8
—Venga —dijo Erys.
Gil emergió del tumultuoso vuelo tan repleto de imágenes y de estallidos que creyó haber vivido mil vidas. Pero reconoció la voz lenta, y todo su ser se paralizó. Una palabra fulguró en su cerebro:
PELIGRO. Incluso en aquellas circunstancias de pesadilla, su acondicionamiento de crononauta seguía actuando. Sabía ahora que los éxtasis y las torturas precedentes no eran más que un umbral, una operación preliminar, tendiente a preparar su ser a un no sabía qué uso abusivo, qué alucinante traición. Interiormente, su voluntad se envaró y, milagro, los últimos vestigios del Sueño Mineral se alejaron como una cortina de humo. Le pareció de pronto que había vivido ya unos minutos semejantes dentro de aquel decorado..., el patio adonde Eria lo había conducido se abría ante una pirámide que debía prolongarse bajo el suelo de la Ciudad de los Libros. Recordaba vagamente el Castillo de Chichen Itza..., no faltaba ni siquiera el cenotafio glauco, ni las palmas metálicas que sombreaban la escalera. Habían penetrado en una sala inmensa constelada de cuadrantes, de pantallas, donde un enorme visor formaba toda una pared, y Page no pudo evitar el murmurar:
—¡El Centro de Investigaciones Temporales!
—¡Ah! —dijo Erys—, aún sabe usted hablar..., ¡y, espero, escuchar! Me alegro. Sí, es el Centro de Investigaciones, y data aproximadamente de su propio tiempo. Se produjeron, antes de nuestra llegada, sismos gigantescos, y este edificio descendió bajo tierra. Por encima, los hombres construyeron otra ciudad. Muchas cosas estaban destruidas, y yo reconstruí algunas de ellas. Y he aquí la Sala de Partidas...
Gil miraba. Con toda atención. Estaba aún la sala de cristal, y varias decenas de cronoscafos a energetos listos para funcionar. Y todo aquello iluminaba con un estallido insostenible las inquietudes del Gran Maestro de Investigaciones y la presencia, una cierta mañana, junto a su carlinga, del enorme crononauta de armadura irisada... Después de haber arrasado la Tierra del futuro y destruido toda vida, los Minerales querían —tal vez podían— extenderse en el tiempo, al menos en su tiempo. Sin duda no sabían manejar la fisión temporal, pero poseían en los dos extremos del camino unas máquinas dispuestas. Podían, entonces...
Erys leyó el terror en sus ojos y captó su pensamiento.
—Sí —dijo—. Podemos ya ir..., hasta donde ya he estado. Pero tuve que volver precipitadamente, ya que Siao nos traicionó: no nos parecemos a los hombres de su época, a los hombres en general, ni siquiera yo. No existen más que unas pocas máquinas y, llegados aisladamente, seríamos destruidos.
Seguramente, más tarde, nuestros hijos y los de los Humanos y Humanas serán más apropiados, pero no podemos esperar. En el curso de mi viaje a su siglo, he aprendido que existía otro medio de viajar, más perfecto. Usted lo conoce. Usted va a revelárnoslo.
—¡No!
Era un grito. Hubiera debido retenerlo, pero su voluntad estaba debilitada. Sin embargo, no cedía aún.
—Míreme —dijo Erys.
El crononauta hubiera querido evitar aquella mirada. Pero era imposible. Hubiera querido huir, intentar penetrar en una de las carlingas, tan próximas..., pero también era imposible; sus músculos eran de mármol, rígidos y pesados. Las aceradas hojas, dos vibraciones —hielo y fuego— atravesaron sus párpados, se hundieron en sus iris. ¿Qué era la envolvente magia de Eria comparada con esta influencia? Una fracción de segundo, y su cuerpo no fue más que un mármol viviente, petrificado hasta lo más profundo de sus venas rígidas. A diferencia de Eria, que abolía el mundo exterior y su materialidad, Erys dejaba a sus víctimas la angustia, la rebeldía del ser ligado a su dueño mineral que parecía deleitarse en aquella agonía.
—¿No quiere? —dijo con la misma lentitud—. Bien..., tal vez cambiará de opinión. Esta noche, yo, Jefe de las Piedras, me uno a Maya Geroe, una Humana. Maya, que podría ser el precio de su sumisión. Puesto que yo pago los servicios que se me rinden: Maya y usted podrían ser dejados en libertad si usted nos abre las puertas de su tiempo. ¿No?... ¿Resiste aún? Usted asistirá a la ceremonia —una especie de sonrisa—: Los hombres han hecho ver sus triunfos a sus enemigos encadenados. Usted tendrá este papel, Gil Page. Después, morirá. No crea que le odio. De todos los Terrestres a los que conozco, usted es el que hubiera aceptado de mayor grado como aliado. Pero este asunto supera en tanto nuestros lazos y nuestras antipatías personales que no tengo otra elección.
—Las doce menos quince minutos —dijo el Espaciano—. Y aún no está aquí. Y aquí tenemos la Sala del Coro, el reloj y el Libro.
—Sí —dijo Jaime Agueda, inmóvil ante el antiguo volumen encuadernado en oro y esmalte, que una cadena de platino fijaba a la cátedra más alta. Estaba abierto y sus hojas, vueltas transparentes y amarillas como pétalos de rosa de té temblaban bajo la brisa nocturna.
Agueda leyó:
Esto ocurrió en el alba de los tiempos...
...Los Siyabuicoobs o modeladores han edificado las ciudades de piedra. Trabajaban en la oscuridad y, cuando el sol aparecía, ellos mismos se convertían en piedra. Sus imágenes pueden verse entre las ruinas.
Había entonces un camino suspendido en el cielo: Zacbé o Cuxaamzum, «camino blanco y cuerda viviente». A lo largo de esta vía, los alimentos llegaban a los antepasados de piedra. Después, el camino a las estrellas fue cortado y sobrevino su fin...
—¡El camino blanco y la cuerda viviente! —repitió Jaime Agueda—. Los primeros invasores minerales que conocieron los pueblos Inca y Maya recibieron así una corriente de vida desde sus reservas. Y, una vez cortado este flujo, cesaron de vivir. Sí, pero, ¿cortado por qué medio?
—Jaime —llamó de pronto el Espaciano—, ¿no has pensado nunca en esto: por qué de todas las ciudades, de todos los edificios de la Tierra, la Ciudad de los Libros es la única que no ha sido destruida?
—¿Respeto a una cultura antigua tal vez?
—Indudablemente no. Había otros centros que laminaron enteramente. Además, en su estado original de minerales, no creo que pensaran en la existencia de una cultura. Busquemos otra cosa. Esta Ciudad..., ¿tenía alguna protección especial?
—¡Oh! —hizo Agueda, despertado completamente de pronto—, esto me hace pensar. Era una experiencia, a lo sumo. Acabábamos tan sólo de establecer una barrera magnética por encima de este centro. Del mismo género que los cinturones magnéticos de la Tierra, ya sabes, pero con la fuerza del campo aumentada varios millones de veces... Era una idea de uno de nuestros sabios: los cinturones terrestres podían haber sido formados hace tiempo para defender la Tierra contra las invasiones, y se mostraron eficaces durante milenios...
—Éste también se mostró eficaz —dijo el Espaciano, estudiando en el suelo de la Sala del Coro un puntillado de gemas muertas que lo condujo hacia la cátedra del Popol-Vuh. Lentamente, con precaución, levantó el Libro.
—Mira —dijo—. Éste es el botón de mando. Desde aquí se podía proyectar el campo de fuerza sobre la Pirámide, sobre Pétrea en consecuencia, o al menos sobre su acceso. Ahora está bloqueado, pero en el momento de la invasión alguien lo había girado. Y los minerales fueron desviados en su trayectoria, y no pudieron penetrar en la Ciudad.
Se miraron, pálidos. Estaban alcanzando al borde del misterio.
—Sí —dijo Agueda—. ¡Pero terminaron por entrar!
—¡Porque alguien cortó la corriente!
—Sí —confirmó la voz chirriante de un robot muy viejo—. Sí. Yo soy KWRX. Puedo llevar, balancear, girar botones. Y debía divertir a una niña pequeña muy sola... Maya Geroe. Pulsamos todos los botones...
Allá abajo, la pesadilla continuaba. Cada paso de Gil arrancaba toneladas de granito; pero andaba hacia adelante, con la voluntad imperativa de Erys dirigiendo sus nervios como un látigo de acero.
Atravesaban ahora una Pétrea encantada, inolvidable. Volutas de jade y terrazas de nácar y de ágata irradiaban haces luminosos, densos, barrocos. Estos resplandores desdoblaban y prolongaban la ciudad de cristal. Las torres se envolvían de luminescencias malvas, los inverosímiles jardines destellaban bajo un rocío de diamantes.
Y la multitud ondulante y brillante que se abría a su paso era también un triunfo mineral, un caos de triángulos y de conos. Todos los monstruos inventados o copiados por Siao en su último esfuerzo por salvar a la Tierra de los tiempos formaban ahora un cortejo. Bajo los arcos resplandeció, llameó, se expandió en una hoguera —ámbar y turquesa—, una serpiente emplumada venida de un mito inca. Un gavilán de jacinto translúcido, venido de Tebas, desplegó sus alas cerca de un murciélago Camazotz, y Gil vio pasar muy cerca un dios de la muerte de Copal con su rostro de esqueleto, cerca de una Kali en obsidiana negra, jugando con cabezas de decapitados. Y escaleras vertiginosas se abrían ante ellos, todas ellas conduciendo a la cima del Castillo. Page empezó a subir. Tenía ahora la percepción aguda del tiempo abolido. Aquel templo había pertenecido siempre a los Siyabuicoobs, los enanos minerales de las leyendas, los monstruos que conquistaban la Tierra en épocas diferentes.
Habían dormido durante milenios (en tanto que la «cuerda viviente» había permanecido cortada), pero se habían despertado un día..., y aquel mundo les pertenecía.
Erys y Gil subían, con su cortejo. El emisario temporal había dejado de contar los peldaños. Un horrible dolor se adueñaba de él, hecho de la sensación física de petrificación y de una aguda desesperación: Maya había caído pues también en aquella trampa, estaba perdida. Un silencio indecible, inconcebible, reinaba en aquel universo, roto solamente por el crujido de las piedras sobre las piedras, por el débil zumbido de los cristales entrechocados. Durante un instante, un débil zumbido llegó hasta el prisionero. Se volvió con trabajo y vio, en la antepenúltima plataforma, dominar un conjunto de mujeres muy hermosas, cubiertas de fabulosas joyas. Mujeres humanas. Pero el ojo humano descubría los signos de su degradación: un brillo helado de la piel, un aspecto liso, ligeramente nauseabundo, una prodigiosa sequedad de líneas. Sus ojos no tenían carúncula ni sus mejillas vello. Los niños que tenían en sus brazos hundieron a Gil en un abismo de horror: varios de entre ellos no eran más que disformes guijarros.
¡Las piedras-rojas! ¡Los hijos surgidos de un himen monstruoso!
Todos los ojos eran vidriosos...
Gil terminó casi por bendecir su sufrimiento: al menos le dejaba su lucidez. Su voluntad se tensaba como un arco.
—Si los hombres de 2700 son como tú, Terrestre —dijo Erys con su intraducible sonrisa—, nuestra victoria será dura.
Habían alcanzado la cima de la pirámide truncada.
Y allí, en un trono de diamante, Gil vio un deslumbrante, un imprevisible ídolo: Maya Geroe.
Adornada como para un sacrificio, se parecía más aún a un lis, a la incierta luz de la aurora sobre las nubes. Page se estremeció por un instante, creyó leer en su mirada la remolineante angustia, aquella pasividad que marca a las víctimas alucinadas. Pero una luz violeta, viva, pasó por los iris de la joven. Decía: «Lucha. No se abandone. Vamos a jugarnos la vida. Va a pasar aquí algo horrible...»
No podía hablar más claramente, estaban rodeados de telépatas, pero esto era suficiente. Page se sintió inmediatamente liberado de los lazos hipnóticos, listo para el combate. Ahora la ceremonia se desarrollaría según el orden previsto: Erys fue a situarse al lado de Maya, y una especie de sacerdotes, de Nacones tocados con séxtuples tiaras, los rodearon.
—Maya Geroe —dijo Erys, con una voz casi humana—, has venido hasta mí esta noche, por tu propia voluntad. Ante estos dioses, los tuyos y los míos, ¿consientes en convertirte en mi mujer y la reina de los Minerales, presentes, pasados y futuros?
Un movimiento acababa de producirse en la parte baja de la pirámide. Un discoide de metal blanco volaba sobre los peldaños, arrojando sobre ellos una silueta de oro y de nácar. Extrañamente tranquilo, Gil vio a la recién llegada correr, atropellar las piedras, tropezar. Gritó: ella también tenía ahora una voz humana:
—¡Erys! ¡Han bloqueado la barrera! ¡Pereceremos todos!
—¿Cuál barrera? —preguntó Erys—. Estás loca, Eria.
Llegaba, estaba ahí. Cayó de rodillas ante él.
—¡Sabía que esto terminaría así! ¡Tendrías que haber destruido a los Humanos, a todos los Humanos! ¡Ahora Pétrea está cerrada, está encerrada bajo un globo magnético, nada puede penetrar en ella y nada puede tampoco salir de ella! ¡Sabes lo que va a ocurrir, no es la primera vez! Poco a poco perderemos esta vida que extrajimos de estas criaturas orgánicas, la perderemos tanto más aprisa cuanto será aspirada por el núcleo terrestre..., y volveremos a convertirnos en lo que fuimos en Mercurio y en tantos otros planetas: materias petrificadas, muertas..., ¡y este será nuestro fin, Erys!
—¿De qué barrera estás hablando?
—El domo que defendía antiguamente a la Ciudad de los Libros, que no pudimos atacar..., ¡está ahí de nuevo! ¡Oh, Erys, haz algo! ¡Me parece que nos falta ya el aliento! ¡Haz algo, rápido, rápido!
—¡Cesa en tus remilgos! —dijo él violentamente—. Te has atiborrado de la vida de ellos, y ahora estás ebria. De todos modos voy a ver lo que ocurre —se volvió hacia Gil, amenazador—. Si son sus Temporales los que intervienen de este modo, usted lo pagará. Y caro.
—No —dijo la ligera voz de Maya—. Soy yo quien te mata, Erys. Antes de descender hasta aquí he puesto en marcha un mecanismo. Nada puede detenerlo. Perecerán todos.
Se volvió hacia ella, con sorpresa.
—¿Tú? Lo prefiero así. Pero tú estás aquí, en nuestra ciudad condenada, y sabes lo que te espera si Eria ha dicho la verdad. Pereceremos sin duda petrificados, ahogados, prisioneros de este magma terrestre, y las generaciones futuras se sorprenderán de encontrar nuevas estatuas de la isla de Pascua, nuevos Siyabuicoobs... Pero de todos modos existe para nosotros una oportunidad sobre un millón de revivir. Este planeta puede estallar a su vez. Incoercibles y poderosos, podemos volver a atravesar el espacio. Esto ha ocurrido ya. Para ti y para él —señaló a Gil—, la muerte será irremediable.
—Has olvidado —arrojó Maya con un amargo triunfo—, que nosotros poseemos esto que tú has buscado en vano apropiarte. Este soplo, este destello de vida: el alma. Y que ella al menos es eterna.
Erys no la escuchaba. Se volvió hacia los rombos que rodeaban a los prisioneros.
—Enciérrenlos. No perderán nada con esperar. Eria, tú puedes quedarte con el Temporal.