INCANDESCENCIA

Serge Nigon

—¡Vais a reventar! ¡Fingís ignorancia, pero esto no impedirá nada: reventaréis! ¡Todos, ricos y pobres! Más tarde, algunos se harán congelar como carne de buey; esperarán, en un sueño helado, los días en los que la muerte ya no existirá. Pero, durante muchos largos años aún, sufriréis esta injusta igualdad: ¡reventaréis todos! Sobre todo los pobres. Revientan los primeros; es, parece, su único orgullo. Yo soy pobre, y esto explica mi presencia aquí. ¿Me oís? Imaginad un agujero, simple, sumario, cavado en una tierra color rojizo, embarrada y pegajosa. ¡Escuchad! Dicen algunos apresurados abracadabra y ¡hop!, unas manos entumecidas por la inercia envían furiosamente paletadas de tierra. ¡Y nada más! Reventaréis. Tenéis tiempo, decís, ¡por supuesto! Pero algún día partiréis hacia un lejano y muy incierto Walhalla. ¡Reventaréis! ¡La vida os mata! ¡Destruye sus formas taradas, y está bien así! ¡Muy bien! El sol continuará brillando, la lluvia seguirá cayendo, el viento silbará, ¿y vosotros? Vosotros ya no existiréis... Y esta perspectiva alegra mi corazón.

—Cierra la boca, Triol —dice una voz de hombre tras la puerta.

—¡Sí, ciérrala! —dice otra voz—. Esta noche cantarás en la Vía Láctea.

Los dos hombres ríen.

En el piso dieciocho de un bloque de habitaciones, el mismo día, la puerta se entrada se abre. El señor Sirit está agachado delante de un receptor de televisión, con un destornillador en la mano; unos ronquidos surgen del aparato. El sol de media tarde entra por la amplia ventana abierta. El tiempo es cálido; septiembre se desliza suavemente hacia octubre.

—Buenos días, Marie-Claude —dice.

—Buenos días —responde distraídamente una mujer joven. Dos adolescentes y un niño la siguen. Las muchachas tienen diecisiete y doce años; el niño, cinco. Se llaman Paula y Christiane; el hijo lleva un nombre de enfermedad: Néphrose Lipoidique.

La mujer se sienta.

—¡Uf! —dice—. Este viaje ha sido agotador... Veinticuatro horas de tren en un compartimento cerrado, sobrecalentado, sin agua ni alimentos... ¡Estamos extenuados! ¿Pero qué haces? ¿Las emisiones de televisión no funcionan hoy?

—¿Por qué no marcha la tele? —dicen los niños.

—¿Has pasado buenas vacaciones? —pregunta el señor Sirit.

—Siempre lo mismo. Tengo los nervios a punto de estallar. —Se quita los zapatos—. ¿Pero qué haces?

—Sí, ¿qué haces? —dicen los niños. Están de pie.

—Es que no... no funciona —dice tímidamente el señor Sirit.

—¡Entonces llama al servicio, vamos!

—Sí, ¿por qué no llamas al servicio? —dicen los niños. El señor Sirit les mira temerosamente. —Es que... ya no tengo dinero.

—¡Ya no tienes dinero! —La mujer se levanta de un salto. Grita—: ¡No hay más dinero! ¡No hay más dinero! ¿Te atreves? —Se acerca a él y lo abofetea.

—¿Podemos nosotros abofetear también a papá? —piden los niños.

—No, más tarde —va y viene.

—Ha sido... ha sido necesario comprar un nuevo frigorífico.

—¡El nuestro funcionaba, estaba nuevo!

—Un complejo de alta fidelidad... Renovar nuestra biblioteca, los mismos libros, pero nuevos...

—¿Qué estás diciendo?

—Ya sabes... Estamos obligados a absorber una parte de la producción industrial... y... y...

—No sirves para nada —dice la mujer.

—Pero yo no podía...

—Basta —dicen los niños—. Nos irritas.

—Yo... yo...

—¡Un fracasado! ¡Un andrajo! ¡Una larva! ¡Un retrasado!

—Papá es un retrasado —dicen los niños.

—Lo denunciaré —dice Néphrose.

El señor Sirit palidece, su mandíbula se sacude en un tic.

—Pero... pero... ¿es culpa mía si estamos obligados a comprar estas mercancías?

—¡Para ti siempre es culpa de los demás! Pensar que estoy obligada a soportar a este vejestorio... ¡Tengo veintiocho años! ¡Tú eres un viejo, un desecho! Te odio. ¡Privarnos de la televisión! ¡Qué audacia! ¡Te odio!

—Papá es un monstruo —dicen los niños—. ¡No merece vivir!

—Va a pasarlo mal —dice Néphrose. Se acerca al señor Sirit y escupe en su cara.

—Tienes razón, Néphrose —dice la señora Sirit—. Vosotras dos, hijas, ¡vamos! Escupidle encima.

Las dos adolescentes atraviesan la habitación y escupen sobre el señor Sirit.

—Vas a pasarlo mal —dice la señora Sirit.

—Marie-Claude —suplica el señor Sirit.

—Te odiamos —dicen los niños.

—Ya no podré responder en clase —dice Néphrose.

—Sí, no podrá responder más en clase —dice la señora Sirit.

—Nos preguntan a menudo sobre las emisiones de la tele —dicen las dos adolescentes—. Seremos ridiculizadas, seremos expulsadas.

—Te odio —dice Paula.

—Te odio —dice Christiane.

—Te odio —dice Néphrose. Añade—: Venid a escupir sobre papá.

Los tres escupen sobre el señor Sirit. Este último está paralizado. Llora.

—Ve a hacernos la comida —dice la señora Sirit.

—Pero... ¡no hay nada qué comer!

—¿Qué? ¡Nada! ¿Te estás burlando?

—¡No, nada! Yo... ¡no tengo más dinero!

—Paula —dice la señora Sirit—. Ve a acostarte con el soltero del vigésimo. A cambio le pedirás conservas y botellas de soda. Tengo sed, mi boca está seca.

—¿Y si no está?

—Entonces ve a otro sitio. Encontrarás a alguien. ¡Tengo hambre!

La habitación está llena de un crepúsculo rojo.

—Enciende la luz —dice la señora Sirit—. ¡Nada para comer! He criado a tus dos hijas, me has hecho ese engendro... ¿Y qué recompensa he tenido? ¡Tú nos dejas morir de hambre!

—He visto los carteles en las calles —dice Cristiane—. Esta noche habrá aerolitos. ¿Iremos?

—¡Por supuesto! ¡Después del encantador recibimiento que nos ha hecho tu padre! ¿Verdad, Sirit?

—Yo... no tengo más dinero.

—Seremos el hazmerreír de todo el conjunto, ¿te imaginas? Destruyes todos nuestros futuros. Desde ahora seremos los «Sirit», aquellos que no ven la televisión... ¿Y los niños? ¿Piensa en los niños? ¿En su futuro? ¡No, eres demasiado egoísta para eso! ¡Eres un feto!

—Papá es un degenerado —dice Néphrose—. ¡Mamá! ¿Puedo abofetearle?

—Sí, puedes.

Néphrose arrastra una silla, la coloca cerca de su padre, se sube encima y abofetea al señor Sirit.

—Otra vez, Néphrose. ¡Bien! ¡Estás de un ridículo, mi pobre Sirit! Mira allá al frente, todos están en la ventana, esperando tu reacción.

Alguien llama, alguien entra. Cuatro mujeres con gafas se hallan en la habitación.

—¿Señora Sirit?

—Sí —responde secamente Marie-Claude.

—Somos el comité de defensa de las diversiones. El artículo seis mil trescientos cuarenta y seis estipula que todo individuo que por sus actos manifieste una voluntad de no aceptación de las diversiones es culpable. Les acusamos, a usted y a su cónyuge, de singularizarse no siguiendo los programas de televisión, y de conducir al desorden a todo el conjunto. Les amenazamos con expulsarlos del conjunto si no se reintegran a un funcionamiento normal. ¡Los servicios se iniciarán mañana! Insultos, lanzamiento de botellas de soda, descenso obligado de las escaleras, finalmente expulsión. Hace aproximadamente tres meses, sorprendimos a un tal Triol, que se había singularizado practicando posturas depravadas de yoga. Rehusó seguirnos; se convertirá en una estrella fugaz. ¡Buenas tardes!

—¿Estás satisfecho de ti mismo? —dice la señora Sirit—. ¿Sabes lo que es, las escaleras forzadas? Ya no puedes descender en el ascensor... Te empujan hasta las escaleras... Caes, vuelves a levantarte, cuando llegas abajo estás bañado en sangre. ¿Esto tal vez te divierte?

Paula vuelve a entrar, con los brazos cargados de conservas y de botellas de soda.

—¡Ya está! Estaba en el ascensor. Le he estimulado mientras descendíamos.

—¿Sabes lo que acaban de comunicarnos? —dice la señora Sirit.

—No.

—Mira, míralos en las ventanas. Están esperando... Ha venido el comité. Somos responsables de sus actitudes... Seremos expulsados...

—¡Pero esto es imposible!

—¡Pregúntaselo al idiota de tu padre! ¡Míralo! ¡Como un sapo en su charca!

—¡Es culpa suya! —dice Paula—. Esta noche no comerá.

—No comerá nunca más —dice la señora Sirit—. Privarnos de televisión, matarnos de hambre, hacernos expulsar... Néphrose, abofetea a tu padre.

—¿A qué hora las estrellas fugaces?

—Hacia las cero —responde Christiane.

A las veintitrés horas del mismo día. El señor Sirit está solo. Está arrodillado ante el receptor de televisión; sus manos están juntas: llora.

—¡Mi pequeña tele, mi amor! ¡Mi niñita! ¡Te lo suplico, funciona un poco! ¡Sólo un instante! ¿Qué haré yo sin ti? ¿Qué van a hacerme? ¡Ya has visto cómo me tratan! ¡Ya no tendré paz, ya no podré comer, me moriré! Recuérdalo: siempre te he sido fiel... Durante días enteros he permanecido junto a ti... Te lo suplico, pequeña tele, haz un esfuerzo, sólo una vez. ¡Sólo una vez! ¡Por favor! Cuando vuelvan, funcionarás; ellas quedarán satisfechas; me alimentarán. ¡Por favor, funciona! Sin ti estoy condenado... Mi hijo Néphrose me vigila: al menor gesto activo me denunciará... ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? Tengo miedo a la muerte... allá al frente me están mirando... Tengo miedo. Tengo frío...

El señor Triol ha salido de su habitación.

—Triol, ponte esta escafandra.

El señor Triol se ha revestido la pesada escafandra.

—La presurización es automática —dice el guardia—. ¡Vamos, aprisa!

Son doscientos; se mueven con gestos lentos. Después, una a una, las escafandras color aluminio suben a los camiones. A lo lejos, en la superficie llana de las pistas de despegue, la masa del jet se destaca sobre el cielo azul-negro de una noche sin estrellas. Los camiones se detienen. Las escafandras descienden pesadamente de ellos. Ahora suben por la escalerilla de acceso. A cada movimiento, destellos de luna nacen sobre el tejido rígido.

—¡Vamos, aprisa! —dice el guardia.

La compuerta es cerrada. Los turborreactores aúllan, su canto crece, estalla y se convierte en un maullido estridente que sacude la pesada masa. Después, es el salto hacia adelante en el estrépito desencadenado de los reactores. El aparato rueda más y más aprisa, se estremece, se encabrita y se sumerge en el vacío de la noche. El lamento agudo de los motores decrece y se convierte en un silencio oscuro.

La señora Sirit y los tres niños están tendidos boca arriba. Los grillos cantan, las parejas copulan, los niños juegan.

—¿Qué hora es? —pregunta la señora Sirit.

—Ya casi. Escucha... es el jet —responde Paula.

—Néphrose, ven aquí —dice Christiane—. ¡Vamos, tengo una tensión erótica!

—Seréis expulsados uno a uno —dice el guardia—. Quiero disciplina. El jet volará a cincuenta mil metros. Vuestros cohetes os permitirán obtener la velocidad necesaria para el calentamiento. Vuestra escafandra está compuesta de cobre, sodio, níquel, cromo, fósforo, hierro, la fricción del aire os abrazará... este espectáculo, visto desde el suelo, es muy atractivo. Ya os lo he dicho, seréis alimentados con oxígeno. ¿Todos poseéis una cuchilla? ¡Bien! Si sabéis calcular el tiempo de la caída, si sabéis resistir al miedo, cortáis vuestra escafandra, os desembarazáis de ella y abrís vuestro paracaídas ventral. Es muy simple... Triol, ven aquí. Nos has martilleado las orejas allá abajo con tus historias, ¿no? Entra en la carlinga.

Parpadea una lámpara roja, después se enciende una verde y suena un timbre. Es la señal. El guardia aprieta un botón, la carlinga se abre a la noche glacial. El señor Triol es aspirado por el vacío y cae hacia las luces de la Tierra.

—¡Sucia! —dice el señor Sirit—. ¡Sucia! ¡Hace más de una hora que te estoy suplicando y rehúsas escucharme! ¡Sucia! ¿Deseas mi muerte? ¡Dilo! ¡Ten el valor! Te he otorgado mi confianza... Mira, allá al frente se burlan de mí —sus ojos están llenos de odio. Patea el receptor de televisión. Después lo coloca sobre la mesa y lo golpea con los puños—. ¡Te moleré las costillas! ¡Toma! ¡Coge ésta! ¡Sucia! ¡Te odio! ¡Ya no quieres funcionar! ¡Toma! ¡Agarra ésta!

—¡Mamá, mira! ¡Qué divertido!

Unos trazos de luz malva, amarilla, roja, azul, verde, atraviesan la noche: es la escafandra del señor Triol.

—¿Saldrá? —dice Néphrose.

—Tal vez —responde su madre—. Es muy difícil... Por otro lado... ¡Mira allá! ¡Ahí va otro! ¡Qué divertido! Por otro lado, aunque consigan salir de la escafandra, perecen carbonizados... ¡Qué divertido!

El señor Triol, petrificado de terror, ha salido de su escafandra. Ha abierto su paracaídas ventral y, aterrorizado, ha visto una luz rojiza por encima de él: la seda de su paracaídas ardiendo e iluminando su caída.

—¡Sucia! ¡Toma, basura! ¡Ramera!

El señor Sirit golpea; tiene los puños ensangrentados y el aliento entrecortado; después, de pronto, hay un ¡piad seco; allá al frente, en las ventanas, la multitud aúlla de alegría.

A la mañana siguiente, a las doce treinta.

—Come, Paula —dice la señora Sirit.

La televisión funciona. Todos miran. El señor Sirit está ausente.

—Come, Paula —repite la señora Sirit—. ¡Néphrose, come!

Los tenedores se hallan inmóviles, a medio camino entre el plato y la boca.

—¿Cómo ocurrió? —pregunta Néphrose.

—Se electrocutó —responde la señora Sirit—. Ya te lo he dicho.

—¡Pero si lo sabe! —dice Christiane—. Siempre estás preguntando lo mismo.

—Ha hecho bien en reventar —dijo Néphrose.

—Sí, ha hecho bien —repiten las dos adolescentes.

—La prima del seguro nos ha permitido comprar este receptor, y podremos comer durante dos meses... Ha hecho bien. Muy pronto tendré un esposo completamente nuevo. ¡Qué alegría!