REHACER LA TIERRA
Me acuerdo de aquella mañana sobre esa devastada ruta de la Tierra. A derecha e izquierda de esta ruta, sobrealzada por una especie de dique, profundas barrancas atestaban la sequedad del planeta. Muerta la Tierra, la vieja, la pobre Tierra, muerta a fuego lento, encogiéndose en ella misma como una naranja cuya piel se agrieta poco a poco. Muerto y reseco el viejo planeta de los muertos, de los amores y de las rabiosas batallas, muerto y enterrado en su propio polvo.
Me acuerdo...
Yo estaba instalado en el command-car, con mi fusil ametrallador entre las rodillas y un cigarrillo en la comisura de mis labios. Una tristeza comunicativa reinaba sobre el miserable decorado de dunas grises y árboles petrificados. Los antiguos bosques de la Tierra se parecían a oscuras extensiones de cirios, apagados por siempre jamás.
Apenas hacía algunas semanas que me hallaba en el planeta madre, y ya una pesada melancolía penetraba en mí.
Nada en ninguna parte. Ni el más pequeño indicio de vida, ni la más pequeña sombra de animal alguno que hubiera podido sobrevivir a la catástrofe.
El sol quemaba como una bola de azufre ardiente, y el suelo agrietado contenía millares de trampas que obligaba a nuestras columnas a permanecer en las carreteras y en los diques.
Miríadas de planetas morían cada día en el Universo, y nadie hacía demasiado caso. Pero cuando le llegó el turno a la Tierra, los hombres fueron a los cuatro puntos del espacio y pidieron ayuda: ayuda para la Tierra, el viejo símbolo de la cultura, la patria de los héroes y de las artes, el gran museo de la Galaxia...
Las astronaves habían surcado los cielos; delegaciones humanas habían llamado a la puerta de todos los soberanos del vasto mundo, los zarposos, los cornudos, los blandos y los esponjosos, los humanoides y los «esencialmente diferentes». Pero nadie había comprendido sus emociones.
—A cada uno su turno —había dicho un Monarca Cabelludo desde lo alto de su dignidad, de su trono y de su indiferencia—; no podemos hacer nada por vosotros.
Y la Tierra acabó por salir de su trayectoria, aproximarse al sol y dejarse asar como una patata en la chimenea.
El viejo fruto de tantos siglos de pacientes luchas por la vida se cocía alrededor del sol de fuego.
La Tierra estaba muerta.
Pero nosotros, armados de fuerzas renovadas y de sustanciales créditos, habíamos vuelto para rehacer el mundo, en el verdadero sentido del término, íbamos a reconstruir la tierra desde el fondo a la superficie, repondríamos las flores en el desierto y llenaríamos de agua los cauces de los arroyos resecos. Construiríamos un mundo nuevo, y nos instalaríamos en él inmediatamente.
Se nos había movilizado en todas las partes del Universo; se había desafiado el recuerdo de todos los Terrestres, y el viejo y pérfido sentimiento nacional había tomado la delantera. Nuestra Canaan estaba por rehacer, y teníamos con qué resucitar el Mundo de los Elegidos.
Personalmente, me divertía, bastante saber dónde pasaría yo el resto de mis días, pues mis aspiraciones íntimas me llevaban hacia la pereza, la meditación y el alcohol. Tierra, Marte, Urantia o las lejanas estaciones del vacío interestelar, poco me importaban, puesto que yo jamás había poseído este sentido patriótico que impelía ahora a todos los exiliados de las estrellas, en millares de astronaves, a converger hacia la Tierra, como en un vuelo intermitente de pájaros de prueba. Los hombres dispersos sobre los mundos recientemente colonizados salieron de su melancolía, reencontraron su nuevo sueño y, bajo las miradas desaprobadoras de diversos monarcas de otros planetas, se entregaron a febriles preparativos sin tener mas que una idea en la cabeza: rehacer la Tierra, el viejo, viejo planeta madre, para encerrarse allí con todo un arsenal de armas eficaces y perfeccionadas.
Durante toda la primera parte de mi existencia yo había vivido en Urantia, donde mis padres, refugiados del naufragio de la Tierra, me habían dado la vida. Era un mundo de dimensiones muy medianas que los humanos habían erizado de reductos y fortificaciones, pues creían que se trataba de un importante punto estratégico.
En Urantia hicimos rápidamente el vacío a nuestro alrededor. Cavando zanjas, minando el suelo, evolucionando en cascos de cimera con las botas bien pulimentadas.
El pequeño planeta, a pesar de todo eso, conservaba un clima de sorprendente dulzura, y la vida se desenvolvía muy agradablemente. Cuando se comenzó a hablar de la Tierra comprendí en seguida que mi bella tranquilidad tocaba a su fin. Se me encerró a regañadientes en un uniforme de oficial subalterno —porque yo no era ni más bruto ni más débil que cualquier otro— y se me hizo embarcar una hermosa mañana con numerosos compañeros en una astronave de gran tonelaje.
Sí, me acuerdo. Me encontraba en el command-car, con mi fusil ametrallador en las rodillas y un cigarrillo en los labios. Se me había nombrado subteniente, y no se habían olvidado de decirme que yo era responsable. No me preguntéis de qué era el responsable. Ni ellos ni yo lo sabíamos.
Mientras chupaba mi cigarrillo pensaba en Urantia... Urantia, con sus fortalezas graníticas, sus aldeas perdidas entre las rocas. Estaba pensando en los ríos con el alma repleta de melancolía cuando las primeras detonaciones estallaron en nuestros oídos.
Ordené al chofer que detuviera el vehículo y, detrás de nosotros, la larga fila de camiones se inmovilizó. No podía creer lo que estaba viendo: allá abajo, en el fin del dique, grandes llamaradas rojas saltaban tornándose flechas de fuego que silbaban alrededor de nuestras cabezas.
¿Qué pasaba?
El cielo pareció caernos encima, el dique se partió en dos, y yo caí brutalmente desde varios pies de altura. Perdí el conocimiento, pero guardé vagamente la impresión de multitud de imágenes en el interior de mi cabeza: el dique en llamas, el cielo rojo y allá abajo, entre una especie de bruma calurosa, un grupo de personajes siluetados en una forma imprecisa: nuestros agresores.
Uno de ellos se acercó a nosotros, y pude ver que no era humano. Manejaba un arma corta que chasqueaba sin interrupción emanando unas llamaradas purpúreas. Y sobre el dique, en una gran confusión, nuestros camiones estallaban uno detrás de otro. Mientras que aullidos y gritos surgían por todas partes, mitad de miedo, mitad de cólera... Yo me encontraba en un estado de semiinconsciencia, sin saber dónde estaba ni qué pasaba. Finalmente me hundí en una noche profunda, absolutamente falto de visiones.
Cuando recobré el conocimiento pude ver que el cielo se había tornado completamente negro y que numerosas estrellas brillaban en él. Me fue difícil admitir que hubiera estado privado de conciencia durante tanto tiempo puesto que, si mis recuerdos eran exactos, habíamos sido atacados alrededor de las once treinta de la mañana.
Lentamente, pude mover el brazo, y pude comprobar que tenía aún junto a mí el fusil ametrallador. Intenté mover como puede cada uno de mis miembros hasta comprobar que ninguno estaba roto. Tan solo mi cabeza parecía tener algún que otro desvanecimiento pasajero.
Luego fui recordando lo que había vislumbrado entre mis primeras tinieblas: a lo lejos los desconocidos, y el personaje que manejaba su arma chasqueante de purpúreas llamaradas.
¿Alguien más podía tener interés en reconquistar la Tierra? ¿Esa patria de las artes y los cánones, el museo de la Galaxia? No podía creerlo. En tiempo normal, nadie podía sobrevivir en la faz de la Tierra. Ni hombre ni bestia, ni ningún ente que tuviera necesidad de agua o sustancias orgánicas o vegetales para alimentarse. La Tierra era un barreño repleto de polvo caliente, surcado de profundas simas. No podía tener mas que un interés sentimental.
¿Qué había dicho aquel Monarca Cabelludo cuando nuestros mensajeros le habían anunciado, con sollozos y voz temblorosa, la muerte de la Tierra?
—¡A cada uno su turno! ¡No podemos hacer nada por vosotros!
Sobreentendido: «No queremos hacer nada por vosotros.»
Pues el Universo tenía sus leyes, a las cuales la nación de los hombres siempre había negado su sumisión.
Intenté recordar con exactitud el aspecto exterior del personaje, en pie sobre el dique, disparando sin cesar contra los camiones inmovilizados en la carretera, muy a la vista y ofreciendo un blanco fantástico. Lo que podía decir se resumía en tres palabras: no era humanoide. Incluso sin haberlo visto realmente no me importaba afirmar que estaba a mil kilómetros de parecerse a un ser humano.
Recogí mi fusil ametrallador e intenté levantarme. Escuchaba en mi cabeza docenas de campanas sonando en todo su infernal ruido. Pero finalmente logré recobrar el equilibrio. Me di plena cuenta, entonces, de que me hallaba en el fondo de una grieta, afortunadamente poco profunda. Debía mi vida al hecho de hallarme allí dentro cuando los asediantes nos atacaron. El silencio que me rodeaba relataba, tristemente, el augurio del destino que había sufrido la columna.
Ayudándome de pies y manos, sudando trabajosamente, empecé a izarme fuera del agujero. Mi arma me batía continuamente en el pecho. Cuando por fin vi la carretera constaté que mis temores habían sido fundados: doce esqueletos negruzcos yacían en medio del camino. Aquellas masas inertes me hicieron comprender muy pronto que yo había sido el único superviviente.
Una triste y rápida inspección de los restos calcinados de los vehículos me condujo pronto a la angustiosa conclusión de que estaba solo, sin alimento ni bebida, en una zona abiertamente hostil.
Entonces un vértigo se apoderó de mí, y me dejé caer al suelo con mi corazón empequeñecido. Miré en la dirección de la cual había partido el ataque, pero no vi nada, nada más que el camino oscuro que se adentraba en una espesa selva mineral. Me encontraba en una situación desesperada, sin víveres ni agua, condenado a muerte en muy poco tiempo. Sin saber dónde hallar a mis semejantes antes de que fuera demasiado tarde. No tenía ninguna noción de la hora, ninguna indicación precisa del lugar en que podían encontrarse con probabilidad otras columnas. Resolví, pues, seguir el camino, y esperar a ver hasta qué lugar conducía.
Cargué mi fusil ametrallador en la espalda y me puse en marcha sin hacerme demasiadas ilusiones. Tenía plena conciencia de lo ridículo de mi situación, de lo ridículo y de lo trágico. Una ola de autopiedad me mostró las colinas de Urantia, las fortalezas blancas y negras, los ríos, los torrentes, las cascadas, las fuentes y los riachuelos; las mujeres transportando el agua; los niños jugando a perseguirse y las jovencitas duchándose bajo las minúsculas cascadas cristalinas. Dos lágrimas resbalaron por mis mejillas, y juré en voz alta contra el abominable sentimiento nacionalista y patriótico de la especie humana. Sabía que las noches eran cortas en la Tierra, y que las mañanas cálidas que se levantaban en un gran derroche de fuerza, de luz y de fuego, tenían una cierta prisa por deshidratarnos. Era necesario, pues, encontrar otra columna antes de que terminara el día. Pero la Tierra era inmensa y mis esperanzas eran muy débiles.
El dolor en mi cabeza se terminó.
La noche era clara y podía avanzar sin demasiadas dificultades. Mientras me acercaba a la selva petrificada me preguntaba quienes habían podido ser nuestros atacantes y qué meta perseguían. ¡Era absurdo! Nadie hubiera tenido que preocuparse de ese pequeño trozo de Tierra. Nadie, y sin embargo...
Me imaginé una nueva raza surgida de las profundidades de la Tierra, una raza adaptada a las terribles condiciones del planeta; una raza que podía resistir sin agua, que se alimentaba de arena, de tierra seca... Una nueva raza que pretendía guardar el planeta para ella sola. Esta suposición me pareció tan ridícula que me eché a reír.
Todo el mundo en el Universo nos había temido y respetado siempre por nuestra fuerza y nuestra combatividad, y nadie jamás nos había atacado de frente. Cierto que no éramos demasiado amados, pero eso no importaba, se nos dejaba hacer todo a nuestro antojo. Y habíamos hecho lo que deseábamos hacer. En el Universo teníamos un mote: «Los Indestructibles», y ese sobrenombre no tenía nada de afectuoso. Jamás estuve orgulloso de mi calidad de hombre de la Tierra y, aquella tarde, sobre aquel planeta difunto, me di cuenta de que yo era un anacronismo en el seno del Universo, algo parecido a una falta de gusto... un habitante de un astro muerto.
Y me preguntaba qué es lo que habría dicho aquel monarca cabelludo de palabras definitivas, viéndome apurado en un camino, entre zonas desiertas profundamente agrietadas, devastadas por la eterna sequedad de este mundo.
Fue al entrar en la selva de piedra cuando caí sobre ellos. Y esto se produjo de manera totalmente imprevisible. Una bola de fuego surgió de entre los árboles, enfiló directo hacia mí, y me pasó rozando tan solo a unos centímetros de distancia. Sentí muy cerca de mí el calor, y comprendí de pronto que mi vida pendía tan solo de un hilo. Los otros no bromeaban. Como no bromeamos nosotros cuando luchamos en serio. Encogí mi cuerpo y me lancé de lado contra el suelo justo en el mismo momento que una segunda bola de fuego purpúrea nacía en el fondo del bosque mineral. Apreté el arma contra mí y comencé a correr con toda la fuerza que pude imprimir a mis piernas, confundiéndome apenas en las sombras que proyectaba la muralla. Quería alcanzar el bosque petrificado antes de que me descubrieran otra vez. Pero el cielo se iluminó en rojo, en verde y en amarillo, y me di cuenta de que ellos sabían lo que me proponía y no tardarían demasiado en encontrarme. No me preocupé más por esconderme. Tan sólo tenía una meta: alcanzar lo más rápido posible el refugio de los árboles de piedra.
«...es necesario que me salve, que me salve, que me salve...» me repetía a mí mismo, como para intentar convencerme.
Con un abigarrado gemido me hundí en la profundidad de la espesura muerta y, en aquel preciso instante, vi a alguien que avanzaba hacia mí con pasos rápidos y con su pistola corta (¿se trataba de una pistola?) apuntando hacia mí.
Una nube de odio me oscureció la mirada y, arrancando mi arma de mi espalda, ametrallé ferozmente en la dirección de mi agresor.
Dios me libre de oír nunca más el aullido que escuché entonces. Sin duda le había dado, puesto que un grito estridente me hirió los tímpanos. Un grito que no cesé de percibir hasta el momento en que mi adversario se derrumbó en todo su peso, lanzando lejos su fulgurante arma. Y me di cuenta con horror que aquello me alegraba, que estaba satisfecho de mi acción; y con paso seguro me aproximé al ser que yo mismo había ejecutado.
No soy mas que un hombre y, como tal, aquejado del mal del antropomorfismo: la criatura que yacía muerta a mis pies me inspiró un violento desagrado, una náusea inaguantable. No sabría describirla, pues me faltan palabras para ello incluso hoy, pasada ya mi primera repulsión.
Mi víctima se descompuso tan rápidamente que pronto no quedó en el suelo más que una masa gelatinosa de imprecisos contornos.
Me puse a temblar de tal manera que dejé caer mi fusil ametrallador; y, en ese mismo momento, me cayeron encima por la espalda y sentí sobre mí el repugnante contacto de uno de mis enemigos. Me debatí, mordí, golpeé, me separé de ellos por un momento con un grito y, al propio tiempo que emitía otro, lancé contra ellos toda una serie de proyectiles explosivos. Nuevamente el terrible aullido de agonía resonó entre los petrificados árboles y me di cuenta de que acababa de matar por segunda vez.
Comencé a correr desesperadamente, y sólo Dios sabe cómo me las arreglé para escapar de allí, para atravesar el bosque de piedra sin que me mataran...
Caminé delirante toda la noche y, por la mañana, caí derrengado ante una patrulla de hombres de la Tierra. Medio muerto, casi privado de razón, me precipité en los brazos del más próximo de ellos, riendo y llorando a la vez.
Sí, me acuerdo de aquella horrible jornada, de aquella espantosa noche, de la grieta, de la batalla en el bosque, me acuerdo de todo... pero después... después... ¡todo es oscuro! Creo simplemente que no tengo nada de héroe y que perdí el control de mis nervios. Me curaron y me repatriaron. Ahora, cuando vuelvo a pensar en ello, tengo la impresión de que hicieron eso conmigo porque era el único terrestre que había visto a los atacantes de cerca sin dejar mi piel en ello. Sobre todo, querían evitar que rebajara la moral de mis compañeros. Se me introdujo en un camión, luego en una astronave, después en una ambulancia cerrada con doble llave. Me mantuvieron en estado de sueño hipnótico durante casi la totalidad de las hostilidades.
A decir verdad, la guerra contra X fue corta, y ni una sola vez pudieron los hombres ver a sus adversarios a cara descubierta. Cada emboscada era una pérdida para nuestras tropas, y el enemigo diezmaba nuestras columnas continuamente, sin dar cuartel. Pronto nos rendimos a la evidencia de que la continuación de los combates sería muy perjudicial para nosotros. El viejo sueño se esfumó, y uno a uno los destacamentos humanos abandonaron el planeta. Los hombres volvieron a sus casas dispersas en los cuatro puntos del Universo.
He reflexionado muchas veces sobre nuestros adversarios, y me he preguntado qué propósito o qué meta deberían buscar. La conquista de la Tierra... ¿u otra cosa?
¡La conquista de la Tierra! Esta raza no-humanoide se guardaría bien de añadir esa pobre ruina a las posesiones que podía tener. Pensemos entonces: un guijarro polvoriento, donde cualquier forma de vida era imposible. A menos que se invirtiera en el asunto capitales y fuerzas enormes.
¿Otra cosa entonces...? Sí. Llegué a la conclusión de que nuestros enemigos odiaban por encima de todo la mísera suficiencia de los hombres. ¡Los hombres! Aquellos a los que se denominaba «Los indestructibles», la plaga del Universo.
Me acuerdo de aquella noche, mientras corría en el bosque petrificado.
Con el corazón latiéndome desaforadamente en el pecho, perseguido por el odio de aquellos que habían surgido del fondo de la noche cósmica para impedir que nos apoderáramos de aquello que habíamos considerado nuestro bien.
Me acuerdo de los otros, y me doy cuenta de que debían tener tanto miedo de mí como yo tenía de ellos. Me parece ver aún a mi primer asaltante cayendo ante mí hecho un ovillo, lanzando lejos su arma y, sobre todo, aullando horriblemente. Si se escondían no era más que para disimular su apariencia, no para estar al abrigo de posibles represalias por nuestra parte. Aunque podía ser que se escondieran porque ellos no podían soportar nuestro aspecto.
Para ellos, éramos una nación de rapiña, quizá la peor de todo el universo conocido. Y la Tierra estaba en nuestro espíritu como un símbolo de fuerza y unidad. Era necesario, pues, evitar que la Tierra recobrara sus maravillosos días, su atmósfera, sus mares, sus ríos... Les pareció obligatorio hacernos la guerra a ultranza a fin de que permaneciésemos distanciados, es decir, menos susceptibles de adquirir otros poderes por nuestro incalificable antropomorfismo y nuestro racismo divinizado.
Creo que lo que acabo de escribir es el reflejo de la verdad, un reflejo imperfecto, sin duda (pues, ¿cómo puedo instalarme yo en el cerebro de estas criaturas extrañas y comprender toda la elegancia de su comportamiento?), pero un reflejo lo bastante preciso como para obligarme día a día a la reflexión.
Uno a uno, nuestros cargueros interestelares transportaron en el espacio el costoso material que habría permitido tal vez a los hombres cambiar la faz de su muerto mundo. Hasta el último momento, hasta el preciso instante en que el último de los hombres puso el pie en la escalerilla para subir a su astronave, no cejaron de danzar en torno a nuestros campamentos aquellas temibles bolas de fuego.
La Tierra era una carnicería.
Me acuerdo... Fue después de mi «despertar»: les vi desembarcar aquí... todos ellos (o casi), los que habían partido prometiendo rehacer de nuevo a la Tierra. Depositaron sobre el suelo de Urantia un tembloroso pie, y comprendí que yo había escogido la mejor parte o que había tenido una suerte enorme al matar a dos extranjeros. Sé que esta afirmación tiene algo de chocante, pero comprenderán en seguida mi punto de vista cuando sepan que, durante aquella noche, aprendí a convertir los hechos en preguntas y a redescubrir el verdadero valor de las cosas.
Desde el lugar en que estoy sentado, en el punto más alto de la torre de una de las fortalezas, contemplo a mis semejantes fabricando febrilmente armas nuevas, y me pregunto cuánto tiempo tardarán en comprender alguna cosa sobre lo que sea.
Como soy el único hombre que vio al enemigo de cerca, ellos quieren hacerme alguna pregunta. Eso es obvio. Pero prefieren la duda a la verdad, y me permiten gozar de toda la tranquilidad que yo deseo.
De todas formas, yo me siento muy bien en Urantia puesto que, ya lo he dicho antes, todas las inclinaciones normales de esta vida me conducen al alcohol, a la pereza y a la meditación.
Con el espíritu un poco nublado, contemplo el rojizo sol que declina en el cielo, escucho las fuentes elaborar su sinfonía y, lanzando una ojeada a mis conciudadanos que vuelven a la fábrica de armas de una manera cotidiana, me pregunto si habrán olvidado la Tierra o si, por el contrario, acarician en su interior algunos ambiciosos pensamientos y proyectos de reconquista.