6
No le dijo nada a Feckins al volver a la nave. Fue a encerrarse en su cabina a esperar la mañana del día siguiente entre el sueño y la realidad. Miles de imágenes pasaron por su mente.
Por la mañana, el sol hacía brillar el océano como un cascarón inmenso y reluciente. Hargreb volvió al poblado.
Sway ayudaba a Criilje a caminar. Hombres y mujeres iban y venían a su alrededor, habiéndoles entre risas. En un rincón, cerca de una de las casas, había restos ennegrecidos de la nave extranjera. La mirada de Hargreb resbaló por esos objetos.
—Sway... ¿podría decirle dos palabras?
—Si usted quiere, comandante...
Caminaron hacia el bosque por un estrecho sendero que era atravesado por un riachuelo algunos metros más adelante.
Sway señaló con el dedo.
—Hay un poco de sal del océano aquí —murmuró—, he observado algunos peces variados... Hubiéramos debido...
—Sway, he decidido escucharle. No mandaré el Rey-Hiroun.
—Nadie ha decidido eso oficialmente.
—Ellos se reunirán más tarde si lo desean. Es a usted o a Feckins a quien deben elegir. Personalmente, prefiero que sea Feckins el escogido... Y no por sus cualidades, que son ligeramente inferiores a las suyas, sino porque... es preferible que nosotros nos quedemos aquí.
—¿Nosotros?
—Yo me quedaré. Y pensaba que si usted quiere realmente a Criilje también lo hará.
—Quiero a Criilje, comandante. Ignoro si ha tenido usted alguna mujer en su vida, pero... tiene que comprenderme.
—Le comprendo.
Hubiera querido decir: «Te comprendo, te comprendo de verdad, Sway, como comprendería a mi nieto». Pero las palabras no querían salir, no lo hubieran querido nunca.
—Volveré con los demás —continuó Sway—, y deseo mandar el Rey-Hiroun... Más tarde, si las cosas van mejor, quizá vuelva y me quede.
—¿Y el efecto de contracción, Sway? Criilje morirá antes de que usted vuelva. No puede uno fiarse del tiempo cuando se está en el espacio.
—Desde luego, desde luego...
Sway había reemprendido la marcha. Hargreb le siguió. A través del bosque de altas hierbas y árboles de troncos espinosos, caminaban hacia una zona más oscura: allí donde había tenido lugar el combate la noche pasada. Se detuvieron junto al áureo resplandor todavía indeciso del fuego de las armas.
—Esto no ha durado mucho —dijo Sway—; una verdadera partida de caza... No esperaba encontrar resistencia en este flanco y la cosa ha resultado fácil.
—Buen trabajo.
—No fue hecho ex profeso, comandante.
Hargreb se volvió.
—Ayer tarde sentía unos enormes deseos de afincarme en el poblado. La nave, los otros, usted mismo, me repugnaban. Luego sobrevino el combate, y experimenté un extraño sentimiento. Una especie de... de mal del país, créame. Un deseo irreprimible de volver a la nave.
—Es el mal del país, desde luego... Nuestra nave es una patria para todos. Hace tanto tiempo que vamos a bordo de ella, Sway, que me pregunto si algún día tendremos valor para abandonarla definitivamente.
—Usted va a hacerlo, comandante. Y créame que no le envidio.
—No me considero afortunado, Sway. Me quedo, y no hay sin embargo una sola persona que me retenga aquí. Entre nosotros, incluso detesto un tanto a los colonos. Acuérdese de lo que dije la otra noche a propósito de esos mundos en los que la gente se instala sin apenas medios para defenderse de lo desconocido. Bien, creo realmente que, por mucho tiempo que lleve aquí, jamás seré como uno de ellos... Pero éste no es su caso, ¿verdad?
—Tal vez no, comandante. Sin embargo, estoy seguro que sólo una mujer bastaría para hacer de usted un hombre como los demás.
Hargreb sonrió.
—Procuraré, entonces, encontrar varias. Ahora, Sway entrará usted en la nave y les dirá a todos que voten. Yo deseo quedarme unos momentos en este bosque. Es necesario que comience a habituarme a él.
—De acuerdo, comandante.
Sway volvió a la mansión al anochecer. Unas nubes violáceas sombreaban el horizonte, prometedoras de próximas lluvias. Hargreb le esperaba, junto a Criilje, en el umbral donde jugueteaban dos pequeños animalitos domésticos de roja piel.
—¿Y bien?
—He sido elegido. Tomé a Feckins como a mi segundo...
—Me parece bien.
Se hizo un silencio.
—Los hombres preguntan por qué desea usted quedarse solo. Hay candidatos para hacerle compañía.
—¿Cuántos?
—Seis u ocho.
—Es suya la palabra, comandante —sonrió Hargreb—. Pienso, por mi parte, que una nave de combate debe llevar siempre el máximo de dotación.
—Yo también lo creo así. Les comunicaré su negativa.
—¿Mi negativa?
—Así es. Yo no soy el comandante de a bordo hasta que usted haya aparecido por la nave en persona. Me gustaría que viniera a ella conmigo.
Detrás de Hargreb, Criilje permanecía silenciosa. Sway contemplaba el suelo con aparente interés.
—Creo... —dijo Hargreb— que puedo ir allá solo. ¿Cuándo despegará?
—Esta noche.
Criilje rompió a llorar en silencio. Hargreb se alejó murmurando algo por lo bajo. Sway quedó desamparado.