LAS MULETAS

Alain Mark

Evidentemente, y era la primera vez que consideraba el asunto desde aquel ángulo, sin muletas no se puede andar. Resultaba curioso que hasta aquel momento no se le hubiera ocurrido pensar en ello. Estiró las piernas y se acomodó más confortablemente contra la pared, justo en el punto donde faltaba una piedra. Resultaba cómodo para ajustar allí un omoplato, uno sólo. De tiempo en tiempo cambiaba. No pensó más en ello; por la noche, este detalle no le había impedido nunca dormir. Sin duda modificaba su posición instintivamente, sin saberlo.

Pero desde hacía algún tiempo se sentía mal allí. Desde hacía varios días, para ser más preciso. Desde que algún iluminado le había sugerido que tenía suerte de no poseer, él también, unas muletas. Después de aquel día se sintió melancólico. Los demás hubieran podido sin duda darse cuenta de ello, pero nadie se preocupaba de observarle.

Recapituló: «Hace varios años que estoy aquí. Los veo pasar, y a veces me cuentan sus historias, que no comprendo, pero eso a ellos les tiene sin cuidado y a mí también. Me traen de comer. De tanto en tanto vienen a llevarse mis inmundicias, cuando el olor comienza a molestarles. ¿No soy feliz así?... Y hay además la hija del zapatero, que viene algunas veces por la noche... Dice que no puede hacerlo más que por la noche a causa de las muletas.» Enrojeció al pensar en aquello, no por él ni por la muchacha, sino a causa de los demás. De todos modos él podía enrojecer, enrojecer incluso hasta inflamarse... los demás se burlarían de aquello. Al igual que la primera noche en que la muchacha lo despertó golpeándole con las muletas en la cabeza. ¡Cómo se había asombrado! Ahora esto se había convertido ya en un hábito. Al principio había intentado permanecer en vela para no ser sorprendido, pero, o ella no venía, o terminaba por dormirse igualmente. Por otra parte, no hubiera podido pasarse sin aquellos golpes de muleta, y la muchacha tampoco. Era como una especie de código. Además, ¡eran tan hermosas! Jamás había visto otras muletas semejantes. Y sin embargo, a fuerza de ver pasar a la gente, había visto muchísimas. Su drama, finalmente, era que le gustaban todas. Incluso las muletas reglamentarias de los militares, enhiestas y negras, de un negro brillante como el de su melancolía. Las otras, evidentemente, no presuponían ningún problema. Se apreciaba en seguida que eran hermosas, sin necesidad de ser un experto en la materia. Principalmente los colores. Seguramente esto dependía de los días y de su humor. No le gustaban las de colores vivos, las encontraba demasiado poco serias. Pero las muletas de acero repujado, o aquellas talladas en madera, del siglo XV o XVI, con esculturas policromadas hasta tal punto que era preciso adivinarlas más que verlas, aquéllas le hacían babear de admiración.

Sin embargo, más allá de toda duda, las más hermosas eran definitivamente las de la muchacha. Principalmente su forma: arqueada, con adornos como los movimientos suaves de las llamas, y también su color: azul, con pequeños ángeles negros tallados que soplaban las trompetas de oro de donde salían multitud de estrellas con ojos que se asemejaban a los de la muchacha. Y cuando se acercaban al oído, se podían oír los suspiros de los ángeles.

Unas muletas espléndidas. Solo que, cuando estaban juntos por la noche, ella las envolvía en una funda que llevaba expresamente para ello.

—Compréndelo —decía—, no puedo amarte delante de ellas.

Él no lo comprendía, pero callaba. Todo estaba bien así; ¿para qué pues intentar comprender a aquellas gentes y todas las cosas complicadas que hacían con sus muletas?

Todas estas reminiscencias, pensó, todo el pasado, incluso si el pasado continuaba y las cosas iban a ser en el futuro semejantes a como eran anteriormente... Sólo que ahora se sentía desgraciado, y esto le dolía muy profundamente. No estaba acostumbrado a ello.

«La próxima vez —pensó— voy a robarle sus muletas.»

Esta idea le hizo sentirse un poco menos desgraciado, pero no duró mucho tiempo. Empezó a dudar. No sabría servirse de ellas. «Esto no se aprende así, en solo un abrir y cerrar de ojos. Es preciso empezar cuando se es muy pequeño, con todas las pequeñas muletas de colores que se meten en sus cunas. El color depende de las gentes, pero al menos ya es algo que ellos tienen. Y yo jamás he tenido, jamás.» Se puso a llorar, y dejó de hacerlo al pensar que aquello no serviría de nada.

«Y admitamos incluso que, pese a todo, pueda andar con ellas. Un día puede ser que alguien me las quite, y entonces no podré volver a recobrar mis antiguos hábitos. Ahora, en cambio, puedo ir pasando.»

Conocía bien lo que había ocurrido con las personas a las que se les había suprimido las muletas. Habían intentado seguir viviendo, acurrucadas a lo largo de las paredes, pero no podían pensar más que en sus muletas, y en que aquello no era justo, en que tanto valían las suyas como las de los demás y en que no tenían derecho de quitárselas. No comían, iban volviéndose débiles y transparentes, terminaban por no poder más que murmurar, y era preciso inclinarse sobre sus bocas para comprender lo que decían. Pero esto no interesaba a nadie. Al final, siempre había alguien para terminar con ellos con un golpe dado con su muleta, y eran retirados al mismo tiempo que las inmundicias. Mientras que, a él, nadie habría osado golpearle. Se le respetaba.

No existía, pues, razón para cambiar. Pero todas estas ideas le iban trabajando por dentro. Sentía deseos al menos de ensayar, incluso sabiendo que podía llegar un día en el que le serían retiradas y que era probable que terminara tan lamentablemente como los demás. Sabía bien como llegaba todo aquello: las historias de los más fuertes, que decían cuál tipo de muleta estaba en adelante prohibido. «Evidentemente uno no puede cambiar así, de un día para otro, su tipo de muleta, después de haberse habituado a ella desde la cuna.»

Dobló una pierna, que empezaba a temblar. Pensó que se iba haciendo viejo, y que era muy tarde ya para que empezar a interesarse por todas aquellas historias políticas.

Y después pensó en la muchacha, que seguramente moriría muy pronto. Era muy joven aún.

Así, abandonó sus negras ideas. Después de todo, él se sentía bien así.

Cambió de omoplato el agujero. La noche estaba ya llegando, y se dispuso a dormir. Quizá la muchacha vendría aquella noche... La vida aún podía ser interesante.

Aquella noche soñó que andaba sin muletas...

«Esto no tiene ningún sentido —pensó al despertar, sintiéndose aún ligero por la sensación que había experimentado y al mismo tiempo avergonzado de su subconsciente demasiado subversivo—. ¡Como si se pudiera andar sin muletas!»

Ante él, la calle se iba animando. La gente iba y venía, balanceándose, con un alegre cliquetear de muletas.

«Sí, estoy envejeciendo», se afligió. Pero no podía hacer nada. Sentía en sus piernas un enorme deseo de intentarlo, y de alzar los hombros también, y no podía retenerlo.

Al fin, el deseo fue más fuerte que él. Se levantó y, estupefacto, se vio a sí mismo avanzar algunos pasos. Andaba. Andaba.

La multitud, a su alrededor, se había inmovilizado. Los miró a todos, sonriente, un poco avergonzado también.

—Miren —dijo—: puedo andar.

Su voz quedó ahogada por el rugido de la multitud. Todos lo miraban con hostilidad. Con un gesto unánime, todos ellos empuñaron sus muletas y las alzaron con las dos manos por encima de sus cabezas, al tiempo que avanzaban hacia él.

—¡Ustedes también! —tuvo aún tiempo de murmurar, asombrado, antes de comprender. Echó a correr. Pero los otros lo alcanzaron, y le golpearon con sus muletas, girando en torno a él, le golpearon, le golpearon, hasta que no quedó de él más que una informe mancha roja sobre el pavimento.

Después, se alejaron de allí en círculo. Uno de ellos, murmuró, dando unos cortos pasos hacia la pequeña mancha:

—Era un buen tipo. Lástima que enloqueciera. —Reajustó sus muletas bajo sus hombros, y dijo aún—: ¡Como si se pudiera andar sin muletas!

Y se echó a reír, imitado por los demás que, después de un momento de duda, se reinstalaron entre sus muletas y se alejaron todos, balanceándose ligeramente.