de eso.

—¿De Stohrmann? ¿De lo que te ha contado?

—Sí.

—De acuerdo. Estoy intrigada.

—Al menos ahora sabemos por qué Jahn no recordó de inmediato que la redactora es secuestrada en la novela —cambió Erdmann de tema—. Jamás llegó a escribirlo.

—¿Cómo se sentirá publicando textos que han sido modificados hasta el punto de que ni él mismo los reconoce?

—Ni idea. También me interesaría saber cómo se puede sentir un admirador cuando descubre que las novelas que tan maravillosas le parecen, en realidad no han sido escritas por el autor que idolatra.

Matthiessen reflexionó unos instantes y cogió su teléfono móvil.

—Vamos a averiguarlo.

Marcó un número.

—Aquí Matthiessen. Quisiera hacerle una pregunta, Miriam. ¿Sabía usted que gran parte del texto de las novelas del señor Jahn no ha sido escrito por él sino por su revisor?… Pues sí, es cierto, acabamos de hablar con él… No. Dudo que me haya mentido, porque nos sería muy sencillo comprobarlo… No… Dígame, ¿no le había llamado la atención que usted conoce mejor el argumento de El manuscrito que el propio autor? Pues con lo que acabamos de saber, creo que mi opinión es otra… Piense lo que quiera, simplemente me preguntaba si usted lo sabía… Por supuesto, muy bien. Estamos en contacto.

—De modo que lo ignoraba —dedujo Erdmann de lo que acababa de oír.

Matthiessen guardó su teléfono.

—Y además no se lo cree. O no quiere creérselo, según se mire. Está convencida de que Lorth nos ha mentido.

—Dudo que lo haya hecho, pero el señor Lorth acaba de alargar mi lista de sospechosos.

—¿No crees que hubiera fingido que se sentía muy afectado si tuviera algo que ver con los crímenes?

Erdmann meció la cabeza de un lado a otro.

—Tal vez pensó que es lo que nosotros creeríamos. Creo a ese individuo capaz de todo.

Matthiessen consultó su reloj.

—Volvamos a la jefatura.

Erdmann asintió y arrancó el motor.

En la sala de reuniones sólo encontraron a Jens Diederich y a una joven subinspectora. Ambos estaban consultando la pantalla del ordenador.

—Todos están fuera —les indicó Diederich cuando le preguntaron—. Algunos vigilando la casa de Jahn, otros interrogando a amigos de Heike Kleenkamp.

—¿Alguna novedad? —consultó Erdmann de forma escueta.

—Sí, han llamado los compañeros de Tréveris. Nina no ha estado en contacto con sus padres y éstos ignoraban también que hubiera recibido un paquete extraño.

—Dios mío, pobre gente. ¿Han comentado algo los compañeros acerca de cuál ha sido su reacción?

—No, pero no creo que se necesite mucha imaginación. Se trata de su hija.

—Mierda —masculló Erdmann—. ¿Algo más?

Diederich miró a su alrededor como si creyese que se ocultase alguien por allí con intención de espiar sus palabras.

—Stohrmann estaba muy furioso porque se abandonó la vigilancia de la casa de Nina Hartmann. Fuera de sí.

La joven subinspectora le dirigió a Matthiessen una mirada compasiva. Al parecer, Stohrmann había indicado muy claramente a los demás a quién consideraba responsable del posible secuestro de la joven.

A Erdmann aquello le pareció una estupidez. Estaba convencido de que Nina Hartmann ni siquiera había llegado a su casa aquella mañana, de modo que, incluso si los agentes hubieran estado allí, en nada habrían cambiado los hechos.

—Y qué más da…

Estaba harto del espectáculo que montaba continuamente el coordinador de la Unidad Especial, más aún, comenzaba a enfurecerle. Diederich pareció advertirlo, pues decidió cambiar de tema.

—Si ese perturbado sigue ateniéndose a la novela como guión, hoy deberíamos hallar el cadáver de otra chica, debajo de algún puente.

—Sí, Jahn nos ha comentado algo así —dijo Matthiessen, dejándose caer resignada en una silla—. Pero aunque sepamos lo que va a suceder no podemos hacer nada. Pocas veces me he sentido tan inútil.

Diederich se puso en pie, se acercó a otra mesa y recogió un par de fotografías, que finalmente le entregó a Matthiessen.

—Acaban de dejar esto para usted.

Las fotografías del sótano de Jahn. Las miró y comprobó que el fotógrafo había realizado un buen trabajo. La habitación había sido tomada desde todos los ángulos posibles, de modo que hasta el rincón más remoto había quedado representado; era posible unir todas las fotos y hacerse una idea de la habitación al completo.

Le pasó las fotos a Erdmann.

—¿Puede encargarse de que se distribuyan las fotografías por todas las comisarías? —le rogó a Diederich—. Me interesa especialmente que las tengan los agentes que están patrullando las calles.

Diederich asintió.

—Ya me he ocupado de ello. Están son para usted.

A Erdmann le pareció observar cierto agotamiento en su compañera.

—Vámonos de aquí —le propuso—. Ya están buscando a Nina Hartmann y no hay nada que podamos hacer.

Erdmann esperaba alguna objeción, pero Matthiessen le sorprendió asintiendo, golpeándose los muslos con las palmas de las manos y poniéndose en pie.

—Tienes razón.

—Lleva usted aquí desde esta mañana —le indicó a Diederich—. Haga que le sustituyan y váyase a casa. Mañana por la mañana continuamos.

Recogió las fotografías que había dejado sobre la mesa y acompañó a Erdmann hasta la puerta. Al abrirla estuvo a punto de chocar con Stohrmann, y Erdmann casi arrolló a su compañera, que se había detenido de forma abrupta.

—Perdone —se disculpó Matthiessen, y retrocedió un paso para que Stohrmann pudiera entrar. Le seguía un hombre alto de pelo oscuro y sienes plateadas. Erdmann le calculó unos cincuenta y pocos, de apariencia deportiva y bien vestido. Pese a los oscuros círculos que tenía bajo los enrojecidos ojos, se desprendía de él una autoridad serena, como sólo se encuentra en líderes capaces y experimentados. Supuso quién era aún antes de que Stohrmann lo presentara.

—El señor Dieter Kleenkamp, que está muy preocupado por su hija, como comprenderán. Cuenta con mi total comprensión, sobre todo si consideramos que…

Kleenkamp posó una mano en el hombro de Stohrmann.

—Está bien, Stohrmann —dijo.

Miró a Erdmann y Matthiessen, pero no de forma acusadora ni evaluativa.

—Imagino que son ustedes los agentes que están intentando encontrar a mi hija.

Su tono era tranquilo, admirablemente calmado para la situación en la que se hallaba.

—Inspectora jefe Andrea Matthiessen, y éste es mi compañero, el inspector Stephan Erdmann.

Hizo un gesto con la cabeza en su dirección.

Stohrmann dio un paso adelante, obligando a Matthiessen a retroceder un poco más.

—Como iba diciendo, lamento mucho que hasta el momento…

—Le agradezco lo que están haciendo por mi hija —le interrumpió Kleenkamp de nuevo, aún manteniendo la calma, y pasando su mirada de Matthiessen a Erdmann.

—Yo en cambio estaría mucho más satisfecho si obtuviéramos algún que otro resultado. ¿No es así, Matthiessen? —insistió Stohrmann.

Erdmann sintió de nuevo crecer la ira. Se esforzó por mantener la calma, pero le resultó muy complicado, y de no ser porque se encontraba a su lado Dieter Kleenkamp…

—Nos marchamos —le indicó Matthiessen a Stohrmann—. Lamento mucho que aún no hayamos podido encontrar a su hija —añadió, esta vez dirigiéndose a Kleenkamp—. Hacemos todo lo que está en nuestra mano, se lo aseguro.

—Lo sé. Gracias.

—Sí, y… tengo que pedirle un favor. —Matthiessen ignoró deliberadamente a Stohrmann, que parecía hacerle señas a espaldas de Kleenkamp—. Es posible que haya sido secuestrada otra joven. Se trata de la chica que… la que ha recibido el paquete… el paquete con el cuadro. Informaremos a la redacción del periódico de todos los datos. ¿Sería posible que se publicara mañana una fotografía de la chica en un lugar destacado?

—Por supuesto. Me ocuparé personalmente de ello.

—Gracias.

Antes de que Stohrmann pudiera comentar nada, ella y Erdmann abandonaron la sala. No hablaron hasta que se cerró la puerta del ascensor a sus espaldas.

—Ese idiota —explotó entonces Erdmann sin poderse contener—. Está empezando a hartarme, no lo soporto. Mañana presentaré una queja oficial.

—No, no lo harás.

La miró desconcertado.

—Pero Andrea, no puedes hablar en serio. Ese individuo no deja de acosarte e intenta continuamente desacreditarte. Está obstaculizando la investigación con su comportamiento.

—Ahora vamos a concentrarnos exclusivamente en encontrar a Heike Kleenkamp y todas las demás chicas que hayan podido ser secuestradas. Si presentas en este momento una queja no creo que beneficie a nuestra investigación, al contrario.

—Ha intentado obstaculizar la investigación desde el momento que intervino y exigió que no te otorgaran el mando de esta Unidad Especial.

Matthiessen se estremeció.

—¿Qué?

En un primer instante Erdmann se arrepintió de haber hablado sin pensar. Estaba dispuesto a explicarse cuando de repente se abrieron las puertas del ascensor. No había advertido que éste se había detenido. Cruzaron el pasillo y la zona de seguridad de la entrada con su cabina acristalada. Matthiessen guardaba silencio a su lado, sin preguntar nada. Sólo cuando hubieron abandonado el edificio de la Jefatura se decidió Erdmann a tomar la palabra.

—Stohrmann me lo dijo. Quise habértelo explicado.

—¿Cuándo? ¿Cuándo pensabas decírmelo?

Erdmann se detuvo y siguió con la mirada a su compañera mientras ésta avanzaba unos pasos más.

—Hoy, pensaba decírtelo hoy si encontraba el momento. Me amenazó. Me dijo que si revelaba algo de aquella conversación… Bueno, ya te imaginas. Pero no me importa. Te lo diré todo. Eres mi compañera. Y comienzo a dudar de que ese individuo haya dicho la verdad.

—Muy bien. ¿Me acompañas a mi casa? ¿Una copa de vino?

Él sonrió.

—De acuerdo. Pero no cuentes con que me acueste contigo.

—Idiota —observó ella, y él temió que lo dijera en serio.

Erdmann acababa de sentarse en el sofá de cuero de color crema de su compañera cuando descubrió en un rincón y al lado de una vitrina una mecedora. Se puso en pie para contemplarla de cerca. Era una pieza de madera oscura, tal vez nogal, y estaba magníficamente conservada. Los brazos de la mecedora estaban hechos de ramas que conservaban aún su forma natural.

—Inglesa. De 1880 aproximadamente. La heredé de mi padre.

Matthiessen había aparecido a sus espaldas, llevando dos copas de vino blanco, ligeramente empañadas. Erdmann acarició el respaldo de la silla con los dedos.

—¿Te interesan las antigüedades? Nunca lo hubiera imaginado.

Él sonrió.

—Qué interesante… ¿Qué es lo que sueles imaginar sobre mí?

Durante unos instantes se enlazaron sus miradas. Finalmente Matthiessen le señaló el sofá.

—Siéntate.

Colocó las copas sobre la mesa y se sentó en un sillón frente a su compañero. Tras tomar un par de tragos, Erdmann curioseó por la habitación.

—¿Has estado casada?

—Me encanta con cuanta sensibilidad me haces preguntas personales.

Ambos sonrieron.

—No. No he estado casada, pero he tenido una relación bastante larga.

—¿Me lo cuentas?

Ella le miró sorprendida.

—¿Por qué? ¿Te interesa mi vida privada?

—Simplemente pretendo conocerte un poco mejor. Además, puede ser un buen modo de apartar la mente de toda esta locura que estamos viviendo.

Matthiessen pareció dudar si debía o no contestar a su pregunta.

—Nueve años —dijo finalmente—. Eso es lo que duró. Al principio fue una locura y terriblemente excitante, apenas éramos capaces de salir de la cama. Después de tres meses sólo fue simplemente agradable. Me mudé a su casa. Un año después me di cuenta de que nuestra relación se basaba exclusivamente en el sexo y, cuando eso dejó de ser una novedad, se convirtió en aburrida. No teníamos intereses comunes, no hacíamos nada juntos. Nos estuvimos aburriendo juntos durante ocho años, hasta que decidí marcharme. Me compré esta casa, de eso hace ya cuatro años. Desde entonces estoy sola. Creo que ya te he revelado lo suficiente para empezar. Y ahora, dime, ¿qué te ha contado Stohrmann sobre mí?

Erdmann necesitó unos segundos para adaptarse al cambio de tema.

—Qué brusco. Bueno, Stohrmann… Tengo que advertirte que no te gustará lo que voy a decirte.

—Nada de lo relacionado con Stohrmann me ha gustado en los últimos años. Venga.

Comenzó a hablar sin dejarse nada. Matthiessen no le interrumpió ni una sola vez, sacudió de vez en cuando la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. Cuando acabó, se quedó mirando su copa.

—No es cierto.

—Sabía que ibas a decir eso.

Ella alzó la cabeza.

—¿Le creíste?

—Tengo que confesar que consideré improbable que se lo hubiera inventado todo. Debía saber que me resultaría muy sencillo comprobar si lo que decía era cierto. Pero, por otro lado, algo no me cuadraba: si lo que me había explicado fuera verdad, ¿cómo es que te pensaban ofrecer a ti y no a él la coordinación de esta Unidad Especial?

—Ignoraba que pensaban ofrecerme el puesto, y además me sorprende. Pero si realmente hubiese sido el caso, por supuesto que Stohrmann haría lo que fuera para impedirlo, y no debido a su relación personal con la chica. Eso es una mera excusa. Lo hubiera hecho de cualquier modo.

—Pero, una vez más… ¿no piensa que comprobaré lo que me ha contado?

—Lo que te ha explicado sobre la noche en la que estuvimos vigilando a ese pederasta se puede comprobar, Stephan, pero figura en el informe tal como él te lo explicó.

—No te entiendo.

—Es lo que dice el informe pese a que no sea verdad, y también se dicen más cosas.

—¿Me lo explicas, por favor?

Dio un sorbo antes de depositar la copa sobre la mesa.

—Estaba muy oscuro, y yo estaba vigilando una ventana lateral ante la que había un enorme arbusto. Estaba allí sola. Todos estábamos nerviosos y altamente concentrados, ya sabes cómo son esas situaciones. Sabíamos que ese tío era muy peligroso y extremadamente agresivo. Percibí un ruido a mis espaldas y me alejé un par de pasos de la ventana para ver qué era aquello. No se veía nada, de modo que estuve tanteando hasta acercarme a la esquina de la casa, donde había más luz. Comprobé que los agentes que debían vigilar la parte delantera mantenían su posición, por lo que volví a la mía. En ese intervalo debió haber abandonado la vivienda el criminal.

—¿Y los agentes que debían vigilar la parte posterior?

—Allí estaba el coordinador de la operación, que aseguró no haber abandonado su puesto ni un solo segundo, y que era imposible que hubiera escapado por su zona.

—El coordinador. ¿No querrás decirme ahora…?

—Sí. Se trataba de Stohrmann.

—Me lo imaginaba.

—Qué casualidad, ¿verdad? Y supuestamente el criminal le confesó al ser interrogado por él que yo me quedé paralizada observando cómo huía. Casualmente hizo esas declaraciones en un momento en que ambos estaban a solas.

—¿Cómo? ¿Interrogado a solas? ¿Nadie más lo oyó? ¿Cómo…?

—El compañero que solía estar presente había salido un segundo. Cuando volvió, Stohrmann le informó de lo que había declarado el criminal, que… negó haber dicho nada. Pero Stohrmann insistió en que figurara en el informe. Por supuesto, también se indica en él que el sospechoso dijo que no había confesado nada, pero al parecer Stohrmann ha olvidado mencionarte ese detalle.

—Dios mío. Te está acosando.

Erdmann tomó un sorbo de su bebida mientras Matthiessen le miraba con seriedad.

—¿Podemos cambiar de tema?

Él dejó la copa sobre la mesa y asintió.

—Sí.

Se quedó hasta las ocho y media y hablaron de Nina Hartmann, de Jahn y del revisor, que parecía molestar tanto a Erdmann que Matthiessen no pudo evitar esbozar una sonrisa.

Tras haber acordado que Erdmann la recogería a las ocho de la mañana siguiente, le acompañó hasta la puerta. Una vez se hubieron despedido, ella le paró una última vez.

—¿Stephan?

Él se volvió hacia ella.

—Acabas de decir que Stohrmann me está acosando.

—Eso me parece.

—Es más que eso. Me odia profundamente y está obsesionado conmigo. Hará todo lo posible por expulsarme de la policía. Haría cualquier cosa por conseguirlo.