22
23 de abril
Cuando despertó, poco después de las seis, se sintió descansado como nunca. Pensó en aprovechar la oportunidad y correr un par de kilómetros, pero tras echar un vistazo al exterior cambió de opinión. Aún no había amanecido, pero las brillantes sillas de madera y la pequeña mesita de su balcón estaban siendo incesantemente regadas. Abril, aguas mil. De modo que se dedicó unos tres cuartos de hora a la bicicleta elíptica que andaba cogiendo polvo en la habitación de al lado, se duchó, desayunó, y aparcó su Passat pocos minutos antes de las ocho delante de la casa de Matthiessen, el lugar en el que permanecería durante todo el día.
Matthiessen le recibió con una mirada desaprobadora dirigida al cielo y las condiciones atmosféricas.
—Vaya mierda de tiempo. Entra.
No le gustó la expresión de su rostro.
—¿Ocurre algo? —preguntó, mientras la seguía al interior de la casa.
—¿Te ha llamado Stohrmann a ti también? —dijo ella sin volverse, con lo que le costó entender sus palabras.
—No. ¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo? ¿Se sabe algo de Nina Hartmann?
Habían llegado a la cocina, y ella señaló su ordenador portátil, abierto sobre la mesa. Lo descubrió aun antes de que se hubiera aproximado a él. Un titular en rojo, dos líneas que ocupaban por completo la pantalla: ¿Asesinatos inspirados en novelas? Una línea más abajo se indicaba: La hija del editor del diario Hamburger Allgemeine Tageszeitung pudiera ser una de las víctimas.
—Mierda —se le escapó.
Se sentó delante de la pantalla. Había dos imágenes, una de ellas mostraba la portada de la novela El manuscrito, la otra podía representar a Christoph Jahn quince años atrás. El artículo pertenecía a la edición digital de uno de los periódicos más representativos de la prensa amarilla.
—Sí, eso es, mierda. Stohrmann me ha llamado a las tres de la mañana gritando como un poseso. Los de la prensa habían llamado a la Jefatura para conocer más detalles. Al parecer alguien les había avisado. ¿Quién crees que está detrás de todo esto?
Erdmann se apartó de la pantalla y se acercó a ella.
—Eso es una estupidez, y él mismo lo sabe. Era necesario que se lo reveláramos a algunas personas. Y alguna de ellas no ha mantenido la boca cerrada, no es culpa tuya. ¿Qué le ha dicho Stohrmann a la prensa?
—No lo sé exactamente, pero al parecer confirmó de alguna manera que la novela de Jahn tenía algo que ver.
—¿Por qué no me has llamado?
—¿Para qué?
—¿Y Nina Hartmann?
—Nada nuevo aún.
—Mierda.
Volvió a echarle un vistazo al artículo.
—¿Alguna idea de quién puede haberse ido de la lengua?
Ella se encogió de hombros.
—No hay demasiado donde elegir. Jahn, Lorth, Hansen, Zender, Schäfer. Pero hay que tener en cuenta que los tres últimos no sacan nada de esto.
—Al menos que nosotros sepamos. Aunque la Hansen admira tanto a su escritor… y también gana algún dinero con la venta de los libros. Pero, sí, más bien sospecharía de ese idiota arrogante que asesina con las palabras. Conseguirá que esa novela que ha sido escrita en realidad por él se convierta en un bestseller.
Erdmann sacó su móvil del bolsillo.
—Dame el número de ese Lorth. Vamos a aclarar esto ahora. Antes de encontrarnos con Stohrmann.
Ella dudó unos instantes, pero finalmente sacó su móvil y le dictó el número del revisor. Erdmann dejó que sonara diez veces.
—No lo coge. Quizá ya esté en el trabajo.
Matthiessen se acercó a la cafetera automática en un rincón de la encimera y sacó una taza del armario.
—¿Y Jahn?
—Deberíamos llamarle.
Señaló con la cabeza hacia el ordenador.
—Seguro que Stohrmann nos preguntará qué hemos hecho en relación con esta historia.
Matthiessen depositó la taza llena de humeante café delante de Erdmann y se sentó frente a él.
—Bien, me ocuparé de ello.
Jahn aseguró no haber dicho ni una sola palabra a nadie, y mucho menos a la prensa. Era el último en desear que se hiciera pública la conexión, una vez más, de un crimen horrible con alguna de sus novelas. No, ni una sola palabra había salido de su boca.
—Bien —dijo Erdmann enfadado—. Ya averiguaremos quién ha sido. Y si finalmente se descubre que fue alguno de esos dos se van a enterar. Ahora necesito que me des el número de Schäfer. Quiero saber si su amigo, el futuro abogado, y él han logrado averiguar algo.
Matthiessen buscó el número en la agenda de su móvil y se lo dictó. Durante un tiempo no hubo respuesta y Erdmann estaba a punto de colgar cuando oyó al otro lado una voz somnolienta.
—¿Si? ¿Schäfer?
—Buenos días. Soy Erdmann. Quisiera saber si averiguaron algo ayer preguntando en bares y cafés.
—Ah, es usted. Un momento que… estoy agotado. Nosotros… Christian y yo hemos estado fuera toda la noche. Se ha quedado aquí a dormir después. Pero… vaya, parece que se ha marchado. Bueno, da igual. No. Nadie parece haber visto a Nina. Es para volverse loco.
—De acuerdo, gracias. Ya le volvemos a llamar.
Colgó e informó a Matthiessen de la ausencia de novedades. Su mirada recayó de nuevo sobre la pantalla del portátil.
—¿Hay algo en el periódico del padre de Heike?
—No lo sé, no estoy suscrita. Pero creo que tienen página web. Vamos a comprobarlo.
Erdmann se acercó al portátil, pero no pudo buscar la página. Stohrmann llamó al móvil de Matthiessen. Había aparecido otro cadáver.