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23 de abril
Nina se acercó a su minúsculo balcón con una humeante taza de café en la mano, contemplando los tempranos rayos solares, que, a esa hora de la mañana, ya cubrían tres cuartas partes de la fachada de la casa situada enfrente. Los meses de invierno habían sido largos, por lo que disfrutaba al máximo de aquella tímida calidez sobre su piel. Suspiró de placer. Un despertar perfecto. En poco menos de una hora su amiga Kerstin se acercaría a recogerla para ir de compras al centro comercial Europa-Passage. Por la tarde se pasaría por casa de Dirk para ayudarle con los preparativos de su fiesta de cumpleaños. Había cumplido los veinticinco tres días atrás, era casi dos años mayor que ella.
Probó el café y se preguntó si resultaría apropiado llamar por teléfono a Dirk a las nueve menos cuarto de la mañana de un sábado para desearle los buenos días. Cuando no tenía que ir a clase lo normal era que su novio permaneciera acostado hasta el mediodía, y, en las ocasiones en las que pasaban la noche juntos, también intentaba impedirle a ella que se levantara pronto. Sonrió. Más de una vez la había hecho llegar tarde a clase.
Nina decidió de repente que aquel día soleado era demasiado perfecto, por lo que entró de nuevo en la vivienda. El teléfono descansaba sobre la mesita blanca de Ikea. Marcó el número de Dirk y se recostó en el sofá de dos plazas con las rodillas flexionadas. Imaginó a Dirk refugiándose entre las sábanas y tapándose los oídos con la almohada para seguir durmiendo, por lo que en cierto modo se sorprendió cuando le respondió una voz sin rastro de sueño.
—Dirk Schäfer.
—Buenos días —sonrió ella—. Para lo temprano que es suenas bastante animado. Debería dejarte solo por las noches con más frecuencia, pareces dormir mejor.
—De ninguna manera. He madrugado porque esta noche me ha sido imposible conciliar el sueño.
—¿Por la fiesta?
—Por la soledad, amada mía.
Ella esbozó una sonrisa.
—En realidad te encanta estar solo de vez en cuando. Así puedes atiborrarte de patatas fritas mientras ves la tele desde la cama. Anda, confiésalo.
—Jamás se me ocurriría confesar algo así. Pero, dime, ¿no tenías previsto saquear las zapaterías de Hamburgo en compañía de esa amiga tuya tan especial, Kerstin?
Dirk y Kerstin no se gustaban demasiado. Él la consideraba impertinente. Ella le tenía por presuntuoso, recriminándole que alardeara del dinero de su padre, lo cual, a su vez, él interpretaba como envidia. Nina debía mediar entre ambos con frecuencia, y con el tiempo se había acostumbrado a ignorar los comentarios despectivos del uno hacia el otro. En realidad, según sabía, el origen de aquella mutua antipatía había que buscarlo en una breve relación que ambos habían mantenido dos años atrás y que había acabado, tras unas pocas semanas, de forma catastrófica.
—Sí, vendrá a recogerme…
El timbre de la puerta la interrumpió. Sabía quién llamaba, pues nadie más llegaba tan temprano.
—Aguarda un momento, creo que es el cartero.
Nina bajó las piernas del sofá y se acercó a la puerta, pero al abrir no se encontró con el sonriente Dietmar Fuchs, el cartero de la zona, a quien conocía muy bien, sino a un joven con camisa de color beis y pantalón largo del mismo tono que le tendía un paquete con rostro inexpresivo. En el bolsillo de su camisa aparecía el logotipo de la empresa de transportes UPS. A pesar de que Nina le había abierto descalza y vestida únicamente con un camisón a rayas blancas y azules el joven no se inmutó.
—Buenos días. Un envío para usted —le dijo, inexpresivo.
Nina soltó el teléfono en el suelo a falta de un lugar mejor y recogió el paquete que le ofrecían. El tamaño le hacía pensar en un libro. Completamente cubierto por gruesas tiras de precinto de color marrón, el remitente, que parecía ser un particular y no una empresa comercial, quedaba identificado a través de una pegatina en el margen superior derecho.
Peter Dorscher
Selburgring 17
22111 Hamburgo
Nina no reconoció ni el nombre, ni la dirección. Encajó el paquete como pudo entre sus rodillas y tomó el lápiz que se bamboleaba en el lateral del aparato que sostenía ante ella el mensajero de UPS. Garabateó lo mejor que pudo su firma en la pequeña pantalla y despidió al chico.
De camino al salón recogió de nuevo el teléfono y volvió a colocárselo en la oreja.
—Ya estoy de vuelta —informó a su novio, dejando el paquete sobre la mesa y acercándose a la puerta del balcón—. Un mensajero, debe de tratarse del libro por el que he pujado en…
—No me gusta que malgastes tu tiempo leyendo —la interrumpió Dirk—. Deberías ocuparlo más inteligentemente. Conmigo, por ejemplo —continuó, en tono de protesta.
—Cada cosa a su tiempo, cariño. Ya te dedico mucho más tiempo del que debo. Te dejo, voy a arreglarme un poco, no quiero que Kerstin me encuentre aún en camisón cuando pase a recogerme.
—¿Me estás diciendo que le has abierto la puerta a ese tío vestida únicamente con un camisón? ¿Es que no tienes vergüenza?
—¡Qué estúpido eres! —sonrió ella—. Te cuelgo. Adiós, hasta luego.
—Bueno, hasta luego, pero cuídate de que no vuelva a suceder algo así, o tendré que insistir en que te vengas a vivir conmigo para que pueda controlarte.
Nina sacudió la cabeza entre risas y colgó.
Aunque lo había expresado como si se tratara de una broma, Dirk ya llevaba un tiempo preguntándole si no había considerado la posibilidad de trasladarse vivir a su casa. Había espacio más que suficiente. Su padre le había comprado a principio de curso un dúplex espacioso, y seguramente pecaminosamente caro, en una de las avenidas principales de Harvestehude, muy cerca del Hospital Universitario Hamburg-Eppendorf. Dirk estudiaba medicina. El señor Schäfer era propietario de una empresa que fabricaba piezas para la industria automovilística, y el dinero jamás había sido un problema en aquella familia.
Nina le quería y le encantaba la idea de compartir su vida con él, pero dado que apenas hacía medio año que se conocían le parecía muy precipitado abandonar su propia vivienda y con ello también sus posibilidades de retomar su libertad si fuera necesario. Tal vez si dentro de un par de meses él aún siguiera interesado…
Se dirigió al baño, cubrió el redondo cabezal de su cepillo eléctrico con un poco de dentífrico y se contempló en el espejo mientras las pequeñas cerdas rotatorias trabajaban en su boca. Su cabello, de un rubio muy claro, le caía desordenado sobre la espalda. Combinado con sus ojos azules y la sombra de pecas que cubría su nariz y mejillas aquello siempre llevaba a que alguno de sus compañeros de clase la tomara por lo que no era. Pero sólo la primera vez que se le acercaban. Se inclinó un poco hacia delante, se frotó ligeramente la nariz, que el frío del invierno irritaba continuamente, recordando cómo Dirk se complacía en besar precisamente aquella parte de su rostro.
Apagó el cepillo, se enjuagó la boca y volvió al salón. El paquete seguía sobre la mesa, al lado de su taza de café. Recogió ambos objetos y los llevó a la cocina. Dejó la taza en el fregadero y sacó un cuchillo de un cajón para cortar las capas de precinto. Cuando logró separar las solapas de la parte superior del paquete pudo vislumbrar algo envuelto en papel marrón. Podría haber sido un libro de bolsillo, pero parecía demasiado liviano. Rápidamente desenvolvió el objeto. Ante sus ojos apareció una especie de lienzo, tensado en un marco, a semejanza de lo que había visto hacer con las pinturas. Pero no había ningún dibujo a la vista, sólo unas cuantas palabras cuidadosamente perfiladas a mano en grandes letras de imprenta:
EL LECTOR
Novela policíaca
de
Anónimo
Desconcertada, Nina no acababa de comprender qué significaba todo aquello. Devolvió el envoltorio de papel marrón al cartón del que procedía, y que ahora descansaba sobre la encimera, y estudió detenidamente aquel pequeño objeto de material desconocido. El color era extrañamente pálido y su estructura bastante irregular. ¿Quizá algún tipo de piel animal? ¿De cerdo? ¿Un objeto valioso, tal vez del Antiguo Egipto? No podía ser, ¿o sí?
En la esquina superior derecha distinguió un punto, más bien un pequeño óvalo de aproximadamente un centímetro de diámetro. Inclinó ligeramente el marco y lo sostuvo ante sí, elevándolo un poco, a fin de poder distinguir mejor qué era eso. Mientras, advirtió que al dorso colgaban algunas tiras irregulares. Al darle la vuelta para verlo mejor, advirtió los pequeños grumos carmesí que cubrían las zonas en las que el lienzo había sido fijado con gruesas grapas al marco y comenzó a comprender qué era lo que tenía entre sus manos. Su mente lo percibió de forma borrosa, buscando inconscientemente la prueba de que se hallaba en un error, de que debía estar equivocada. Pero con la suficiente claridad como para sentir cómo se aproximaba, sordo y lejano, el rumor de esa tormenta que desataría en su interior el horror más absoluto.
Giró el marco con la punta de los dedos y, cuando volvió a fijar la vista en el punto que antes la había intrigado, su sospecha se transformó en certeza en menos de un segundo. Soltó el horrendo objeto, que repiqueteó sobre la encimera, y soltó un angustioso grito, mientras se cubría la boca con las temblorosas manos.
El punto oscuro parecía una marca de nacimiento. El material que alguien había utilizado para escribir la primera página de una novela era realmente piel, ya que de la parte posterior aún pendían minúsculos pedacitos de carne. Pero no se trataba de piel animal.