LOS DE ARGOS

Pierre Versins y Martine Thomé

Escucha, abuela, he descubierto Argos. Se danzaba bajo los tilos en flor cuando lo abandoné. Cuando, apretándome los ojos con los puños y aullando de dolor, huí de allí. Tú no puedes comprenderlo. Para ti el cielo no encierra maravillas. Aquello me destrozó el alma. Cuando vuelvas, abuela, dile a Vra que siempre la amaré.

Yo no formé parte del Equipo I, ni siquiera estaba con los que hollaron el planeta por primera vez y vieron el radiante sol de Argos. Yo fui con los Tres Veces Tres: tres consignas, tres medios, tres metas.

Siempre resulté demasiado sensible para la tarea que escogí. Pero ni siquiera los analíticos más rigurosos clasificaron jamás la sensibilidad como un defecto. Tal vez era eso lo que buscaban, quizá todo estaba previsto. Con las máquinas nunca se sabe. Les basta con desmenuzar a un hombre en doscientas preguntas. Y peor para uno si no se complace con el veredicto. Pero todo eso carecía de importancia para mí hasta que conocí Argos...

¡Pero yo me río de la degradación, abuela!

Recuerdo que tenía miedo antes de embarcar. Siempre me ha atenazado una extraña angustia ante la visión de civilizaciones extinguidas. Y sin embargo, debía estar avezado a ello. Conocía ya siete civilizaciones muertas sobre diez expediciones. Marte, Lémur, Tule, Tebas, Micenas... Otras de las que ya no me acuerdo. Hay tantos planetas que jalonan el cielo de cementerios... Y siempre nos quedamos con la sensación de conocer poco. Demasiado poco. Exploramos planetas lejanos y más lejanos en una continua búsqueda... ¿de qué? ¿Del lugar que ocupa el hombre en la Galaxia? ¿En el Universo? El hombre no es nada, abuela. Nada. El hombre no vive, sino que intenta vivir. Y cree que ésa es toda su aspiración.

Y sin embargo, ese intento de vivir me ha servido para comprender muchas cosas. La más grandiosa realización de nuestro siglo: la conquista de las estrellas. ¡Oh! No sabes cuánto me río. Sí, me río. Jamás volveré a llorar. Yo no soy como esos soñadores que se imponen a sí mismos el martirio de ser soñadores... Y lo consiguen. Pero demasiado tarde. Siempre demasiado tarde. Yo conozco el espacio, abuela, y puede decirse que en él he dejado casi toda mi vida.

Paul me habló por primera vez de Argos. Paul Bussert. Ha ganado tres privilegios galácticos y es comandante de la Guardia Estelar. Estuvo veinte meses en mi mismo grupo con los Tres veces Tres. Después de este tiempo se le reclasificó y entró a formar parte del Equipo II. Algún tiempo después de que Paul me hubiera hablado de Argos asistí a los cursillos de preparación. Una serie de proyecciones y conferencias que preparaban nuestro trabajo antes de la partida hacia el planeta. Sin embargo, quedaron más en mí las palabras de Paul que todos aquellos ciclos de estudio. Paul me había descrito Argos como un mundo claro, acogedor y desierto. Sin embargo, tenía que esforzarme por recordar lo rutinario. Los nombres de Tebas, Lémur y Tule acudían a mi cerebro sin darme sosiego. Era la rutina. Pero...

Un mundo claro, acogedor y desierto... pero poblado por hombres. Hombres como nosotros, con nuestras mismas características salvo en algunos detalles. También en Lémur había visto hombres como nosotros. Les había visto dejarse devorar por nubes de moscas. Cansados de vivir una historia tan larga, tan larga...

Sin embargo, Argos era un mundo fresco, creado para la vida, joven, y no obstante habitado por viejos. Viejos extendidos sobre sus lechos en moradas gobernadas por ese pulcro orden de los viejos. Feos, raquíticos, resecos, sin dientes, sin cabellos, de piel recubierta de manchas azul oscuro. Recordaba Tule, donde los jóvenes se suicidaban precisamente cuando sus padres habían descubierto la longevidad, la vida eterna. La triste eternidad de los minerales.

Argos era un mundo radiante habitado por muertos. Cada casa abrigaba un cadáver frío, yerto, con los ojos abiertos a lo insondable.

¿Nadie había podido cerrarlos? Ningún niño entre ellos. Todo viejos, innúmera raza de ancianos.

No, abuela, hay algunos sentimientos prácticamente imposibles de descubrir. Hay imágenes que ninguna palabra puede referir. Espectáculos para los que no existe descripción alguna.

El ciclo estaba cerrado para siempre. Sobre Argos no habría ya más sufrimiento ni más risas. Ningún llanto, nada de amor, de odio, de alegría. ¿Cuál era la razón? ¿Alguien les había dicho ya que Argos era un valle de lágrimas? ¿Hubo algún cielo reflejado ante sus temores? ¿Obtuvieron respuesta a todas sus preguntas? Entre ellos y su miseria, ¿se había interpuesto alguna esperanza? ¿Alguien les había traído la fe para sus dudas? ¿Qué había acabado con ellos definitivamente? No sonrías así, abuela. Tal vez después te des cuenta de todo y te arrepientas de hacerlo. No hay más que una clase de muerte. El hombre que muere sabe muy bien que alguien le sobrevive. Sus hijos, si los tuvo. Y si no los ha tenido nunca, los hijos de los demás. Todos los hijos del mundo prosiguen la vida del hombre. Me comprendes, ¿verdad, abuela? Pero a una humanidad que muere nadie le sobrevive. Su obra y su esperanza se cierran, ¿sabes? No, tú no lo sabes. La esperanza es como una débil y pequeña hijita para nosotros los de la Tierra. Porque siendo débil es fuerte a un tiempo. Más fuerte que todos. Pero la esperanza también muere cuando no existe nadie que pueda tomarla de la mano. Y esa sola idea se hace insoportable. Es preciso tener muy poca imaginación para pensar en el fin de la esperanza sin estremecerse. Pensar en la ausencia de un mañana... Y no para un hombre, para el individuo ése es un hecho que puede tener más o menos importancia. Es el mañana de un pueblo, de una civilización entera... y de una humanidad. Sí, todo eso produce un escalofrío desagradable, y sin embargo...

Así es, abuela. No puedo hablar de todo esto sin horrorizarme. Si me escuchas de corazón tal vez tengas un desagradable sentimiento emotivo.

A nosotros, los Equipos III, se nos encomendó la misión de descubrir las causas de toda esta hecatombe de Argos. He aquí nuestras tres consignas: no cambiar nada, no luchar, y mantener siempre la calma. Nuestros tres medios: la lingüística, íntimamente ligada a la etnología además de lo aprendido en las academias formativas, nada que no surja de los manuales oficiales, y una base principal consistente en la afabilidad. Y, por fin, nuestras tres metas: comprender, clasificar a las gentes y, lo más difícil, hacerse amar por ellos y amarlos. Hay demasiados seres humanos en el vacío estelar para arriesgarnos a convertirlos en nuestros enemigos.

Sin embargo, llegábamos demasiado tarde para Argos. Sea cual fuere la razón de su muerte, nos quedábamos con sólo dos consignas de las tres, sólo un medio y una de nuestras metas se convertía en inaccesible. Pero podía intentarse comprender; nuestra ciencia tal vez permitiría entrar en comunión con la causa de todas esas muertes y tomar —ésa era la principal meta impuesta por la Oficina de Investigaciones Siderales— la lección para el futuro de los hombres. Pero yo me reía del porvenir de los hombres después de ver lo que ocurría en Lémur. Cada expedición me hundía un poco más en el laberinto de una desesperanza muda como las piedras. Yo no lloraba por aquel entonces. Aprendí a llorar después de mi llegada a Argos. Cuando esa desesperanza inmensa y vaga se encarnó en la pérdida de Vra. Ahora sufro, pero menos que antes porque las lágrimas me alivian. ¿O tal vez sea lo contrario? ¿Quién puede juzgarlo, abuela? Tú no sabes lo que son las lágrimas.

Sólo viejos, abuela, en un planeta que hablaba de vida. Cuerpos coagulados en el esbozo de un gesto suave a cuyo fin habían llegado de una forma extremadamente tenue.

Con los colores brillando en todos los hogares, con la frescura de bellezas sorprendentes conteniendo la existencia. La muerte de un planeta creado para gozar de su tierra. Ciudades que parecían servir de entarimado a sus danzas. Paisajes que estaban pulidos por las propias miradas que en ellos se posaban. Miradas suaves, suaves y tiernas...

Esto es casi todo lo que Paul me dijo. Los diagramas oficiales, los films y las cifras repetían lo mismo, sólo que de una forma más impersonal. Se preguntaban si sería útil enviar a los Tres Veces Tres. Era dinero y años despilfarrados, decían los del OÍS. Todas las máquinas —las Analíticas, las Analógicas y las Sintéticas, así como también las Críticas—, no acababan de ponerse de acuerdo. Se las llenaba de datos contradictorios. Hubo muchas conferencias. Tú no conoces eso, abuela, en tu planeta hace tiempo que lo habéis superado. Pero aquí, en la Tierra, los hombres aún no han alcanzado su mayoría de edad. Surgió algún hecho indeterminado del cual no tuvimos noticia, pero que acabó por poner a las máquinas de acuerdo. Y así decidieron enviarnos a Argos. Habían pasado dieciséis meses desde la estancia del Equipo II sobre el nuevo planeta.

Nunca me acostumbré a los viajes. Tú, abuela, has tenido que soportar tu venida aquí. Pero eso no es nada. Créeme, no es nada. Has viajado cómodamente en una línea regular y has podido dormir desde tu partida hasta la llegada. Mientras que nosotros, los pioneros... En una palabra, es la náusea, la náusea del cuerpo y del espíritu, agravada para nosotros, los Tres Veces Tres, por el hecho de que no ignorábamos detrás de quien íbamos. Los Equipo I cartografían la galaxia y jamás aterrizan en tierra alguna. Devoran los años-luz y espectrografían el oxígeno. Los Equipo II siguen sus pasos, plantan banderas sobre los planetas de tipo terrestre y levantan puentes, preparando lugares de aterrizaje; realizan también algunos otros trabajos de tipo vital. Pero nunca entran en contacto con los habitantes, si los hay. Allí donde la inteligencia está ausente, nosotros, los Tres Veces Tres, no vamos nunca. Pero si una raza ha descubierto el fuego entonces entramos en acción. En Tule, en Tebas, en Micenas, en Lémur, habían descubierto el fuego, pero ya no les hacía falta. Como en Argos, la llama ya se había extinguido.

En Argos...

Cuando aterrizamos cerca de los muros de lava de su principal ciudad, Dan, capitán del «Castor», se quedó mirando fijamente a través de la pantalla los alrededores de la nave. Yo me hallaba en mi dormitorio y no pude ver nada. Pero luego me contaron que Dan lanzó algunos improperios contra los del Equipo II que nos habían precedido en Argos. Pues en aquel planeta el fuego brillaba alegremente, como si nunca hubiera dejado de brillar. No había más que dar un paso para sentir su calor...

Ellos estaban allí, a nuestro alrededor. No exactamente posternados, pero su actitud indicaba una forma de deferencia, una casi adoración. Y ahora que los contemplábamos, repletos de vida, convendría comenzar a acostumbrarnos a llamarlos argotas. Una raza más se añadía al sumario de los hombres. La Galaxia estaba un poco más poblada que antes.

Pero no nos marchamos en seguida, abuela. Circulan muchas leyendas por los caminos del espacio; desde el mito de Shamblo hasta el de Horlas, cuyas fantasías llenan los planetas sin vida. Y aunque la edad nueva de las conquistas se diferencia de las precedentes en que los pioneros tienen que ser forzosamente técnicos, especializados ciertamente, pero abiertos a la cultura y, por definición, inteligentes o al menos escépticos, los relatos de horrores cósmicos que sumergen la tierra en olas inmensas y deformadas penetran en la mente de todos. Estos relatos dejan su huella en el inconsciente de cada hombre, sea cual fuere su grado de primitividad. Nosotros esperábamos, ¿el qué? No sabría decirlo. Incluso Dan esperaba sin ninguna razón aparente, sin razón lógica. Él tenía miedo y nosotros también lo teníamos.

También los argotas estaban siempre dominados por el miedo. Pero era un temor sutilmente distinto, casi como un horror sagrado. Eso es absurdo, pensarás, pero tengo la impresión de que nos tomaban por divinidades. Monstruos, si lo prefieres. No se acercaban al «Castor». Les veíamos salir de su ciudad de ensueño en largas procesiones, vestidos, viejos y niños, hombres y mujeres, con largas tiras de cintas que se entrecruzaban por sus cuerpos sin impedirles ningún movimiento, dejando ver algún rincón de piel tostada por el sol. Primero venían a nosotros en línea recta, luego torcían y se acercaban a la nave caminando a campo traviesa. Llegaban a nosotros apartando las altas hierbas de los campos por los que tenían que caminar. Siempre se detenían a unos cincuenta metros de la astronave y se agrupaban alrededor de un banderín que habían dejado allí los del Equipo II. También desde este punto contemplaban nuestro escaparate.

Tú no debes saber, abuela, lo que son los escaparates del espacio. Bueno, así es como nosotros los llamamos. El término oficial es POHC-Nr-3. En nuestras primeras Investigaciones Siderales lo colocábamos en la popa de la astronave, en el mismo extremo. Era una pantalla de cristal pulimentado sobre la que se proyectaba, desde el interior, algunas vistas propias para mostrar a los indígenas de los descubiertos planetas el espectáculo de la civilización humana. Era una forma cómoda de entrar en contacto, de decir: «He aquí lo que somos nosotros, ahora mostradnos lo que sois vosotros...» Pero se comprobó que algunos pueblos no comprenden las imágenes proyectadas. El Pattern of Human Civilization Number Two fue concebido después: una parte de la astronave estaba montada sobre un escenario teatral y los hombres y mujeres interpretaban sus papeles, separados del exterior y de sus eventuales espectadores por un gran cristal. Este sistema, aunque ingenioso, no fue mucho mejor que POHC-Nr-1. Los técnicos no lograban nada con sus composiciones y era imposible, por otra parte, que los actores viajaran con nosotros. Las plazas estaban muy mesuradas en la astronave.

El modelo actual, en contraposición (en realidad ignoro si han encontrado nada mejor posteriormente), gracias a los procesos de la cibernética, ha logrado superar la dificultad. Humanoides autómatas realizan sin cesar los gestos que les son prescritos con una aproximación suficiente a los espectadores de unos cinco o seis metros.

Nosotros salimos de la nave al cabo de unos diez días aproximadamente. Los argotas parecían interesados por el escaparate y, varios días después, caída ya la noche y alumbrados por grandes hogueras, danzaron. ¿Para nosotros? Eran danzas poco rítmicas y sin música; a veces lentas, a veces rápidas, sin vínculo aparente entre ellas. A nosotros nos parecieron lastimosas a primera vista, hasta que percibimos el valor de su mensaje. Dan les sugirió que nos mostraran su ocupación principal, y nos mostraran su escaparate, como nosotros les habíamos mostrado el nuestro. Y tuvo razón cuando pensó que, contrariamente a lo que nosotros suponíamos, aquellas danzas eran algo más que una pura diversión. Reían con extremada facilidad y —no sabemos por qué— el espectáculo de un humanoide en el momento de hacer un bebé autómata les divertía prodigiosamente. He pensado mucho, desde entonces, y he llegado a la conclusión de que es muy posible que desde el primer día se dieran cuenta de que todo era una farsa. Y en este caso, evidentemente, les debía parecer muy cómico.

Sus danzas, decía Dan, eran una transposición de su vida entera. Había algún misterio en ellas, puesto que nuestro capitán, cuya cultura coreográfica era sorprendente, se consideraba incapaz de traducir aquellas danzas argotas. Aunque él sintió el valor formal y el peso de la información y de la significación. Un hito, probablemente, entre nuestras razas demasiado heterogéneas.

Pero habíamos olvidado el problema capital de este nuevo mundo. ¿Por qué los del Equipo II no habían encontrado mas que cadáveres decrépitos en Argos? Por nuestra parte, empezamos a hacer lo posible para averiguarlo. Comenzamos a caminar por las calles, no sin alguna crispación de temor, a entrar en las casas, seguidos y precedidos por los argotas. Aunque siempre de lejos. No había ningún cuerpo sobre las camas de aquellas moradas. La ciudad no era mas que vida.

Dan apuntó la posibilidad de que nos hubiéramos equivocado de planeta. Dijo eso sonriendo, sin creerlo, pero nadie le comprendió. Un día, cuando retornábamos a la nave, una muchacha argota se acercó a mí rápidamente y tomó el portaminas que sobresalía de mi bolsillo. Yo informé de este hecho al capitán. Dan dio vueltas y más vueltas en su cabeza a este simple acontecimiento. En su mente se agolpaban todos los conocimientos más extendidos. Este fue nuestro único contacto con el pueblo de Argos. Importante por ser el único. Pero no se pudo interpretar gran cosa del acontecimiento. El informe de los técnicos del Equipo fue casi infantil: la muchacha había tomado el portaminas porque era un regalo de los Dioses. Todos nos reímos, aunque nadie tenía verdaderos deseos de hacerlo.

Pero, ¿cómo se explicaba todo aquello? Hacía menos de un año y medio que los del Equipo II no habían encontrado más que cadáveres en Argos. Y nosotros estábamos rodeados de vivos. ¿Dónde estaban, dieciséis meses atrás, esos seres plenos de exuberancia que danzaban todo el día y toda la noche? ¿Que danzaban cuando ni siquiera se habían ocupado de alguna de sus necesidades vitales? Pero su misma danza era vital, afirmaba Dan. Aunque, ¿dónde estaban los muertos? ¿Los millones de muertos que habían mostrado los films? Muertos de rostros carcomidos, cuerpos arrugados y ojos vacíos para siempre...

Le ofrecí una idea absurda a nuestro capitán. Aunque tal vez no fuera tan absurda como todo eso, abuela. Habíamos visto peores cosas en nuestras expediciones. Tal vez había tenido lugar una guerra en aquel planeta, y los vencedores danzaban ahora alrededor de las hogueras, después de haber ocupado las ciudades de los vencidos. Dan me miró fijamente. ¿Y las armas? Gases asfixiantes, eficacísimos rayos... Eso no entraba en mi deducción. Dan se rió en mis narices mientras me mostraba con el dedo los seres que nos rodeaban. Evidentemente, abuela, no tenían un aspecto muy belicoso.

Continué mi vida, abuela, como si Vra no fuera más que una muchacha como las otras. Todo el mundo se rió de la anécdota, y yo también me reí, aunque sin ganas. Como todos, me mofé de ella cien veces. Hice algunas bromas groseras sobre mi portaminas, y adquirí una reputación inmerecida. Para esconder mejor que Vra era mía para siempre, y para salvarla sólo a ella, hubiera matado a todos los componentes del Equipo. Me hubiera ido con ella en el cohete, si este cohete no hubiera podido llevarnos más que a ella y a mí.

La dificultad de comprensión no es nada, abuela, cuando el cuerpo y el alma hablan por sí solos. Evidentemente, traducir lo que se descubre de esta forma en palabras es imposible. Por esa razón los del OÍS no han utilizado jamás el amor. Lo que Vra y yo nos trasmitíamos a través de nuestro silencio no tenía más valor que el que nosotros le dábamos. No contenía ningún mensaje, ninguna información, tan solo una forma de comunicación que tendía un puente sobre un abismo que los lingüistas del Tres Veces Tres hubieran tardado años en descifrar. ¿Qué importancia puede tener? Ella me amaba, y yo hubiera conquistado el Universo solo por poseerla.

Creí durante algún tiempo que había convencido a todos respecto a mi actitud en contra de Vra, pero Dan me descubrió. Quizá lo había comprendido todo desde el principio, pero nos engañábamos mutuamente. Abordé a otras muchachas además de Vra, y me mantenía el máximo de tiempo posible lejos de ella. Sin embargo, cuando esto acontecía, observaba su mirada apesadumbrada que me observaba desde lejos.

Visité la Ciudad, Koll, de largas avenidas bordeadas de mansiones bajas, de apenas un piso de altura. Tan solo los edificios que nosotros considerábamos como públicos eran de gran altura y presentaban unos extraños orificios que miraban al norte. En cuanto a las habitaciones, estaban encaradas al sur, en un sistema de construcción similar al de la Tierra en el año 2.000: alargados paneles mates de vidrio polarizado adaptado en una armadura metálica. ¿Quién había edificado aquello, puesto que los argotas, aparentemente, no sabían más que bailar? Danzaban siguiéndonos por sus propias calles, vagando por los jardines que rodeaban cada una de las casas. Danzaban en procesiones rítmicas, danzaban antes de alimentarse, danzaban después de sus comidas. ¿Dormían acaso? Pronto me enteré de ello. Fue una noche en la que, en vez de volver a la Base, pasé las horas con Vra en su propia casa.

Jamás olvidaré cuánto amé aquella noche, abuela, y no podré olvidarlo aunque transcurran mil años. El fuego que ardía en Argos me devoraba, pero un cuerpo como el de Vra era inagotable para un hombre de la Tierra. Nada nos separaba, y lo que a menudo no es más que un simulacro me aniquilaba. He vivido y he conocido más vidas y más amor en sus brazos del que me estaba permitido. Pero volveré a comenzar, abuela. Si, tengo que volver al principio. Me gustaría yacer para siempre en el espacio con mi escafandra y no volver a conocer jamás la locura de la vida.

Dan me hizo llamar al día siguiente por la mañana. No recuerdo bien lo que me dijo, pero me interrogó hábilmente para poner en claro lo que le faltaba por saber. Cuando abandoné la tienda, abuela, Dan dictó una nota según la cual, a su parecer, los argotas no dormían. Y no era una broma. Me lo había dicho Vra.

Hacia el mediodía me anunciaron que había sido nombrado jefe de un comando volante. Recibí la orden de partir al día siguiente al alba, con trabajo suficiente como para estar lejos de Koll por lo menos tres meses. Pero no protesté ni acusé al capitán de maquiavelismo. En realidad, aquella misión solo podía llevarla a cabo yo personalmente. Y era muy necesario comenzarla en aquel preciso momento.

Me hubiera podido resistir a llevar a cabo aquel asunto, pero me marché. Vra se reunió conmigo dos días después, en los alrededores de Yzan. Me siguió de ciudad en ciudad durante todo un mes. Dan no podía ignorarlo. Se presentó tres veces de improviso para preguntar por el estado de los trabajos que realizábamos. No hablaba más que del servicio, y cuando vio a Vra en el umbral de mi tienda ni siquiera enarcó las cejas como solía hacer cuando algo le disgustaba. Nuestro capitán no era un necio, abuela. Ale conocía, y comprendió que ya no debía insistir más. Tú no comprendes eso, ¿no es cierto?

Vra estaba cada día más hermosa. O yo la idealizaba cada día más. Pero eso no cambia las cosas. Había en ella tal fuerza de vivir que me sentía bañado en su misma juventud. Yo apenas dormía, y el trabajo era agotador. Hubiera tenido que caer rendido. Pero, ¿existía el cansancio en aquel lugar? Yo no sentía nada: ni laxitud, ni vejez. Por excepción, en Argos los años contaban la mitad. Pero eso no me resultaba en absoluto pesado. En Kantor yo pesaba la mitad de mi peso. ¿Era la atmósfera de Argos la que me hacía sentir tan rejuvenecido? Creo que para mí solo Vra respondía de mi lucidez y de mi fuerza.

Me había olvidado totalmente de que al cabo de cinco meses tenía que abandonar Argos. Mi mente se resistía a pensar más allá del día que estaba viviendo. Ni siquiera nuestras noches no transcurrían con premura. ¿Tal vez en parte se debía a mi temperamento? Siempre he sabido utilizar mis horas llenándolas de alegría sin perder un solo minuto. En cuanto a esto no me lamento, abuela. He tomado todo cuanto he podido robarle a mi tiempo de vida. Jamás he mezclado la alegría con la felicidad.

Nuestra novena parada era Sikamhial. Habíamos explorado uno de los siete continentes del planeta. Desde los otros comandos nos llegaron las noticias: nada nuevo, nada importante. Solo dos pueblos compartían el planeta Argos. El «Castor» lograba fotos decepcionantes en sus largos paseos circumplanetarios. Nada que nos diera una explicación para los muertos que el Equipo II había filmado y nada de aquellos seres vivos que nos aceptaban pasivamente, sin escepticismos.

Nuestro helicóptero aterrizó ante los muros de Sikamhial. Hacía una hora que la noche había cubierto las superficies con su manto, y en la ciudad ardían ya las hogueras. Fue entonces cuando oímos por vez primera gritar a los argotas. Un inmenso lamento que se elevaba de las casas centelleantes. El viento suave nos traía oleadas de ceniza que provenían de la madera que consumían las fogatas. Alrededor de éstas danzaban los hombres y mujeres. Vra descendió conmigo y permaneció por un momento inmóvil y distante. Yo la miré fijamente. Sus ojos fijos y distantes reflejaban las llamas lejanas, y un terror sin igual parecía reflejarse en ellos. Me acerqué para tomarla en mis brazos. A nuestro alrededor mis hombres, indiferentes, montaban las tiendas. Algunos caminaban en dirección al riachuelo que se oía cantar entre las rocas, buscando un momento de paz en la noche.

Ella dio un paso hacia mí, pero luego retrocedió indecisa. La enlacé en un cariñoso abrazo, pero ella no respondió a la caricia, sino todo lo contrario: forcejeó suavemente, intentando deshacerse de él. Murmuró dos o tres veces consecutivas la palabra que nos unía: Vrrra...

Ahora ya lo sé, abuela. Vrrra... quiere decir amor o algo aproximado. Pero para mí su nombre es Vra, y así la llamo en mis sueños nocturnos, y ese es mi grito al despertar de mis pesadillas. Grito ese nombre que hubiera deseado para mí solo.

Jamás volví a ver a Vra, abuela, o al menos jamás volví a verla como la dejé aquella noche. Se marchó sin llorar siquiera. No se llora en vuestro planeta, pero se sufre exactamente igual. Y Vra sufría. El espanto se apoderó de ella cuando llegó el otoño. ¿No es así? Ella sabía lo que esto significaba, y yo no podía adivinarlo. Ella conocía perfectamente el sentido de esas quejas que el viento arrastraba junto con el olor a resina de los árboles. Vra se fue. Comenzó a caminar en una forma muy lenta hacia adelante. Incluso me pareció oír el crujido de la hierba al ser aplastada por sus pies desnudos. Yo me quedé inmóvil, dudando, entre lo absurdo y lo inútil. Contemplé la hermosa silueta de Vra, que se perfilaba en una fogata cuyas llamas se apagaron súbitamente. Luego ella danzó para mí. Dos o tres pasos cargados de dolor y de pena. Agitó la mano en un adiós, y desapareció en la oscuridad. Si, abuela, has oído bien, desapareció. Hubiera corrido tras ella, pero comprendí de repente que me abandonaba para siempre. Pero a mis oídos aún llegó una ráfaga de aire tibio que pronunciaba un «Vrrrra» deformado, tembloroso, casi irreconocible y, sobre todo, ciego, atraído por el viento fuerte que comenzaba a desencadenarse. Tuve que correr para llegar a mi tienda. El umbral del Otoño, Duelo de Otoño. ¿Conocías estas tristes palabras, abuela? Vra jamás las conoció.

Es esta imagen de ella la que me persigue, la que se inclina hacia mí, aunque de una forma lejana, como huyendo, despegándose de mí como un alma que se va. En adelante sería una extraña. ¿Ella? ¿Vra? ¿Una extraña?... ¿Dónde estaba la Vra de aquella primera noche que pasamos juntos? ¿Aquella muchacha que se unió a mí para toda la vida y tal vez incluso para el Más Allá? Al menos como yo lo esperaba. Porque yo no veía más que mis sueños cuando hablaba de ella con alguien.

No volví a Koll. El capitán había trasladado nuestra primera base a un lugar más abrigado, cerca de Alaia, bajo los Montes de la Sombra; pues las tempestades que vinieron con el Otoño inundaron los campos uno detrás de otro, de Norte a Sur y de Este a Oeste. Toda la agrupación se arropó bajo los muros de Alaia, esperando el retorno del buen tiempo. El buen tiempo... Hay cien kilómetros de Alaia a Koll. ¿No es verdad, abuela?

Durante todo un mes, la tempestad castigó duramente Argos. Debía ser un fenómeno natural. Ello explicaba los muros de lava que cercaban cada ciudad, y que nosotros habíamos confundido por fortificaciones. Alaia estaba cerrada, nadie podía salir, nadie podía entrar. Ningún movimiento en las calles y ninguna luz en las casas, ni siquiera por la noche. Tuvimos que cobijarnos bajo tierra, a media altura en las Montañas de la Sombra. En el fondo de las grutas abiertas que nos preservaban del viento y desde donde dominábamos la inmensa llanura y la callada ciudad a nuestros pies. Nada hubiera podido resistir aquel huracán, y nuestras tiendas menos aún. Once hombres habían muerto ya, aplastados contra la muralla de Alaia, arrancados del suelo como las hojas muertas por una súbita ráfaga de viento. Sus cuerpos quedaron adheridos a aquellos muros, a cuatro metros del suelo. Seguramente por eso nunca los árboles coronaban las colinas en Argos.

El viento cesó de repente un mes después. Durante mucho tiempo siguió silbando en nuestros oídos, y durante mucho tiempo también observamos las nubes que se formaban en el cielo, esperando ver aparecer de un momento a otro de nuevo las tormentas. Seguimos escondiéndonos hasta mucho después de cualquier airecillo. Pero todo esto no tiene la menor importancia. En todos los planetas abundan peligros infinitamente más graves.

En todo este tiempo nunca dejé de pensar en Vra.

Una noche partí hacia Koll. Evité las ciudades: Alaia primero, después Skoum y Milla, también Seblaya, la capital. Los helicópteros me buscaban, y eso retrasó mi marcha. Pero nadie se cruzó conmigo. Al alba del tercer día franqueé la puerta oeste de Koll, más allá de la cual estaba la casa de Vra. Todo estaba tranquilo en la ciudad. Yo moderé mi marcha, precisamente cuando hubiera debido correr hacia Vra para estrecharla más prontamente entre mis brazos. Pero de pronto se había apoderado de mí una angustia terrible. Cuando llegué a la larga avenida en la que se hallaba su casa, me detuve bajo la ventana que daba a su habitación y oí cantar. ¿Por qué no cantáis más que en Otoño, abuela? ¿Es que acaso vuestros cánticos reemplazan a las danzas del verano? ¿Y por qué son tan tristes vuestras canciones de Otoño? ¿Acaso expresáis vuestro destino de una manera distinta a medida que cambian las estaciones? La voz que canturreaba un aire desconocido e inquietante se rompió, como una banda magnética medio borrada por el tiempo y el uso. No me atreví a avanzar más, abuela. Tenía miedo. Los filmes del Equipo II desfilaba ante mis ojos, perfilándose en la casa de Vra. ¿Puede presentirse una desgracia de antemano?

Tenía prisa por abrazar a Vra, y sin embargo, me quedaba inmóvil. Escuchando la quebrada voz que se elevaba a algunos pasos de mí, alterada por una ligera brisa ora fuerte, ora casi imperceptible. No me atrevía, pero por fin transpuse, arrastrando mi cuerpo conmigo como un presagio demasiado pesado, los cinco metros que me separaban del lugar. Aparté la amarillenta hierba que adornaba la entrada del edificio encaramándose por la fachada, y entré.

Una anciana estaba ante mí, dándome la espalda. Una mujer muy vieja, de cabellos apagados que se esparcían en sucios mechones sobre su cabeza. Estaba dando fin a algún trabajo. Jamás creí, abuela, que fuera una sirvienta. Aunque mi informe al OÍS lo haya dado a entender así. Comprendí desde aquel mismo momento. La mujer se volvió hacia mí al oír mis pasos, y me miró fijamente con una mano apoyada en los riñones. Me miró con unos ojos negros semejantes a una antorcha apagada, pareciendo no conocerme. Permaneció algunos segundos quieta, en silencio. Luego su cuerpo pareció encogerse más, pero su mirada no abandonó mi silueta que se recortaba para ella en el azul de aquel cielo. Había un algo de reproche en su actitud...

Me comporté, abuela, como un terrestre que todo lo arregla con la violencia, como un niño a quien le confiscan su juguete, como un puerco, abuela. Cogí a la anciana por un hombro con una mano, y comencé a abofetearla salvajemente, profiriendo injurias. Aquella no era Vra. ¡No podía ser Vra! Era imposible que hubiera envejecido de tal manera en unos meses. Con mis bofetadas, hacía danzar su cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Estaba loco, abuela; de dolor, de rabia, de impotencia. Con mis puños hubiera destrozado el suelo o las paredes si se hubieran hallado más cerca que ella. La vieja no gemía, pero por fin intentó protegerse con el codo, y entonces la dejé caer como un saco sobre su propio lecho. Luego eché a llorar desesperadamente, con ruidosos sollozos que salían de mi corazón como pétreas avalanchas. Hundí sobre mis ojos mis puños cerrados. Los hundí como dos armas. Hubiera querido no haber visto nunca más...

Al cabo de un par de horas Dan me encontró allí, sentado en el suelo y secos ya los ojos. No me moví. Ella estaba tendida en la cama, inmóvil, esperando. Tenía el rostro amoratado por mi violencia. Cuando me llevaban a la base intentó decir «Vrrra...» muy dulcemente, como el primer día, como la última noche. Fingí no oírla, pero en realidad la oí perfectamente.

Diez días más tarde, Dan envió el informe que yo redacté a la Tierra, y recibí un privilegio galáctico. Vi otras veces a la vieja Vra, y me senté cerca de ella, que no dejaba de mirarme con fijeza con la apagada claridad de sus ojos negros. Uno de esos días fui a verla y estuve cinco minutos con ella sin llegar a gemir, como un chiquillo a quien se le ha dicho que es demasiado mayor para seguir llorando en adelante. Ella había comenzado a perder uno tras otro todos sus dientes. Era lo natural en aquel planeta. Los argotas se marchitaban y morían en invierno para renacer en primavera. Cada año morían, y su vida no duraba mas que dos estaciones de cada cuatro. Sin embargo, aún convencido de este hecho, no pude resistir aquello. Tenía apoyada su horrorosa quijada en sus descarnados dedos, y no cesaba de mirarme. Sin sonrisa, sin expresión, sin pena aparente. No cesaba de canturrear en un tono monótono la misma melodía. La canción del Umbral del Invierno no se cantaba con la misma fuerza que la del Umbral del Otoño, porque llegaban a perder hasta las fuerzas para cantar. Y aquel día me levanté para irme de una forma definitiva cuando, dejando de cantar un segundo, retiró de su marchita boca un diente canino completamente podrido que echó por la ventana. Me fui sin volver la vista atrás.

Me quedé un tiempo más en Argos para intentar reparar, para recobrar, no la estima de Vra, puesto que sabía que todo esto estaba por encima de ella y habría olvidado en la primavera mi brutalidad, sino mi propia estima. Juré que cuidaría a Vra durante todo el otoño y el invierno. Como si durante milenios me hubieran esperado los argotas para franquear sus malas estaciones con menos peligro. Cuando llegó el momento les vimos apagarse lenta, muy lentamente. Les vi morir uno después de otro. Vra también murió. Aquella Vra que parecía centenaria y que durante su último mes no comió ni probó bocado alguno. Los demás se habían marchado. Y yo me quedé solo en aquel planeta desierto. Una inmensa necrópolis que no era alegrada ni siquiera por el graznido de los cuervos. Durante el invierno, abuela, no había más que silencio en Argos. Cuando los del Equipo IV llegaron trabajé febrilmente con ellos durante quince días. Pero no volví a ver a Vra.

Quería dedicarme por completo a mi trabajo. Me parecía que de este modo lo olvidaría todo. Bajo aquel cuerpo admirable siempre habría visto la decrepitud de la ancianidad que tenía que volver una y otra vez. No pude, no pude, abuela. Sí, ella se parecía un poco a ti. Tenía los ojos profundos, pero no apagados como los tuyos, sino luminosos. Y si tú tuvieras dientes serían sin duda como los suyos, repletos de juventud. Dime, ¿acaso rejuvenecerás dentro de tres meses?

Yo no la he visto muerta con mis propios ojos. La esperaría aún. Pero eso no es posible. Era tan vieja, tan vieja... Sé que atravesaría cien años-luz para verme, lo sé. ¿Por qué lloras, abuela? Los argotas no lloran... No, no te vayas. Quiero hablarte aún más sobre ella. Aquí ellos no me escuchan. Se ríen de mí porque las máquinas han dicho que ya no sirvo para nada. No te vayas, abuela. Dile que la amaré siempre. ¡No! ¡No! No te vayas, abuela... ¡ABUELA!...