VII
Antes
Necesitaba toda su fuerza de voluntad para mantenerse erguida, aunque en aquellos momentos no era capaz de identificar ni un solo punto de su cuerpo que no ardiera con un terrible dolor. Sus muslos se habían agarrotado, y en una o dos ocasiones había estado tentada de rendirse, ceder, relajar la musculatura y dejarse liberar de todo sufrimiento por el alambre en torno a su cuello. En el último instante había vencido el temor a una angustiosa muerte por estrangulamiento, activando las pocas fuerzas que le quedaban.
Había vomitado, manchando sus pies, ya que no había sido capaz de apartarse un poco hacia delante. No le importó.
La mujer muerta yacía ahora sobre la camilla, con el rostro hacia abajo, en idéntica postura a la que ella tenía hacía apenas unos instantes. El monstruo había aproximado aquella camilla, girando el rostro de la muerta de modo que estaba obligaba a contemplarla.
Reconoció la deformación en la nuca de la mujer, el pelo pegajoso en aquel lugar hundido hacia dentro. Una visión aterradora, pero, cuando intentaba girar sus ojos doloridos hacia un lado para no ver, algo volvía a atraer de nuevo su mirada hacia la muerta. Un impulso que provenía de muy adentro y al que no podía resistirse. Ni siquiera las lágrimas la consolaban, pues incapaces de cubrir sus pupilas no lograban empañar su visión y ocultar aquella imagen. Percibió un sonido. Distinguió algo en la pared que había frente a ella, y aquel monstruo perturbado se le acercó, deteniéndose al lado de la camilla. En aquel mono amplio e informe resultaba grotesco.
—Mira.
El monstruo alzó la mano en la que sostenía un objeto alargado, de color claro, y aún antes de verlo bien supo que se trataba de un bisturí. Bajó la mano y apoyó el bisturí en la clavícula derecha de la mujer.
—No —susurró ella— no.
Aquello no podía suceder. No podía ver cómo un ser humano asesinado delante de sus ojos era cruelmente mutilado. No podía, o perdería la razón.
—No —protestó, subiendo el tono de voz, elevándolo mucho, y una especie de masa pegajosa roja pareció cubrir sus pensamientos. Gritó.
—Para, maldita bestia.
Gritó con tanta intensidad que su voz se quebró.
—Animal, animal asesino perturbado y miserable. Para. Para ahora mismo.
Había perdido por completo el control sobre sí misma. En su agitación se movió demasiado y el alambre se clavó en su cuello. Tuvo que toser, y sus desesperados movimientos cerraron la horca de alambre cada vez más. Estuvo a punto de asfixiarse. Logró tranquilizarse y dejar de moverse y permaneció allí de pie, respirando en breves intervalos agitados, contemplando a aquel rostro diabólico, llorando.
—Mira.
No era más que un susurro. A continuación presionó con la punta del bisturí sobre aquel cuerpo inerte y el monstruo comenzó a cortar la piel de la espalda de aquella mujer.