EL RETIRO IDEAL

Philippe Curval

La nieve negra había caído durante toda la noche, una espesa capa oscura recubría el amplio paseo que atravesaba la ciudad como una espada. Clint trastabillaba en el blando espesor de aquella nieve de luto.

Ningún escaparate rompía la perspectiva negra y desierta de la avenida, las puertas metálicas de todos los almacenes estaban bajadas y brillaban como otros tantos espejos de acero. Clint giró a la derecha y se metió en un pequeño callejón sin salida. Notaba aún los efectos de su borrachera de la víspera y titubeaba rebotando de pared en pared, muy cercas la una de la otra. Un neón sanguinolento señalaba al fondo de la callecita la existencia del bar Gigante. Clint buscó a tientas la manija de apertura de la puerta y terminó por formular las letras de su nombre: los dos batientes de plata maciza se apartaron. Una vaharada de frescor escapó del bar; Clint aspiró a pleno pulmón aquella brisa helada. Soportaba difícilmente el angustioso calor que acompañaba a la nieve negra; y por ello experimentaba la necesidad de tomar algo en el seno de un medio mejor condicionado a su organismo.

Sin mirar el espectáculo de la sala, se precipitó hacia la barra y ordenó un doble de ginebra con cuatro cubitos de hielo; el camarero metálico le tendió un vaso de la bebida deseada. Clint se dio cuenta de que había entrado en un «catal»; sentía horror hacia aquellos establecimientos en los que el camarero era reemplazado por un robot, pero ya era demasiado tarde, había hecho su pedido y ya no podía rehusar. Tomó el vaso y lo llevó a sus labios. Su rostro expresaba una beata satisfacción.

En aquel mismo momento, sintió que una mano se posaba en su hombro; se sobresaltó y derramó la mitad de su vaso sobre su traje. Clint tenía mucho miedo; sin embargo, se giró sin ni siquiera degustar un trago de la ginebra helada. Un hombre de elevada estatura le miraba:

—¿Es usted Clint Dubois?

—En efecto, señor —refunfuñó Clint—. Pero esta mañana no me siento con ánimos para entablar la menor conversación.

—Sin embargo, deberá hacerlo, señor Dubois —dijo el hombre, con una gran sonrisa floreciente.

—¿Y si rehusara? —preguntó Clint.

—¡Si rehusara, debería sufrir una confrontación!

Clint miró a derecha e izquierda. Inconscientemente, buscaba una salida; el semáforo de salida estaba en rojo, luego la puerta no se abriría. Por otra parte estaba solo con el hombre y el camarero de metal: no debía pues esperar ninguna ayuda por parte de algún otro consumidor. Miró al extraño y dijo en un tono agresivo:

—¿Qué es lo que quiere de mí?

—Desearía simplemente saber lo que hizo usted ayer por la noche —respondió el hombre con la misma floreciente sonrisa.

—Rehúso responder a esta pregunta —gritó Clint.

—Soy un verificador —dijo el hombre, mostrando una placa que probaba su identidad—. Usted no puede ignorar mi pregunta.

Clint llevó una mano a su sien izquierda, donde perlaba una fina gota de sudor; reflexionó, intentando hallar una escapatoria, pero su cerebro lleno de bruma no podía discernir la verdad de los hechos en la confusa memoria que tenía de los acontecimientos de la víspera.

—Quizá pueda ayudarle —añadió el verificador con un tono animoso.

Clint rehusó con un signo de su cabeza; aquella proposición era una trampa demasiado conocida como para que cayera en ella.

—Es lo último que desearía.

—Entonces debe decirme lo que hizo ayer por la noche.

—¡Pasé la noche en casa de unos amigos!

—¿Qué amigos? Dígame sus nombres, por favor.

—Estaban... Colas Twist, Lucie Delmore, Paul Anvieux...

—¿Y esto es todo? ¿No había nadie más? Es indispensable que me dé usted más precisiones —prosiguió el extraño.

—Tal vez hubiera algún otro —balbuceó Clint—, pero ya no me acuerdo de su nombre.

—¿No sería por casualidad Edna Marlowe?

Clint reflexionó rápidamente: ¿era Edna Marlowe? Le parecía que sí; pero vacilaba en responder. El menor error comprometería definitivamente su futuro.

—Sí, era Edna Marlowe.

—Bueno, es la verdad, señor Dubois, pero esto no es suficiente. Es preciso que me dé mayores detalles al respecto de esta velada.

—Bebimos bastante, discutimos de no importa qué...

—¿Realmente de no importa qué? Quisiera estar tan seguro de ello como usted —dijo el verificador.

—Estoy seguro de que no dijimos nada contra el gobierno —afirmó Clint con vehemencia—, esto no entra en nuestros hábitos.

—Esto es igualmente cierto; ¿pero está usted seguro de que su conversación no versó sobre temas subversivos?

Dubois reflexionó la pregunta, tragó la pregunta, la dirigió.

—No, estoy seguro —repitió.

—Pero dígame, fuera del hecho de beber y de discutir, ¿no hicieron nada más?

—Es posible, pero no me acuerdo de ello.

Los ojos del verificador brillaron con un fulgor fugitivo, una sonrisa deshonesta apareció en sus labios.

—¿No recuerda haber acariciado a Edna Marlowe?

—Es una eventualidad.

El verificador apuntó un dedo acusador hacia Clint.

—¡Edna Marlowe estaba abrazada a usted, no puede negar el haberla acariciado!

—No niego nada, pretendo simplemente no acordarme.

—Esto es demasiado fácil, señor Dubois: ¡basta con no recordar sus propios actos viles, y uno no puede ser sometido a confrontación, ¿verdad?! —después, su tono se dulcificó súbitamente—. En fin, por esta vez, le dejo marchar; beba, y otra vez intente recordar los actos que comete.

El verificador se volvió hacia el robot camarero, tomó su placa de identidad y la colocó en un pequeño compartimento acondicionado a tal efecto, al tiempo que decía:

—Verificador 313. Puede dejar irse a este hombre.

Se dirigió después a Clint con un tono meloso:

—Voy a refrescar su memoria, señor Dubois: nada de lo que hace usted se nos escapa; sabe usted tan bien como yo que podemos encontrar las huellas de todos sus actos. La próxima vez, no escapará de todo ello tan fácilmente.

La puerta de plata maciza se abrió súbitamente ante él, salió a la pequeña callecita y desapareció.

Clint se sentía desamparado: por una parte se sabía incapaz de resistir a la atracción del alcohol, por otra parte conocía sus consecuencias y principalmente la pérdida de la memoria. No había solución. Para animarse, pidió al robot camarero un triple seco y lo bebió de un trago. El calor de aquel sedoso brebaje le pareció bienhechor; sin embargo, no aclaró sus ideas, puesto que decidió consagrar aquel día, una vez más, a emborracharse.

Aquella mañana, Clint Dubois se levantó de muy mal humor; sus labios tenían el sabor de un paquete de sal gorda, su lengua la forma y el espesor de una estera, sus ojos eran pequeños y estaban inyectados en sangre, una jaqueca en forma de sierra circular le cortaba la parte superior de la caja craneana. Se levantó con precaución de su hamaca sin hilo ni tela, posó un tímido pie en la moqueta de visón sintético, después, titubeando, se dirigió hacia el cuarto de baño. Refunfuñando, metió la cabeza en el afeitador y, algunos segundos después, la sacaba roja, lisa, limpia y reluciente como un pellejo de cuero. Inmediatamente se hizo untar el cuerpo en lana y salió a la calle sin ninguna razón válida.

El aire no le hizo ningún bien; por el contrario, le parecía que todas las confusiones que había sentido en su despertar se intensificaban para transformar su cuerpo en una especie de trompo. Se arriesgó en la gran perspectiva desierta que barría un viento helado. Andaba con el cerebro vacío. Los últimos rastros de nieve negra se fundían en un vapor gris y cobrizo que torbellineaba en espirales concéntricas.

La voz que oyó resonar a su espalda le hizo el efecto de una descarga eléctrica; saltó como un gato sorprendido.

—¿Cómo se encuentra, señor Dubois?

Clint se giró. Era un verificador que se parecía como un hermano a aquél del otro día: el mismo rostro lunar, las mismas grandes orejas, y aquellos ojos redondos de un azul pálido y vidrioso, aquella boca de labios carnudos e irónicos, y finalmente aquella misma nariz tan pequeña que no creaba ninguna sombra en medio del rostro.

—Es para una confrontación —dijo el espantajo.

Clint pensó en replicar que rehusaba, pero se abstuvo, seguro de la mala nota que le valdría aquella tentativa de rebelión.

—Está bien, le responderé.

—¿Qué hizo usted ayer por la noche, señor Dubois?

—Estuve en casa de unos amigos —respondió calmadamente.

—¿Y qué hizo usted en casa de aquellos amigos?

—Bebimos, discutimos... es todo, creo.

—¿Podría citarme usted el nombre de algunos de esos amigos?

—Estaban Colas Twist, Lucie Delmore, Paul Anvieux, Edna Marlowe —respondió Clint con una voz firme—. Edna Marlowe, con quien hice el amor.

—¡Eso es lo que yo esperaba! —gritó el verificador—. Edna Marlowe no estaba allá. Ha mentido usted, señor Dubois, ha sido sorprendido en flagrante delito.

—...Pero yo no afirmaba nada... yo...

—Usted ha dicho que había hecho el amor con Edna Marlowe, señor Dubois —dijo el verificador con un tono severo—. Y esta afirmación queda desmentida por la confrontación: es todo lo que tengo que decir contra usted.

Tendió a Clint su placa de identidad, y este la cogió instintivamente: inmediatamente, su cuerpo se inmovilizó en la posición en que se encontraba. El verificador tomó su micro portátil y llamó a un camión de recogida. Después descendió la escalera que conducía al subsuelo deslizante y desapareció. Un gran ovoide verde se acercó a Clint, dos pinzas lo cogieron y lo depositaron sobre el montón de hombres inmóviles que contenía.

Clint recobró la consciencia en un lugar que le era desconocido. Era una gran pieza cúbica de paredes de obsidiana; estaba tendido en la posición en que el paralizador lo había sorprendido. Su cuerpo, a algunos centímetros del negro suelo, reposaba sobre una hamaca aérea. Era incapaz de mover sus miembros, mientras que su cerebro conservaba todas sus facultades.

Clint no sabía cuanto tiempo hacía desde que había perdido el conocimiento, ignoraba incluso desde cuando había comenzado a vivir. Ante todo, sentía imperiosamente una necesidad de alcohol. Aquella falta hacía estremecer su carne entumecida, lo cual significaba que habían transcurrido numerosas horas desde que el verificador lo había descubierto en flagrante delito.

Una porción de la pared de obsidiana, que daba frente a la hamaca de Clint, se corrió hacia un lado, relevando una sucesión de pasillos que se perdían en una penumbra cobriza. Añadida a aquella sed de alcohol que le torturaba, Clint experimentaba igualmente el urgente deseo de rascarse; la lana que cubría su cuerpo no había sido disuelta cuando había perdido el conocimiento, y su epidermis sentía la necesidad de respirar. Aguardaba impacientemente la llegada de algún ser humano por la nueva abertura. Fuera quien fuese, podría traer un alivio a su angustia y a sus tormentos físicos. Cuando la pequeña silueta apareció al final de la sucesión de corredores y se aproximó lentamente a él, reconoció a Jeff Smith... y aquella visión lo condujo varios años hacia atrás en el tiempo.

—¡Le llaman de Ganímedes, señor Dubois; comunicación urgente! —murmuró distintamente el standard alojado en el despacho.

Clint pensó que era de nuevo Lewis que le llamaba a causa de aquel famoso asunto de transporte: algunas larvas de Ganímedes tejían sus capullos con una especie de seda metálica extremadamente fina y flexible que podía ser útilmente adaptada al vestir humano. La importación de aquella materia era un negocio considerable que, por su desarrollo, traería la fortuna al traficante que tuviera primero la idea.

Clint iba a cumplir cien años. Hasta entonces, su negocio import-export iba bien; pero no le había permitido acumular una fortuna suficiente como para gozar plenamente de la existencia. Y todos saben que a los cien años, la edad adulta por excelencia, todo hombre debe haber triunfado en la vida. Apenas algunas arrugas, en la comisura de los labios, alrededor de los ojos, indicaban el ligero envejecimiento de Dubois. Cien años era la época en que el cerebro y los músculos, el cuerpo, y la mente, alcanzaban un punto de perfecta coordinación. Todos los tanteos de la infancia, los errores de la adolescencia, la dura experiencia de lo que antiguamente se llamaba la edad adulta, desembocaban finalmente en una armonía individual. Para la mayor parte de los hombres, llegar significaba también cien nuevos años, aproximadamente, de una felicidad indecible; podía significar también, para aquellos a quienes la fortuna había abandonado, una suerte que no era conocida. Y, para Clint, la fecha fatídica se acercaba; aquel inesperado asunto de la seda de Ganímedes le hubiera sacado definitivamente de la angustia en la que vivía desde hacía algunos meses. No sabía aún si sus normas alcanzaban el punto requerido, si su cuenta bancaria era lo suficientemente estimable, si su posición social estaba bastante afianzada como para que el Estado le acordara los cien años de delicias a los cuales aspiraba ahora.

Aquellos últimos tiempos, Clint había hecho un exacto balance de sus bienes. Igualmente había interrogado a sus amigos para tantear su opinión, pero no alcanzaba a hacerse una idea precisa de su valor. ¿Podía considerarse como un hombre que había llegado a su meta o como un fracasado? Aquella misma tarde tenía que conocer la respuesta.

—No me pase la comunicación con Ganímedes, es inútil —le murmuró con una voz quebrada al videófono.

Era demasiado tarde para comprometerse, tal vez no se le acordaría el derecho de perseverar. Nadie sabía hacia qué destino eran dirigidas las gentes que eran consideradas como afortunadas; todo lo más se habían oído vagos rumores que concernían a las ciudades idílicas en las cuales disfrutaban de una existencia feliz. En cuanto a los otros, su suerte era conocida: debían trabajar hasta el fin de sus vidas, acrecentar su potencial, afanarse en construir, en edificar, en fundar, en elevarse. La ciudad estaba llena de esos viejos de cuerpo eternamente joven, que continuaban batiéndose contra la vida porque no habían tenido derecho, en su tiempo, al retiro ideal.

Clint miró su escritorio: era una hermosa masa de piedra pulida, en el interior de la cual estaban engastados los botones, los cuadrantes, los altoparlantes que le permitían trabajar. Bruscamente, aquella visión lo desanimó. «No pasaré el resto de este día consumiéndome aquí», pensó. Y Dubois, cuya sobriedad era legendaria, decidió consagrar su tarde a beber, mientras esperaba a que el consejo decidiera su suerte.

Cuando regresó, por la noche, con la calzada deslizante, el último sol artificial se apagaba. Clint conseguía mantenerse difícilmente en pie, su sentido del equilibrio estaba atrofiado, murmuraba algunas frases indistintas, sus ojos hinchados miraban vagamente. Franqueó dificultosamente el portal de su casa particular. Su criado lo acogió con la más perfecta indiferencia y pasó una segura mano bajo su brazo a fin de guiarle hacia los pisos superiores. Era un servidor electrónico.

Su mujer se precipitó a su encuentro, con el rostro cubierto de lágrimas.

—¡Querido, van a llevársete, has conseguido el retiro feliz! Siempre habías pensado que esto no sucedería. Ya lo tengo todo preparado para que no llegues tarde.

Llevó las manos a su rostro. Clint la miró oscilando sobre sus piernas; respondió, trabucándose:

—Estoy contento, yo, estoy contento.

Y se derrumbó al suelo.

Un cuarto de hora más tarde se despertó; el robot electrónico le había prodigado todos sus cuidados y la borrachera prácticamente había desaparecido de su cerebro.

Era aquel mismo hombrecillo, Jeff Smith, aquel que llegaba ahora por la sucesión de corredores hasta la habitación de obsidiana, quien lo acogió aquel día.

—Sí, señor Dubois, tengo el derecho de anunciarle esta buena nueva: el consejo ha decidido que tenía usted derecho a su descanso definitivo en la ciudad feliz. Imagino que estará usted contento —añadió con una sonrisa—; esto prueba que usted ha llegado a su meta... a la meta que usted mismo se había fijado.

Clint se volvió hacia la mujer que sollozaba.

—Pero, ¿debo abandonar así a mi esposa? Siempre hemos vivido juntos, de hecho todo lo hemos realizado en común. ¡Ella es tan responsable como yo!

—Su mujer no tiene aún su edad, señor Dubois; tal vez tenga derecho a seguirle dentro de algunos años.

Clint no recordaba las frases que había pronunciado en su embriaguez; amaba sinceramente a su mujer y no comprendía que las contingencias sociales le obligaran a abandonarla, principalmente ahora que se había convenido en considerarle como a un hombre que había alcanzado su meta. Se sentía a la vez turbado y contrariado. El representante del gobierno no le dejó tiempo para entretenerse en sus reflexiones.

—Es preciso que se despidan aquí mismo, señor Dubois; tengo que hablarle largamente antes de conducirle a la ciudad feliz. Les dejo una media hora.

Y, conducido por el servidor, Smith ganó el pequeño salón.

Clint estaba al borde de las lágrimas, jamás en su vida se había sentido de aquella manera. Las despedidas habían sido horribles, su brevedad había acrecentado aún más la intensidad. Su vida le parecía ahora como un semifracaso. El representante del gobierno estaba sentado descuidadamente en un sillón de nácar sintético y lo estudiaba con benevolencia:

—Ahora que estamos solos, señor Dubois, es preciso que le prepare para su nueva existencia. Antes tengo que decirle que el retiro no es considerado por el gobierno como una recompensa, sino más bien como una abdicación. Debido a que usted ha realizado finalmente sus ambiciones, se admite que su vida es a partir de ahora inútil a la sociedad. Así que le retiramos del ciclo normal de las cosas para conducirlo a la ciudad feliz.

—Pero, yo creía... —balbuceó Clint.

—¡No me interrumpa, se lo ruego! —Después, en un tono más animosa, añadió—: Como por otro lado es normal estimar que el último día que haya vivido uno en libertad representa el ejemplo más perfecto de lo que uno podría desear en la tierra, el gobierno ha decidido que cada retirado tenga la oportunidad de revivir hasta su muerte la última estancia que organizó en nuestro mundo social. Con algunas alteraciones, por supuesto; usted podrá comprender fácilmente, señor Dubois, que es difícil unificar todos los caracteres humanos y que una perfecta yuxtaposición de los últimos acontecimientos relativos a cada personalidad es prácticamente irrealizable. Así que vamos a condicionarle a fin de que pueda conseguir perpetuamente una aproximación a sus últimos instantes, al menos hasta que sea usted borrado del número de los vivos...

—¡Pero esto es abyecto! —gritó Clint—. ¿Por qué no mejor suprimirnos?

—Por humanidad, señor Dubois. El gobierno no puede permitirse el atentar contra la vida humana; sería despreciar los derechos más naturales del ciudadano.

Jeff Smith hizo un signo, y el servidor sujetó sólidamente con sus brazos de plaxana el cuerpo de Clint a fin de inmovilizarlo.

—¡Ah!, una última cosa, señor Dubois; no hemos logrado aún un condicionamiento perfecto de nuestros retirados; así que algunos de entre ellos llegan a tener conciencia de su vida e intentan una rebelión. Afortunadamente, hemos encontrado un ingenioso remedio a esta eventualidad. Su vida cotidiana será filmada y registrada; un equipo de verificadores podrá, en el transcurso del día, interrogarle sobre lo que hizo la víspera. Si, por casualidad, hallaran que sus aserciones no coinciden con la realidad de los hechos, consideraremos que su vida es un peligro para la sociedad, y nuestros conceptos humanitarios deberán inclinarse ante la ley.

Jeff Smith iba a franquear nuevamente su puerta. Clint revivía los últimos instantes de su pesadilla: su existencia, aquel mismo día que pasaba y volvía a pasar como una cinta magnetofónica cuyos dos extremos estuvieran unidos, siempre la misma, hecha de permanencias más o menos prolongadas en los bares de una ciudad aterradora donde otros zombis reptaban como larvas.

«-Esta vez voy a verme liberado de todo esto —pensó Clint—. Van a condenarme a muerte, he pretendido haber hecho el amor con Edna Marlowe cuando esto no era cierto. Es una falta, una terrible falta, pero antes no había tenido ocasión de cometerla.» A medias embrutecido por aquel alcoholismo cotidiano, condicionado a aquella decadencia de borracho empedernido, no había podido nunca recuperar su libre albedrío a fin de falsear voluntariamente los datos de su vida y de gritarlos a la cara del verificador. Pero, finalmente, la suerte había actuado en su favor. Seguramente iban a ejecutarle.

Jeff Smith dejaba florecer una amplia sonrisa al acercarse a Clint:

—¡Ah, señor Dubois! Tengo una buena noticia para usted. El verificador cometió una grave negligencia, por la cual va a ser severamente castigado, puedo asegurárselo. Edna Marlowe está muerta desde hace varios días; usted no tuvo pues relaciones con ella, y aquel indigno funcionario le presionó a confesar una falsa verdad al omitir, por rutina, el tomar sus informaciones en el confrontador. Así podrá usted seguir gozando de su feliz retiro hasta el final de sus días...