9

—No pude actuar de otro modo —dijo Maya, volviéndose hacia el crononauta—. Perdóneme.

Los habían empujado hasta una sala de paredes de gemas lisas. Eria, a quien parecía abandonar el calor vital, se había acurrucado en un rincón. Gil se limpiaba distraídamente sobre su rostro y su cuello las sangrantes estrías dejadas por los tentáculos y las garras. La puerta se cerró tras ellos, como una losa sepulcral. Dijo:

—Es usted quien debe perdonarme, Maya. Sobrevaloré mis fuerzas. —Y, después de un silencio—. ¿Qué es esta barrera magnética?.

—Oh, una antigua instalación. Esperaba de todos modos poder sacarle de Pétrea. Pero usted estaba preso..., por eso —indicó vagamente a la bella estatua—. Entonces, mis amigos de allá arriba accionaron los mandos. Casi todos los minerales animados estaban reunidos aquí, era la ocasión de destruirlos.

—Y de salvar al resto de la humanidad. En este caso...

—No lamento nada.

—Yo tampoco, si estamos juntos.

Permanecían graves, atentos, extraños al Sueño Mineral.

—Es extraño —dijo Maya—. Hace apenas algunas horas que le he encontrado, y me parece como si hubiéramos vivido una larga vida. Hemos compartido nuestras penas y nuestras alegrías. Conozco sus gustos y sus preferencias, todo aquello que un Mineral no tiene en absoluto, que no poseerá jamás...

—Dígalo.

—El espacio y la aventura, las estrellas y el mar, esté calmado o furioso. La justicia, templada por la compasión. La suave luz del alba y el perfume, bajo la lluvia, del trébol encarnado. El bosque, las inteligentes y temerosas bestias salvajes, la libertad. La amistad y la ternura que les une. Esta Tierra.

Es todo esto lo que usted prefiere, ¿no es verdad?

—Olvida lo más importante, Maya: usted.

—Pero —dijo ella—, ¡yo soy todo lo contrario! A usted le gusta la aventura y yo soy el deber.

Usted ama la libertad y yo soy la lucha.

—Se lucha para liberarse, y la aventura es a menudo un deber libremente elegido. Usted, Maya, ¿qué es lo que ama?

—Todo lo que brilla, se estremece, se doblega y vuelve a levantarse. Los astros y los colores. El futuro. Usted, Gil.

—Ahora nos conocemos. El tiempo no es más que una abstracción. Estamos unidos desde hace tiempo... ¡Qué hermosos cabellos plateados, Maya! ¿Recuerdas el cerezo en flor bajo el cual te pedí que te convirtieras en mi mujer? Llevabas un vestido verde y pétalos en tus bucles...

—Lo recuerdo —dijo ella, cerrando los ojos—. Y también el éxodo de los tiempos pánicos, el frío, el hambre, nuestra cabaña en el bosque..., no nos habíamos llevado más que un poco de sal y un volumen de Dante. Dormíamos sobre las hojas secas... ¡Pero nuestros dos mellizos eran tan hermosos!

—Estamos mezclados de tal modo el uno con el otro que estamos seguros de volver a encontrarnos no importa donde, después de este reposo que se llama la muerte. ¿No tienes miedo de morir conmigo, querida?

—No, si me tomas entre tus brazos.

Lo hizo, y Eria no se movió.

Pero advirtieron bajo la puerta unos pasos menudos, apresurados: unos puños furiosos martillearon la hoja. Brutalmente separado de su aura luminosa, de la cabellera opalina donde hundía su rostro, Gil Page gritó:

—¡No hagan tanto ruido! ¿Quiénes son?

—Se nos llama las piedras rojas —respondieron las voces jadeantes—, pero somos humanas como ustedes. Y tenemos a nuestros hijos. Las piedras nos han encerrado en este palacio, para ellas no somos más que un stock de materias orgánicas, pero no queremos morir así. Esta barrera es impenetrable para los Minerales, pero tal vez existan pasos para los hombres... ¡Ábrannos! ¡Sálvennos!

Gil se había levantado. La cabellera color de luna se deslizó como si se desvaneciera.

—Es cierto, Maya —dijo—. Tienen a sus hijos. Debemos ayudarlas.

—¡No! —formuló una voz pesada.

Era Eria quien hablaba. Se había arrastrado de rodillas hasta el umbral, parecía que estuviera petrificada de medio cuerpo, pero sus labios se movían. Maya miraba con terror aquella imagen de ella misma en trance de morir.

—No —repitió la mujer mineral—, no saldrán. Quieren matarles. Sus hijos agonizan. Es por ellos, por esos seres cristalinos, por los que necesitan la vida. Son madres. Y...

Un concierto de injurias tras la puerta confirmó esta revelación. Eria volvió a caer, la nuca sobre las losas. Era horrible ver como el rostro vuelto hacia los Humanos se estratificaba. Los músculos faciales se distendieron, se endurecieron, la córnea se vitrificó. Quedaba aún un poco de vida en las pupilas empequeñecidas hasta el tamaño de una cabeza de alfiler y fijas en Gil. Un soplo agitó los labios petrificados. Dijo:

—No se acerquen. —Y a Gil—: Te he amado...

Maya no estaba segura del hecho que existieran salidas secretas en la barrera. Pero seguían ahí las carlingas del Centro Temporal. Y llegar hasta ellas... En aquel instante las luces de Pétrea se apagaron de golpe. Instintivamente, Gil tomó a Maya entre sus brazos. Una mancha fosforecía en las tinieblas: su cronómetro. Lo miró, recordó: «Esté donde esté, Gil Page, le buscaremos por fisión dimensional.» Le quedaba un cuarto de hora aún en aquel pliegue del tiempo...

De golpe, un ruido seco como de un deslizarse atrajo su atención. ¡Ploc! Siguieron una serie de choques sordos, rítmicos. La puerta seguía estando cerrada, las ventanas bloqueadas, pero alguien se desplazaba en la sala. Y Eria estaba muerta..., con la muerte de las piedras.

¿Pero había una muerte para las piedras? El ser que se desplazaba en las tinieblas era horriblemente pesado y lento: sus pasos parecían hundir las losas. Eran unos pasos espaciados. Ploc.

Un silencio, durante el cual se podía contar hasta diez, después, de nuevo: ploc. Gil recordaba los antiguos relatos de suspenso, que parecían absurdos: muertos, seres monstruosos venidos de mundos paralelos y caminando así. Si Eria...

Ploc.

¿Qué conocía de los Minerales? Que soñaban y que bebían las vidas. Eria, viva, lo había amado.

Pero, en la oscuridad, aquella cosa obtusa, pesada, muerta, no era más que un hambre salvaje, una angustia y una avidez sin esperanza.

La débil luz del cronómetro debía guiarlo. Gil se lo arrancó y lo aplastó con su tacón, después enlazó a Maya y, de un salto, se lanzó hacia la puerta de bronce y la empujó con un golpe seco. La puerta se abrió. El inmenso vestíbulo parecía desierto bajo la luz que caía desde las altas ojivas. Gil encontró tras él, a tientas, un cerrojo, y lo corrió. Los fugitivos respiraron. Un instante, tan sólo un instante...

En lo alto de la escalera apareció una sombra..., una piedra roja armada con una linterna. Lanzó un grito, otras se precipitaron. Hubo una confusa mezcolanza, Gil rechazó una mano que se agarraba a su coraza, y Maya, convertida de pronto en una pequeña loba silenciosa, arrancó y rompió la linterna. Largos cabellos parecidos a algas azotaron los rostros de los Humanos. Al fondo del vestíbulo, una robusta mujer lívida elevó muy alto por encima de su cabeza un informe pedrusco negro, horrible caricatura de niño, y sirviéndose de una linterna como de una honda, proyectó el pequeño monstruo en dirección a los fugitivos. El cristal se estrelló, con un largo crujido, contra los escalones. Gil y Maya alcanzaron el umbral. Al mismo tiempo, desde el fondo de la sala, ascendió un largo grito de terror: la puerta de bronce se había abierto como bajo un golpe de ariete y las Rojas retrasadas retrocedieron, como una marea inhumana, animada de un extraño balanceo (Gil recordó un antiguo cuento donde una serpiente fascinaba a tropeles de monos). No había nada que mirar, sabía lo que provocaba aquel remolino nauseabundo, aquellos agudos lamentos: una gran forma blanca, una piedra muerta, avanzaba hacia el alocado grupo de piedras rojas. Habían olvidado que ellas eran —también— humanas, y Eria tenía hambre.

Llevando a Maya desvanecida, el Temporal se hundió entonces en el laberinto de la ciudad, calles interceptadas y discoides inmóviles, plazas repletas de multitudes petrificadas en pleno movimiento.

Ahora, se daba cuenta de hasta qué punto el genio desordenado de Siao y la voluntad de Erys habían preparado la invasión imprimiendo al caos los caracteres de una especie. Aquellas efigies de cuarzo, de sílex o de ortosa agrupadas sobre las terrazas o amontonadas a lo largo de las calles eran indeciblemente humanas. Pétrea, sorprendida por el desastre, evocaba a Pompeya.

Pero un nuevo peligro vino a añadirse a aquellas presencias alucinantes, a los peligros ocultos: en alguna parte, se había producido un cortocircuito, inflamando una cortina de fibras sintéticas, una túnica de lowlon sobre un cuerpo petrificado, y el incendio se propagaba ya, manchando las fachadas.

Aquel fuego que nadie podía extinguir consumiría rápidamente el oxígeno del subterráneo..., era preciso apresurarse. Gil, con las llamas pisándole los talones, vio finalmente ante sí el porche del Centro de Investigaciones Temporales. Pero las dos esfinges rosas que guardaban el umbral se interpusieron, vivían aún, incapaces de saltar pero flexibles y agazapadas. En el mismo momento, un pájaro de ónix negro cayó de las bóvedas..., una de las obras más perfectas de Siao, el torturador de Prometeo, únicamente con su brazo derecho, apretando contra él su única riqueza en aquel universo de pesadilla —la blanca joven desvanecida—, Gil luchó contra las tres bestias que le cercaban. Bajo sus garras, la sangre empezó a brotar. Un gran gemido, parecido a un jadeo, ascendió desde la avenida, y las sombras se movieron...

—Humano —dijo una voz lenta—, si los tuyos se te parecen...

Gil creyó que estaba perdido. Pero, a su lado, la gran estatua oro y blanca entraba en lucha.

A partir de aquel momento, la perspectiva subterránea desbordó de formas minerales en delirio.

Monstruos vagamente luminescentes —suprema manifestación de su vida— subían al asalto. Pero Gil se llevaba a Maya y Erys, con un arma térmica en la mano, protegía su retirada. Los movimientos de Erys eran lentos pero precisos y, salvo un endurecimiento de los rasgos, salvo un brillo helado en los iris, nada indicaba que la muerte estaba en él. Los fugitivos terminaron por penetrar en el centro y Erys, haciendo arder la tierra tras él, bloqueó la puerta.

Quedaban diez minutos antes de la fisión dimensional...

—Suban a esta carlinga —dijo Erys—. Es la única intacta. Dentro de diez minutos todo habrá terminado.

—Venga con nosotros —dijo Gil.

Las cejas se elevaron.

—¿Ha perdido la razón, Gil Page? ¡Invitar a su preciosa época a un monstruo mineral! No. Mi reino está aquí. No puedo abandonar a los míos.

—Pero Erys, ¡usted es un humano!

—Sin duda tendrá usted razón: llevo en mi la maldición, la huella del genio de Siao. Amé a Maya con una pasión humana. Y por este lado se venga el espíritu humano. Eternamente, entre las piedras muertas llevadas hasta este planeta, habrá una piedra donde arderá el genio de un hombre. Pero, como mineral, estoy encadenado a mi sueño. ¡Están libres, váyanse!

La gran estatua de cristal se adosó a la pared que temblaba, protegiendo, incluso en la muerte, su partida. Con una rapidez alucinante, sus rasgos volvían a adquirir su inmovilidad original, sus ojos su brillo de diamante negro. Llevando a Maya, Gil subió a la carlinga, sujetó sus cascos provistos de electrodos. Las cuatro dimensiones se contrajeron alrededor de ellos, y el tiempo se abrió.

Afuera, en el alba azul, la Tierra despertaba de la Pesadilla Mineral.

Sin embargo, y muy en el fondo de su ser, Gil se sentía dichoso del hecho que Maya no hubiera asistido a la muerte de Erys.