5
A Hargreb le parecía estar en el agua. En un agua profunda, agitada y fresca. Como la de un torrente, justo donde las nieves descuajan. Flotaba allí en un remolino tenue, y reposaba después sobre una orilla de guijarros azules. Sentía la risa de tres de sus acompañantes. El que le había empujado, el cuarto de los presentes, tenía una curiosa cabeza en forma de pera y dos pequeñas alas en la espalda. No era humano, pero se divertía como los demás. Esto ocurría en Dorga de Van Maanen, el primer planeta extranjero en que había vivido.
Se levantaba e intentaba correr. Los cuatro golfillos corrían también tras él. El Dorgan agitaba sus alas como un ángel ridículo y umbrío. Aquellos sus grandes ojos pálidos se movían en las órbitas. Hargreb rió y, al hacerlo, su carcajada se convirtió en gorgoteo.
—¡Comandante!
Hargreb buscó con la mirada al Dorgan para insultarle. No le gustaba aquel ser, lo odiaba. Pero sus ojos estaban llenos de agua y le ardían. Sacudió la cabeza con violencia, tratando de expulsarse el agua.
—¡Comandante!
Se despertó. La pasarela estaba repleta de hombres de su dotación. Todas las cabezas se inclinaban hacia él. Gruñó débilmente y luego tosió.
—Tenga, comandante, bébase esto.
Se dejó incorporar por Feckins y bebió el vaso en el que había alguna bebida alcohólica. Era imposible que sus hombres hubieran podido esconder a bordo aquella bebida clandestina... Para otra vez convendría registrar hasta el interior de los cañones.
—¿Qué ha pasado, Feckins...?
—Hemos encajado bien, comandante. El «almohadón» aceleró en el último momento y sólo soltó una pequeña descarga.
Hargreb se recuperaba lentamente. Los objetos los veía más claros por momentos.
—Haga salir a los hombres.
Obedecieron con prontitud. Algunos le sonrieron y, secretamente, Hargreb se lo agradeció.
—¿Dónde estamos ahora, Feckins?
—En tierra, comandante.
—¿Y... el «almohadón»?
—Hemos asistido a su fin, comandante. Ha caído en pleno océano. Flota todavía en la superficie del agua. ¿Quiere verlo?
Hargreb agitó una mano.
—No... Envíe a Spoletti con cuatro hombres para examinar los restos. Puede encontrarse algo interesante.
Hubo un segundo de duda, luego Feckins dijo:
—Ya está hecho, comandante.
Hargreb bajó la cabeza. No había ninguna respuesta para eso.
—Voy a ir al poblado, Feckins.
—A propósito, comandante, quisiera decirle... Bueno, eso? extranjeros estuvieron a punto de engañarnos.
—¿Por qué?
—Nosotros salíamos al encuentro de una sola nave. En realidad, había una segunda que volaba a ras del suelo. Aterrizó... Pero, por suerte, Sway, que estaba en el poblado, pudo prevenirse. Ayudado por los tieganos y con algunos proyectores pudieron acabar con esos testarudos. Los otros se marcharon sin pedir la cuenta...
Hargreb pasó una mano por sus cabellos.
—Bien... —dijo—, muy bien. Sway se ha portado de una forma excelente.
—Yo también lo creo así.
Los ojos de Feckins no le abandonaban. Le exploraban sin cesar. Hargreb había apreciado a ese joven luchador, pero ahora le detestaba. Le vino un acceso de tos.
Encontró a Sway en la gran casa donde tenían costumbre de reunirse todos los hombres. El segundo se hallaba sentado en la cama, a la luz de dos grandes lámparas de aceite. Al aproximarse, Hargreb descubrió el rostro de Griilje.
—Sway... ¿por qué está ella aquí?
—Tiene quemaduras en un brazo... Me ha seguido cuando nos internamos en el bosque para dar su merecido a esos bastardos. En la oscuridad de la noche no se ha dado cuenta de que se colocaba ante un proyector. Cuando han tirado, ella estaba en la fuente primaria. Por suerte, usted sabe que la temperatura a esa distancia no es mortal... Se irá pronto, comandante...
En la sala había cinco hombres de la nave y dos mujeres. Hargreb examinó su rostros, que la luz de las lámparas hacía amarillentos. Ellos comprendieron sin que nadie les dijera nada y abandonaron la estancia en silencio.
Un vago olor a quemado flotaba en el aire.
—Sway... yo... tengo que felicitarle por la manera como se ha comportado contra esos extranjeros, usted solo...
—No estaba solo. Los tieganos me han ayudado en un ciento por ciento, comandante.
El joven no le miraba al hablar. Con aire absorto, pasaba el líquido sobre el brazo de Criilje.
Hargreb buscaba desesperadamente algo que decir.
—Vamos a marcharnos —dijo Sway.
No era una pregunta, sino una afirmación. Su tono era firme y decidido. Hargreb se desconcertó.
—No sé —vaciló—, puede que todavía no sea el momento. No sé gran cosa de todo lo que ha pasado... Feckins me ha dicho que el «almohadón» me había tocado al hacer fuego, pero...
Se interrumpió. Sway le miraba ahora con fijeza.
—No puede usted mandar el Rey-Hiroun -dijo.
—¿Cómo?... Sway, yo creo que...
—Feckins le ha mentido.
Hargreb entrecerró los ojos.
—¿Entonces?
—El Rey-Hiroun no ha sido tocado. El enemigo no ha tenido ni siquiera tiempo de abrir fuego. No hemos tenido más que un pequeño conato de avería en nuestras máquinas. Eso es todo.
Hargreb esperaba. Pero había comprendido ya. Sway se le acercó y le dijo en un tono muy bajo:
—Se ha desmayado usted antes del encuentro, comandante.
Hubo una pausa.
—Ahora —continuó el segundo—, ¿Me deja que termine?
Hargreb salió.