16
Erdmann estaba sorprendido. Acababa de explicarle a Matthiessen que su superior conocía a la víctima del secuestro, pero ella no mostró sorpresa alguna ni comentó nada al respecto. Asintió, rodeó el coche y subió a él. Antes de arrancar le rogó que se dirigiera a un café en la zona de la galería comercial Alster Arcaden que ofrecía una impresionante variedad de ensaladas. Después guardó silencio, pareció sumida en sus pensamientos y no habló en todo el trayecto.
A Erdmann le vino bien aquel silencio, pues necesitaba pensar. En el caso, pero también sobre todo lo que Stohrmann le había dicho sobre la mujer que se sentaba a su lado y que había logrado en un brevísimo lapso de tiempo despertar en él los más contradictorios sentimientos. A veces le parecía insoportable, pero inmediatamente después sentía el absurdo impulso de tomarla entre sus brazos y acariciar su pelo.
¿Por qué ella no le había hablado de aquel segundo caso? ¿Para que no temiera que le fallara en una situación de peligro? ¿Por si se negaba a seguir siendo su compañero?
Pero ¿y si no era cierto lo que Stohrmann le había explicado? ¿O había sucedido de forma muy distinta y Stohrmann le había ofrecido su propia versión de los hechos para ponerle contra ella? Tal vez incluso le había mentido, para difamarla en venganza por la muerte de su hermano. ¿Podía hablarle a Matthiessen de ello? Tenía que pensar muy bien qué decir para que aquella situación no se descontrolara. Cualquier conflicto sólo llevaría a entorpecer la investigación y a perjudicar a Heike Kleenkamp, y probablemente también a otras mujeres. Preguntas y más preguntas, y no conocía ninguna de las respuestas.
Erdmann fue lo suficientemente afortunado como para encontrar una plaza de aparcamiento en una calle lateral. Tras caminar unos metros, cruzaron los pintorescos arcos pintados de blanco de la galería comercial. Se sentaron en una mesa exterior; Erdmann mirando hacia el ayuntamiento, Matthiessen a Jungfernstieg. En la mesa de al lado tenían a una mujer con un niño de corta edad, probablemente su hijo, que se dedicaba a soplar pompas en su refresco con una pajita, ignorando las recriminaciones de su madre. A izquierda y derecha, sobre sendas sillas, tenían bolsas de aspecto caro con logotipos de conocidas boutiques, y mientras Erdmann se preguntaba qué clase de comercios estarían abiertos en domingo advirtió que aquella mujer le recordaba a Julia.
Tras haberle encargado a una rubia veinteañera y mona una ensalada y algo de beber, Matthiessen apoyó los codos sobre la mesa, dejó descansar la barbilla en las palmas de las manos y le miró fijamente. A Erdmann en aquel momento le pareció muy joven, casi una niña. Estaba asistiendo a uno de los escasos momentos en los que Andrea Matthiessen se permitía ser mujer y no inspectora jefe.
—¿Me cuentas algo de lo que has hablado con Stohrmann?
Pasó el momento íntimo, y Erdmann tuvo ante sí a la compañera de profesión de nuevo, a su superior.
—Tienes razón, hubo bronca. Me amenazó y me dijo que si volvía a repetirse… Bueno, ya sabes, lo de costumbre. Que se ocupará de que pase el resto de mi carrera en algún pueblo de mala muerte, esas cosas.
—Lo lamento. No fue muy inteligente de tu parte hablarle así en público. Es el jefe y no tolera que se cuestione su autoridad.
—Vale, de nada. No hace falta que me lo agradezcas tanto.
Sonrió, pero ella no reaccionó.
—¿Qué más?
—Dijo que era muy amigo de la familia Kleenkamp y que debido a ello se ocuparía de que no cometiéramos errores. ¿Parece que no te sorprende todo esto?
—No es tan raro como piensas. Stohrmann conoce al Jefe de Policía Reimann. Creo que juegan juntos al golf o algo así. Y ya sabemos que Reimann es amigo de Kleenkamp. No es ninguna sorpresa que en algún momento hayan coincidido los tres. Y que también haya tenido oportunidad de conocer a la hija de Kleenkamp. ¿Eso fue todo?
—Sí. Todo —mintió, esperando que ella no lo advirtiera.
—Mientes.
Mierda.
—Yo… quería evitarte un disgusto.
—¿Entonces?
Erdmann decidió que podría revelarle al menos una parte sin temer represalias por parte de Stohrmann.
—La historia de su hermano. Su perspectiva es otra y te culpa de su muerte. Eso ya lo sabes. Me ha explicado que ésa es la razón por la que te trata de forma un tanto especial.
La rubia les sirvió las bebidas; zumo de manzana con gas para Erdmann y para Matthiessen un café con leche en un vaso alto. Ésta cogió una cuchara larga y comenzó a remover la espuma de leche que ocupaba la parte superior del vaso.
—¿Eso fue todo?
—¿Qué más pudo haber dicho? —preguntó Erdmann, un poco a la expectativa, confiando en que ella le contara la historia del agente asesinado por el criminal huido.
—No sé —fue, sin embargo, la respuesta de su compañera—. Te agradezco que me hayas defendido ante él, sobre todo porque te ha causado dificultades. No es frecuente que alguien haga eso por mí.
—Somos un equipo. Lo normal es que confiemos el uno en el otro. Sobre todo, en las situaciones poco agradables. ¿O no lo ves tú así?
Ella levantó la vista de su vaso.
—Lo veo igual que tú. Aún así ha sido algo especial para mí.
Erdmann se sintió mezquino. Estaba decepcionado porque ella no le había mencionado el caso del agente asesinado, pero él, a su vez, le ocultaba parte de la conversación con Stohrmann. Ni siquiera le ofrecía la oportunidad de explicarse y dar su propia versión de los hechos.
Sonó su teléfono. Era Jahn. Erdmann moldeó sus labios para indicarle a Matthiessen sin hablar quién le llamaba, y se sintió de nuevo absurdamente culpable porque el escritor había decidido llamarle a él y no a ella.
—Acabo de recordar algo. —Jahn le apartó de sus pensamientos—. He estado reflexionando y confieso que no sé por qué no lo había advertido antes. Pero el criminal… en realidad no se aparta de mi novela.
Hizo una pausa, como si esperara a que Erdmann le animara a continuar hablando.
—¿Por qué? ¿A qué se refiere?
—Bien, en mi novela el primer paquete llega a la redacción de un periódico, pero a diferencia de los siguientes envíos se remite a una persona concreta, a la redactora de la sección de Cultura.
Guardó silencio de nuevo.
—No le sigo —confesó Erdmann.
—Se lo explico. El criminal envía su manuscrito a diversos periódicos. En muchos diarios se publican novelas tanto conocidas como desconocidas por entregas. Cada día unos pocos pasajes. Los periódicos, al igual que las editoriales, reciben muchísimos manuscritos inéditos de autores a los que les gustaría ver publicada su obra. Y, al igual que sucede en las editoriales, casi todos se rechazan. Normalmente con una carta formal y estándar. Le agradecemos su propuesta, pero su obra no se adapta a nuestro programa editorial. Algo así, pero en ningún caso: Su novela es mala y por tanto no publicable. La redactora que en mi novela recibe el primer paquete es la única que le responde al autor con una carta personal, y es brutalmente sincera. Le indica que desde su punto de vista no posee ni la capacidad artística ni la lingüística para redactar una novela. Y muchas cosas más. En resumidas cuentas: que deja su novela por los suelos.
De repente, Erdmann comprendió lo que Jahn pretendía decirle.
—Dios mío. Igual que Nina Hartmann con su novela.
Erdmann notó que Matthiessen le miraba con curiosidad. Jahn espiró varias veces pesadamente.
—Sí. Como ven, hablo en serio cuando les comento que estoy dispuesto a ayudar en la investigación. Porque con esto que les acabo de contar me he vuelto mucho más sospechoso.
—Despacio, señor Jahn. Nadie es sospechoso así, de repente. Por supuesto que forma parte del círculo de personas del que debemos ocuparnos más estrechamente, pero se debe a que usted es el autor de la novela que se está imitando. ¿Qué ocurrió en la novela con esa redactora? ¿Sólo recibió un paquete?
—No, ella… Dios mío, tiene usted razón, no lo había pensado. Fue secuestrada posteriormente.
—¿Qué? —gritó Erdmann, y se levantó inconscientemente de un salto—. ¿Cuándo? ¿Cuándo es secuestrada?
—Un momento. Tengo que pensar. Creo…
—Hable, dese prisa. ¿Es que no recuerda su propia novela, maldita sea?
—Si se dirige a mí en ese tono no creo que recuerde nada. Espere, ahora me acuerdo. Fue al día siguiente de recibir el paquete.
Erdmann necesitó uno o dos segundos para comprender.
—En nuestro caso, hoy. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Y cómo es secuestrada?
No obtuvo respuesta. Matthiessen, que percibía la tensión, se puso en pie.
—Hable.
—No lo recuerdo. Espere… Sucedió de día, creo que por la tarde. El criminal la citó en algún lugar mediante una llamada telefónica y la narcotizó con éter.
—¿La asesina?
—Sí, claro. Pero más tarde.
—No salga de casa, nos pondremos en contacto con usted más tarde.
Erdmann colgó.
—Nina Hartmann. El criminal intentará secuestrarla.
Apenas había acabado de pronunciar las palabras cuando Matthiessen ya sostenía su móvil. Tras dos intentos infructuosos lo guardó.
—No contesta.
Lo volvió a sacar y marcó de nuevo.
—Sí, Matthiessen. Envíen inmediatamente una unidad a casa de Nina Hartmann, ya conocéis su dirección. Al parecer ese loco intentará secuestrarla hoy. Y otra unidad a casa de su novio, en la calle Hochallee de Harvestehude… No, no recuerdo el número, consúltelo en el informe. Sí, e informe al jefe, que se ocupe de todo lo demás.
La camarera apareció con dos enormes ensaladas, pero Matthiessen la ignoró.
—Vámonos —le dijo a Erdmann, que sacó apresuradamente su cartera, depositó un billete de veinte sobre la mesa y se disculpó con la sorprendida mujer.
—Lo siento, pero puede servirle la ensalada a otra persona.
Corrió tras Matthiessen por la galería comercial en dirección al coche.
Aún antes de arrancarlo bajó la ventanilla lateral, cogió la luz azul de emergencia del salpicadero y la fijó al techo mediante un imán. Puso en marcha el motor, encendió la sirena y salió disparado.
Matthiessen no cesaba de intentar localizar a Nina Hartmann.
—Mierda, no contesta.
—¿Y su novio?
—Es lo que intento. —Se colocó de nuevo el teléfono en la oreja—. Sí, hola. Aquí Matthiessen. ¿Se encuentra Nina con usted?… Sí, ya sé que dijo que iba a salir inmediatamente para su casa. ¿Cuándo ha salido?… Bien… ¿Sabe de quién?… No, no era nuestra. No, conteste mis preguntas, es importante. ¿Ha vuelto a hablar con ella desde entonces?… ¿No? Intente localizarla. Y llame a todos los lugares en los que crea que pueda encontrarse. Si averigua algo, avíseme inmediatamente… No, no lo sabemos, pero es muy posible que se encuentre en peligro.
Colgó.
—La chica recibió una llamada justo cuando estaba saliendo por la puerta. Schäfer ignora quién la llamó, pero le dio la impresión de que éramos nosotros. Venga, pisa fuerte, con un poco de suerte llegaremos antes que los compañeros.
—Ese Jahn me ataca los nervios —gruñó Erdmann, de muy mal humor—. ¿Cómo puede ser que no recuerde hasta pasadas unas horas cuál es el argumento de su propia novela? No sé, quizá, quizá no, podría ser. Nos está tomando el pelo. Te digo que ese individuo esconde algo. Probablemente estuviera implicado también en lo de Colonia, y dado que ahí le salió la cosa tan bien y parece que se le acaba el dinero…
—Ya veremos —contestó Matthiessen con voz calmada.
Les llevó exactamente diez minutos llegar a casa de Nina Hartmann, durante los cuales hubo varios momentos en los que estuvieron a punto de provocar algún accidente. Los otros agentes aún no habían llegado cuando Erdmann aparcó el Golf directamente en la acera y ambos saltaron del vehículo.
Un minuto después de hallaban respirando entrecortadamente delante de la puerta del piso de Nina, en el pasillo pintado de blanco de la tercera planta. Llamaron con los nudillos. No se percibió ningún sonido, por lo que Erdmann aporreó con el puño contra la madera gritando el nombre de la joven. Se oyó un leve sonido tras ellos y ambos se giraron. Una joven de pelo oscuro, en chándal, estaba de pie en la puerta del piso de enfrente observándolos con desconcierto.
—Todo bien, policía —dijo Erdmann acercándose a la mujer, que retrocedió un par de pasos al interior de su piso. Se relajó un poco en cuanto comprobó sus credenciales.
—Estamos buscando a Nina Hartmann. ¿La ha visto hoy?
—¿Nina? No… Hoy aún no. ¿Qué ocurre?
—Creemos que se encuentra en grave peligro, por lo que es muy importante que la localicemos. Tenemos que entrar en su piso. ¿No sabría decirnos usted si alguien en alguna parte tiene otra llave?
—¿En peligro? ¿Nina? Pero… Lo de la llave… bueno, yo tengo una llave. Ella tiene también una de mi casa.
—Tráiganosla, por favor.
La mujer dudó, pero después se volvió a un lado, extendió la mano tras la puerta y le entregó finalmente a Erdmann una llave con un cartelito verde.
—Pero devuélvanmela, por favor.
—Gracias. Entre en su casa y cierre la puerta.
Erdmann volvió junto a Matthiessen.
—Vamos a entrar a ver.
Aguardó hasta que se cerró la puerta a sus espaldas, sacó su arma de la funda y observó cómo Matthiessen imitaba sus movimientos. Recordó las historias de Stohrmann y no pudo evitar sentirse incómodo. ¿Y si la chica se encontraba allí dentro en manos del asesino? Si su vida dependiera de cómo iba a actuar Matthiessen, podría ella…
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, y Erdmann se sintió descubierto.
—Nada. Todo bien.
Debía olvidarse de todo aquello.
Metió la llave en la cerradura con sumo cuidado y abrió la puerta. Cruzó el pasillo en dos zancadas, sujetando la pistola con ambas manos y apuntando al suelo, mientras examinaba cuidadosamente los alrededores. A su izquierda, una puerta cerrada, frente a la entrada, otras dos puertas, abiertas ambas, una de ellas conducía a la cocina, la otra al dormitorio. De frente, sin puertas, el salón. Las paredes, pintadas de un amarillo claro, mostraban pósters con imágenes de Keith Hearing. Matthiessen pasó a su lado y se dirigió directamente al salón. Apenas un minuto más tarde ya tenían la seguridad de que no había nadie en el piso. Otro minuto más y llegaron los demás agentes.
Matthiessen se dirigió a la puerta de entrada, sacó la llave de la cerradura y se la tendió a uno de los agentes, un subinspector joven de rostro delicado, casi femenino.
—Tenga, esta llave nos la ha facilitado la vecina. Quiero que espere aquí. Es posible que el secuestrador aparezca en algún momento, por lo que debe estar alerta. Llame a Jefatura y ocúpese de que le releven esta tarde, y también de que se organice un turno de noche. Y si aparece por aquí Nina Hartmann o cualquier otra persona quiero que se me informe inmediatamente.
Le hizo una seña a Erdmann con la cabeza y se alejó de allí.
—¿A casa de Jahn? —preguntó él mientras abandonaban la casa y se dirigían al coche.
—Sí. Vamos a ver qué otras cosas recuerda de su propia novela.