6

El angosto paso rojo se extendía más lejos de lo que Page había creído: sus paredes relucían suavemente. Enormes gradas conducían a un corredor en declive, de estructura metaloide, después a un porche de bronce. Esto existía también en una vieja leyenda de la Tierra. Erys precedía al viajero.

Pasaron ante inmensos cerebros electrónicos crepitantes, robots fosforescentes afectando las más diversas formas. Los Cristales se habían servido visiblemente mucho de los cerebros de los hombres que «bebían», y también de los tesoros de la Ciudad de los Libros: aquellas inmensas estructuras, aquellas máquinas perfectas eran su obra. Gil contó varias puertas de metal que se deslizaban. Era realmente demasiado fácil —horriblemente fácil— visitar aquel universo donde siempre era guiado.

Erys dijo:

—Deje aquí su arma. No le servirá de nada en el reino de los Monocristales.

Una última barrera, que sin duda no era material —una cortina opaca— se apartó ante ellos. Y Page retuvo un grito de admiración.

Se encontraban en una playa arenosa, al borde de un mar interior, bajo una claridad indirecta y suave, malva y plata.

Un prodigioso decorado teatral se levantaba ante ellos, una ciudad de diamante, de mármol y de pórfiro. «Piedras muertas», le previno Erys. Le pareció, por el contrario, que aquella arquitectura vivía. Las torres se enhestaban con una orla de gemas, los planos inclinados de las pirámides y de las ruedas zodiacales destellaban débilmente en el resplandor de los astros artificiales. Era hermoso..., como un sueño mineral. Y, más que sobre la Tierra, aquella armonía de cristal subrayaba la ausencia de toda vida orgánica. Sobre aquella meseta subterránea no había ni una planta, ni una sombra animal: uno podía creer hallarse en un hermoso planeta, muerto en la cima de su civilización.

Muerto.

¡Oh, de acuerdo, había jardines! Gil veía desde lejos inverosímiles invernaderos suspendidos, palmeras de metal, parterres de malaquita y de turquesa, vastos cálices de alabastro y de rubíes. Se hubiera dicho que las gemas, dólices, tenían en sí mismas aquellas formas de albanes translúcidas, de virginales anacaradas, de inmensas alocasias metallica de bronce verde. Era una traición de flor, una trampa de piedra... Involuntariamente, Page retrocedió, y sintió tras él la resistencia elástica de la cortina invisible que volvía a cerrarse.

—Ésta es Pétrea —dijo Erys—. Nuestro reino.

Se alzaba bajo el arco que se abría a aquel mundo mineral insensato, única figura humana, más terrible tal vez que el resto del universo, y le hablaba a Page con un tono ligero de anfitrión civilizado. Pero sus palabras eran por ello mucho más aterradoras:

—...He dicho: nuestro. Nunca hemos disputado la superficie a los Humanos. Desde el momento en que hemos podido, nos hemos retirado a estas profundidades en las que la Tierra no difiere apenas de nuestro planeta, ya que se compone también de la sustancia primitiva del universo, alrededor de la cual han venido a aglomerarse, a razón de cien toneladas por día, a través de cerca de cinco mil millones de años, infinidad de polvos meteóricos. Sí, no somos los primeros «invasores», lejos de eso: poseemos desde siempre este globo indiviso. Sin embargo, si preferimos estar tan cerca del núcleo del planeta no es en absoluto porque esté compuesto de materia en el sentido propio de la palabra..., sino porque está compuesto de otro estado que posee las cualidades de la luz y de la acción...

—¿La energía?

—Sí, si la vida es energía. Tenemos necesidad de ella, una necesidad imperativa. Intente comprenderme..., pese a que he recorrido casi todo el conjunto de los escritos de ustedes, me faltan las palabras.

En efecto, emitía más que hablaba. Gil hizo un terrible esfuerzo por penetrar en aquella especie de pensamiento. Era preciso, ante todo, olvidar la magnificencia mimética de la Ciudad, la belleza estatuaria del Ser. Entonces se descubría un universo..., estático, pesado y negro. El crononauta no tuvo ninguna dificultad para leer:

Densidad. Inmanencia. Inmovilidad. Ausencia de tiempo, de movimiento, de sonidos y de olores. Pero subsiste la percepción, y también la avidez. Ser inmortal, pero incompleto. Una memoria aterradora que contiene todos los libros, que evoca el caos original, más allá del abismo del tiempo. Una explosión cósmica..., después una lenta cristalización. El génesis. Resplandor desgarrador, fuego, estallido. Vuelo sideral. Transformación. Adaptación a un planeta extraño. El enorme conglomerado de las fuerzas y de la materia que viene a tomar forma. Que busca..., ¿qué?..., la Vida. Sed de la vida, bajo todos sus aspectos, energéticos u orgánicos. La vida está allí, bajo su fuente privilegiada. Beber... Extenderse...

—Es suficiente —dijo Erys—. Ha comprendido. Podemos hablar.

¡No era sólo él, era toda la Ciudad la que había emitido!

Volviendo de lejos, Gil afrontó la enormidad de la situación: tenía frente a él a un adversario que ninguna inteligencia humana había podido prever, un sedimento de sales coloidales animado, un cieno cristalizado, una sal gema que pensaba, se expresaba, ¡pretendía tratar con los Humanos!

—¡Y por eso es por lo que han destruido a la Humanidad! —gritó Page.

—No hemos destruido nada —corrigió Erys con gravedad—. Simplemente, hemos estancado la vida orgánica para satisfacer nuestras necesidades. Pero desde que la primera y formidable sed fue calmada, hemos concluido un pacto con los Humanos de las reservas.

—Sí, les toman la vida, pero lentamente.

—No. Hacemos un canje. A cambio de una fuerza vital estúpidamente malgastada, reciben el Sueño Mineral.

—¿Y esto es...?

—Un estado perfecto de simbiosis. La naturaleza entera vive en estos ciclos, la planta carga el aire del oxígeno que el hombre respirará, el hombre cultiva y cuida a su vez la planta...

—¿Y es el hombre quien desempeña en este caso el papel del vegetal? ¿Con la diferencia que el «oxígeno» que les entrega es su inteligencia y su vida?

Erys se alzó de hombros.

—Su vida..., se la dejamos. En cuanto a su inteligencia..., la de los Cristales data de cinco mil millones de años. El trueque sería desigual.

—Pero entonces, ¿esos hombres no tienen nada que darles?

—Nada —dijo Erys—. O tan poco. Por eso es por lo que le he traído a Pétrea. Para que pudiera convencerse por usted mismo. Las palabras son inútiles, o casi. No pedimos nada a la humanidad actual. Y tal vez un solo gesto a usted. Usted tiene aún una treintena de horas de permanencia..., en nuestro tiempo. Le dejo. Siga su misión, trabe conocimiento con nuestro universo.

Y Gil quedó solo, bajo la claridad de los neones multicolores, a la entrada de una Ciudad fantástica donde las orquídeas de gemas y las palmeras metálicas delimitaban con su sombra una avenida de mármol blanco.

No, no totalmente solo. Un ruido de arena aplastada. Una amplia máquina plateada emerge por el ángulo de una calle próxima. Sus destellantes antenas palpan el aire. Telépata, se pone a describir círculos concéntricos, capta el pensamiento de Gil, se detiene bruscamente, y sus diez brazos ciliados se agitan vibrátiles.

—Page, Gil —dice con una voz chirriante—. Crononauta. Año 2700. Emisario de segunda clase.

Venido a la Tierra para...

Surgieron otras criaturas. El viajero fue presa de un horror sutil. Se sabía casi invulnerable, conocía Pétrea y a Erys. Pero nada le había hecho prever el aspecto de sus congéneres.

Las formas que se movían en la fría luminosidad le inspiraban un indecible horror. Eran vagos rombos tallados, grabados. Medían cerca de dos metros de alto, y no eran más que un centelleo de aristas y de prismas, el estallido duro de piedra celeste. Se parecían un poco a los dramáticos perfiles de la Isla de Pascua, eran un horror, una pesadilla y una realidad. Hacía calor, mucho calor en aquel decorado de torres de cuarzo y de conos de turmalina. Habían transcurrido varias horas desde su encuentro con los nómadas, y Gil sentía que sus manos, heridas en la lucha, ardían. Tenía sed, y se detuvo ante una pileta circular. Un chorro que parecía de cristal suspendía en ella sus perlas. El agua era tibia, extrañamente densa, el viajero temporal experimentó un placer que le recorrió todos los dedos al lavar sus manos en ella. Pero el chorro tembló y, con una angustia súbita, captó una multitud de pensamientos que flotaban a su alrededor, emanando de los rombos esculpidos, de los muros, del mismo suelo.

Cálido. Es bueno. Beber. Beber la vida...

La percepción era tan definida que Page miró en torno suyo. La plaza estaba desierta, la máquina-patrullera desaparecía a lo lejos. Vio de pronto la pileta vacía: la piedra había bebido el agua ensangrentada. Durante un segundo, su terror fue tal que creyó ver los muros lanzarse sobre él.

Era preciso huir. ¿Pero adónde? A su alrededor, la ciudad-vampiro abría sus avenidas estrelladas de piedras cálidas, sus pórticos-trampas, sus pirámides apuntadas al infinito. Tuvo que hacer un esfuerzo —el mayor de su aventurera vida de navegante—, restañó sus heridas y, con un pañuelo hecho tiras, hizo un torniquete en su muñeca entumecida. Era inútil tomar riesgos. Pero sus dedos estaban torpes y, con un horror helado, se dio cuenta del hecho que miles de nociones se borraban de su mente. Page, se llamaba Gil Page. Un buen crononauta, un poco atrevido, un camarada ideal, un astrogador preciso. Huérfanos, él y su hermano habían sido condicionados desde su nacimiento.

Habían hecho algunas buenas incursiones en el espacio-tiempo y después Hugues había desaparecido. Era un recuerdo oro y negro, un nombre glorioso en una estela del Panteón. Hugues no había vuelto porque... Entre tanto, muy cerca, había un suave resplandor plateado..., alguien que le esperaba, le llamaba. Una joven de cabellos de ópalo... Maya..., su nombre era ilusión.

Se agitó:

—He sabido siempre que ella existía. Que era hermosa. Puesto que el mundo era tan bello y las estrellas tan brillantes, ella debía tener esta mirada violeta. Puesto que había la música, su voz debía ser suave. Fui hacia ella, a través de las tinieblas y el tiempo...

Pero no tenía tiempo para soñar: un rodar sordo estremecía las losas.

Esta vez, ellos eran un centenar. Las formas de una pesadilla geométrica: rombos, cubos, triángulos; su formación era prismática o tubular y, sin embargo, evocaban un ideal humano. Un conglomerado de amatista o de marcasita presentaba un dibujo lineal roto por una falla en forma de ojo, sus venas imitaban la torsión de los músculos, un rostro cincelado. No eran ciertamente las estatuas esculpidas por Geroe, sino cristales brutos de formación espontánea..., un terrible esfuerzo de la materia hacia la forma. Page comprendió que éste era la primera etapa de la evolución, embriones, larvas que habían intentado desprenderse de su materia inútil, pero que permanecían enviscadas en ella para siempre.

—Llego en el momento en que intentan crear una humanidad —pensó Gil—. ¡Un buen momento!

Se encontraba semioculto bajo una arcada, contra una pared de turmalina roja que parecía respirar, y la pesadilla adquirió todas sus proporciones. Hasta aquel momento había podido creer a aquellos paseantes minerales indiferentes a su presencia, o al menos sin hostilidad, pero he aquí que de pronto formaban un muro compacto, que rodeaban el pilar contra el cual se adosaba, he aquí que se dispersaban en perfecto orden para registrar las arcadas... Se tendían antenas invisibles, se intentaba localizar su presencia. Un ser «informe, opaco y lento»... Gil no tuvo tiempo de levantar una barrera mental: una ola de hielo, una onda percutante, aguda, lo alcanzó en pleno pecho. Un segundo flujo mortal se extendió endurecido bajo las arcadas. Le pareció que los muros a su alrededor se reían: era una risa digna de aquel mundo demente, mudo, inmóvil, petrificado: una mueca.

Súbitamente, el muro retrocedió. En lo más profundo de su terror, el viajero comprendió que aquellas criaturas de pesadilla, apenas esbozadas en su sustancia, eran ciegas, sordas y mudas. No le veían, lanzaban al azar flujos alternativos de hielo y de fuego. Cuando lo alcanzó un tercer chorro.

Gil creyó, durante un segundo, quedar paralizado, estratificado, reducido a un único temblor de impotencia y de horror. Pero se le había enseñado a dominarse en los peores instantes y, aprovechando una pendiente, un instante de calma entre dos ondas, rodó como un tronco y se cobijó detrás de un zócalo rosado. Sus puños sangraban, aquello no era más que un respiro de algunos segundos. Tras él se abrió un muro.