¿CÓMO VAN LOS NEGOCIOS?

Jacques Sternberg

5 de julio.

Los tiempos han cambiado.

Ayer releí algunos clásicos de esto que en el siglo XX se llamaba ciencia ficción. Me han hecho pasar algunas horas muy agradables. Aquellos autores no carecían en absoluto de imaginación. He aquí una cualidad que nos es extraña desde hace siglos. Ya no tenemos derecho a poseer imaginación, puesto que hemos tenido que admitir que solamente el Universo la tiene. Y lo hemos visto todo, nuestros más dementes sueños no podrían superar jamás la realidad. Nuestra literatura es de una consternadora trivialidad, no es más que una máquina que, de modo automático, traduce las imágenes de la realidad en palabras oficialmente reconocidas. Encuentro que podríamos pasarnos muy bien sin ella. Pero no puedo impedir el sentir envidia con respecto a los hombres de los pasados siglos. Ese siglo XX, por ejemplo, debía ser una época llena de gracia y de encanto, espumosa como un champaña, tan fútil y tan maravillosamente inconsecuente.

Un detalle entre mil: lo agradable que debía ser el tener tiempo de leer un libro yendo en avión de París a Nueva York. ¡Cuando uno piensa que, en nuestros días, ninguna línea acepta ya tomar pasajeros para un trayecto tan corto! Es cierto que los viajes están cada vez más mal organizados, con unos horarios que desafían el buen sentido.

Ayer mismo, acompañé a mi mujer y a mis hijos al planeta Dediurge, donde tienen la costumbre de pasar el mes de julio. Para volver, se me ocurrió tomar la astronave de la tarde, y me encontré en la ciudad a las tres de la madrugada. Evidentemente estaba derrengado, y no pude hacer nada en todo el día. Es insensato. Los horarios de esta clase deberían ser prohibidos. O bien la astronave nocturna podría al menos perder un poco de su velocidad normal de modo que alcanzara la capital hacia las seis de la madrugada y dejar a los pasajeros el beneficio de una noche de sueño. Pero ¿acaso somos capaces de frenar la velocidad que se ha apoderado del mundo? Y el correo viaja a través del espacio aún mucho más aprisa: cuando volví a mi casa, me encontré con una carta de mi mujer, a la que apenas acababa de abandonar. Si esto continúa, recibiremos las cartas incluso antes de que los ausentes hayan partido.

¿Dónde vamos?

De todos modos, personalmente, yo voy a acostarme.

Es extraño pensar que, a través de todas las perturbaciones cósmicas y los acontecimientos siderales, esta frase apenas ha cambiado. Permanece invariable a través de los siglos.

¿Será porque resume la vida?

7 de julio.

He pasado algunos días examinando los informes de los distintos representantes de la firma para la cual trabajo. La venta del jabón a través de las galaxias conoce un éxito que se afirma semana a semana. Lo más difícil es seguir aún el ritmo de los pedidos. Nuestra organización ha hecho sin embargo sus ensayos desde hace bastantes años, y hemos creado innumerables centros de venta en todos los mundos de primera importancia. Pero esto no es suficiente. Nuestra cifra de negocios podría ser fácilmente decuplicada si llegásemos a crear una red de venta en la que todo fuera eficacia, rapidez, economía y simplificación. Creo poder afirmar que nos hallamos en el buen camino. La decisión que adoptó la Sociedad el mes pasado me parece susceptible de descifrar un porvenir lleno de promesas. Una decisión audaz, es cierto, pero cuan eficiente: suprimimos todas nuestras fábricas edificadas en nuestro planeta natal para volver a construirlas y equiparlas en otro planeta, en una lejana galaxia. En un mundo llamado Draguero, que no es en realidad más que una enorme masa de grasa bruta, o lo que es lo mismo un gigantesco bloque de materia prima de la cual haremos un jabón que desafiará toda competencia, millones de pastillas de jabón a precios de reventa increíblemente bajo. Compramos este planeta cuando aún estaba sujeto a subasta. Incluso en ello realizamos un excelente negocio: en efecto, nadie lo quería. Para nosotros representa el futuro, el ideal, el hallazgo genial. A título publicitario, contamos incluso con edificar en este planeta toda una ciudad tallada enteramente en el jabón. Esto causará sensación, y nos costará menos caro que inútiles transportes de materiales de construcción.

Este cambio va a modificar igualmente mi futuro. Cuento con ello. Ya que mi trabajo de informador por cuenta de la Sociedad comienza a fatigarme. Lo encuentro aún más cansado que el de representante. Personalmente, nunca conseguiré acostumbrarme a todos estos cambios de temperatura. Ayer mismo, visité en un solo día tres planetas para conocer los resultados de nuestra reciente venta de jabón reclamo. En el primero de estos planetas, situado al Norte de la línea Sactare, reinaba una temperatura de más de 50 grados; en el otro, hacía un frío más glacial que en los Polos de nuestro mundo; y en Birge el Remojado llovía a torrentes desde hacía ciento veinte días. Es un poco ridículo decirlo, pero cada vez vuelvo de estos recorridos con un catarro cerebral.

9 de julio.

Mi mujer me escribe que Dediurge se convierte en un planeta más y más mal frecuentado. Con las vacaciones pagadas y los viajes a precios reducidos, uno ya no sabe a qué mundo ir a pasar sus vacaciones, para estar al abrigo del populacho más y más ávido de horizontes perdidos. Incluso los cruceros a las islas más alejadas de la Galaxia se han convertido en placeres al alcance de todos los bolsillos. Y, por otra parte, tampoco acaba de gustarme el reciente snobismo que consiste en pasar sus vacaciones a algunos kilómetros de la capital. ¡Cuando uno piensa que la playa de Aubervilliers es la más elegante del país! Desgraciadamente, los precios se hallan en relación con la categoría del lugar. Y, finalmente, pese a lo que dicen los folletos de turismo, el paisaje no es tampoco tan notable.

El paisaje de Dediurge, es preciso reconocerlo, es muy diferente. Lo cual no excluye tampoco los inconvenientes. Así, según lo que me cuenta mi mujer, este año es imposible ir a la playa: la arena violeta destiñe a causa de las grandes mareas, y este color es tan corrosivo que penetra bajo la piel. Voy a escribirle que vuelva. Podría tal vez sugerirle que fuera a pasar un mes en Ostal, pero parece que la astronave de esta mañana ha intentado en vano abordar este mundo: el planeta había desaparecido completamente. ¿Tal vez se haya ido a la deriva? De todos modos, es molesto. Si recuerdo bien, este mundo nos debe aún una importante factura por el envío de cincuenta toneladas de jabón en diciembre.

15 de julio.

Decididamente, vender es un arte complejo. Y la venta del jabón aplicada a la escala del universo plantea a veces singulares casos de conciencia. Así, acabamos de comprobar que uno de nuestros mayores clientes nos encargaba jabón, no ya por razones de higiene, sino por razones vitales: para los Struges, en efecto, nuestro jabón ha reemplazado a cualquier otro alimento. Es decir, que sus pedidos de jabón sobrepasan con mucho todas nuestras posibilidades. ¿Cómo enfrentar las consecuencias de este imprevisto? ¿Y tenemos acaso derecho a vender jabón comestible? Me parece que, si actuamos así, interferiremos con el comercio de la alimentación, y nuestra intención no es en absoluto ésa. Todo ello sin contar que los Sindicatos podrían intervenir y demandarnos. En mi informe de esta mañana, propongo no enviar más jabón a los Struges. Pero ¿y si ellos deciden dejarse morir de hambre? Parece que degustar jabón se ha convertido para ellos en un placer del que no pueden prescindir. ¿Qué hacer? Todo esto me inquieta mucho.

16 de julio.

Esta semana se anuncia verdaderamente mal.

A los problemas de ayer han venido a añadirse los de esta mañana. Más graves, por otra parte. Pese a las formales prohibiciones, uno de nuestros representantes ha vendido algunas toneladas de jabón en Actrial, un planeta que los químicos se hallaban aún pasando por la criba.

El resultado ha superado todo lo que hubiéramos podido imaginar: el aire de Actrial ha hecho estallar todos nuestros jabones en enormes magmas de espuma que lo han engullido todo en sus remolinos de burbujas. Todo el planeta se ha movilizado para luchar contra esta invasión. Afortunadamente, los habitantes de este mundo son inofensivos, ya que de otro modo este incidente hubiera provocado sin duda una guerra intergaláctica.

Todo esto me recuerda la torpeza que cometimos hace dos años, cuando prospectábamos el mercado universal.

En el momento en que la venta del jabón «Todo-Infinito» alcanzaba su máximo, los jabones que vendimos a los dresos de Dresire hicieron estallar una verdadera revolución química: cuando un drese se embadurnaba los miembros de jabón, simplemente se fundía en el agua. Exactamente como el propio jabón, pero de un modo mucho más fulminante. Allí también tuvimos serios problemas. Pero la muerte de algunos millares de dreses no trajo consecuencias, ya que ninguna industria terrestre los había sindicado. Y, de todos modos, nuestra Sociedad se beneficiaba desde hacía ya largo tiempo de una reputación sin tacha. Por algo la Exposición Galáctica de 3498 nos concedió la medalla de atraza y el Certificado de Honradez Comercial.

De hecho, compruebo que, si bien mi oficio es absorbente, me siento feliz de ejercerlo y orgulloso de pertenecer a una firma que ha obligado al infinito a repetir el eco de su nombre. Considero sinceramente que la Sociedad ha permanecido siempre fiel a su divisa: «Deshonrado sea quien no haga espuma». Y esto proyectando la cifra de sus negocios más allá de las estrellas, lo cual provoca cuanto menos la admiración. Algunas decenas de fábricas en la Tierra, centenares de delegaciones y de representantes un poco por todas partes en el Universo, millares de empleados y de corredores que gravitan alrededor de este mundo moviente y espumoso. Todo esto me parece enormemente impresionante cuando pienso en ello. Y pienso en ello a menudo. En realidad, no pienso más que en ello. El jabón, la Sociedad, vender para ella, esto es mi vida. De esto también me siento orgulloso.

Y cuando pienso que, muy pronto, tendremos nuestras fábricas, no ya en la Tierra, sino en lo más profundo de la noche de las distancias; cuando pienso que seremos los primeros en lanzarnos a una nueva operación sobre estos datos revolucionarios; cuando pienso que nuestras fábricas serán realmente incrustadas en plena pasta de las materias primas de las que tenemos necesidad, y que cada minuto nos reportará millones de beneficio, me parece que podría gritar, o simplemente arrojarme a una enorme cuba llena de espuma y ahogarme en ella dejando estallar mi alegría de participar en esta maravillosa epopeya.

20 de julio.

Una epopeya cuyo prólogo termina ya.

Mañana, en Draguero, en un paisaje viscoso y goteando materia grasa, nuestras fábricas, reconstruidas en tiempos récord, fabricarán sus primeros jabones. Este jabón, en homenaje al planeta, recibirá el nombre de «Draguet». A título de publicidad, lo arrojaremos gratuitamente a los cuatro rincones del infinito. Después, lo venderemos. Y, en un año, habremos anulado a todas las demás industrias de jabón del universo. Nosotros seremos el jabón. Nosotros seremos, nosotros enjabonaremos. Entonces pediré un aumento. O más bien una plaza en un despacho. Ya que estoy cansado de viajar.

Sí, realmente, mi decisión está tomada: no viajaré más. Los viajes son demasiado rápidos. Uno apenas ha tenido tiempo de partir, y ya ha llegado a alguna parte. Después, inmediatamente, es preciso volver a partir. ¿En qué dirección? Ni siquiera lo sé. A fuerza de hacer millones de kilómetros en el espacio, termino por tener la impresión de permanecer sin cesar en el mismo lugar.

Envidio verdaderamente a aquellos que, en la Tierra o en alguna de nuestras sucursales, trabajan en las oficinas. Ellos se quejan de aburrimiento. No conocen su gran suerte: tener tiempo de aburrirse. ¡Qué sueño! Yo no dispongo de este tiempo, no tengo en absoluto este tiempo. Me hallo fuera del tiempo. Estoy en el espacio. Vivo en un mundo de una sola dimensión: la de la velocidad. ¿Pero dónde voy? Ni siquiera tengo tiempo de preguntármelo. Es preciso que esto termine. Cuando haya terminado nuestra campaña de lanzamiento, pediré una plaza de contable en la Tierra o tal vez en las fábricas de Draguero. Me gustaría mucho seguir de cerca la gestación de este nuevo mundo comercial. Convertirme en un pionero, pero en un pionero de las oficinas. Ser investigador de mercados como yo es una aventura. Y ya no me gusta esta aventura. Una aventura inútil por otra parte, ya que no es peligrosa: nadie ha muerto nunca en un viaje interplanetario. Los riesgos son nulos, todo el mundo lo sabe. Y partir con destino a otro mundo es tener la seguridad de desembarcar en él.

Esperando, mi mujer también acaba de desembarcar. Ha vuelto, decepcionada, de Dediurge. El sol de allá abajo la ha enverdecido ligeramente. Y uno de los niños ha cogido la pillicarsa, enfermedad muy común en Dediurge. Esto representará nuevos gastos. Como si las vacaciones no costaran ya bastante caras sin esto. Y la semana próxima debo renovar mi abono a «Todos-Planetas». Sin olvidar la nota de amistare que va a llegarnos de un momento a otro.

2 de agosto.

Millones de jabones «Draguet» salen actualmente de nuestras fábricas en Braguero.

Es un éxito total, sin precedentes. Dos fábricas de la competencia han debido cerrar sus rejas y sus puertas. Proponemos un jabón más graso que todos los demás a un precio que nadie puede competir.

Uno de los investigadores de mercados que trabaja bajo mis órdenes acaba de sugerir una nueva idea a la dirección. Una idea lo suficientemente sensacional como para provocar un nuevo descenso en nuestros precios de venta: en lugar de emplear en Draguero obreros que tenemos que exportar de nuestro mundo, ¿por qué no emplear en nuestras fábricas a los indígenas de Draguero? Por un lado, estos indígenas se hallan todos disponibles, ya que nadie trabaja en Draguero; por otro lado, nos será fácil conseguirlos a bajos precios, mientras que tenemos que ofrecer a nuestros obreros un salario bastante elevado, sin contar las primas de desplazamiento, las vacaciones pagadas, y las diversas compensaciones a cambio de su exilio voluntario.

Apunto esta sugerencia con entusiasmo. La apoyaré y la defenderé.

El futuro me parece que se halla contenido en esta proposición llena de audacia y de buen sentido.

6 de agosto.

La Sociedad, lo sabía, gusta de la audacia y del buen sentido. Tenía razón al otorgarles mi confianza: la proposición ha sido aceptada por unanimidad.

Según un programa matemáticamente establecido, poco a poco, los indígenas de Draguero reemplazarán a los obreros venidos de la Tierra y, de aquí a algunos meses, serán los únicos que trabajarán en nuestras fábricas, bajo la vigilancia de algunos hombres.

Sólo queda un punto que debe ser examinado de cerca: cómo transformar a los dragueranos en obreros. Los dragueranos son en efecto seres muy notables por su indolencia atávica, sorprendente para nosotros. Viven a un ritmo de grandes babosas, de modo que se puede considerar que se parecen muy de cerca a su mundo natal: enormes masas adiposas de miembros fofos y descoloridos, con minúsculas cabezas que parecen caer en picado en una avalancha de gelatina... así se presentan los dragueranos que, en el estado actual de las cosas, no pueden moverse más que al ralentí. Es preciso admitir que, incluso si debieran llevar a cabo un acto tan simple como el de coser un botón, este acto les demandaría al menos dos días. Pero la Sociedad no se ha detenido en estas consideraciones. Conoce su fuerza. Por otra parte, tiene confianza en el hombre, el cual, desde hace siglos, se ha visto en muchos otros problemas semejantes y siempre ha demostrado ser un educador de primera clase, algo así como un esclavista al que es imposible resistirse.

Inútil dudarlo: de buen grado o por la fuerza, en un mes o en algunas semanas, los dragueranos trabajarán para nosotros, como nosotros, con nosotros, muy pronto en vez de nosotros. Aprenderán. O reventarán. Sólo importa un hecho: tenemos necesidad de ellos. Una necesidad urgente por razones de economía, es decir, razones esenciales. Esto, más que todo lo demás, es lo que hace y hará la ley.

Desde mañana, los dragueranos serán conducidos a nuestras fábricas. Serán encuadrados por hombres escogidos, que les indicarán cómo moverse, avanzar, retroceder, actuar y reaccionar. En los primeros días, balbucearán solamente gestos larvarios. Dentro de una semana, los realizarán con vacilación. Pero dentro de un mes se habrán vuelto eficientes. Y quizás, en un futuro muy próximo, se convertirán en especialistas o virtuosos.

Lo sabemos. Otras razas se nos han resistido. Otros pueblos han rehusado imitar nuestros gestos. Algunos han muerto a causa de este rehusar, otros nos reemplazan ahora.

Y yo, dentro de un año, la dirección acaba de comunicármelo, seré transferido a Draguero y ejerceré allí las funciones de jefe contable.

20 de agosto.

Mil obreros acaban de ser repatriados de las fábricas de Draguero. Parecen contentos de volver a la Tierra ya que, según sus afirmaciones, el clima de Draguero tiene algo de rezumante que debe ser muy desagradable de soportar. Afortunadamente, los dragueranos quieren trabajar en nuestro lugar. Actualmente, dos mil dragueranos han sido contratados y con una violencia que les ha debido hacer comprender que no habíamos ido a su mundo para admirar el paisaje o para hacer allí algunas disertaciones. Todos han sido encaminados a un centro de reeducación edificado rápidamente y, desde allá, serán arrojados a un centro de aprendizaje, y después a las máquinas de las fábricas.

Han sido dadas órdenes a nuestras fábricas para que doblen la productividad. El éxito que conoce el jabón «Draguet» es tal que las salas de cine nos suplican que les hagamos publicidad y todo ello sin exigir un céntimo. El museo del Louvre nos ha pedido una pastilla de «Draguet-Lujo» para colocarla en una vitrina en una sala reservada a las colecciones particulares. Una gran firma americana nos compra los derechos de la historia del «Draguet» para hacer con ella un film. Centenares de actores nos escriben para pedirnos que digamos al mundo que ellos no emplean más que nuestro jabón. Los ejércitos llegan a preguntarse si la verdadera arma secreta del futuro no será nuestro jabón. Entramos en la era atómica de la burbuja de jabón. Pensamos por otro lado, a título publicitario, en lanzar una bomba de espuma por encima de la capital.

1 de setiembre.

Jabón. Necesitamos jabón. Toneladas, miles de toneladas más de jabón.

Podríamos vender diez veces más de lo que vendemos actualmente pero, ¿cómo hacerlo? Tenemos clientes hasta el infinito, pero nos falta jabón. Cada hora cableamos órdenes y pedidos urgentes a nuestras fábricas en Draguero. En vano. Debemos admitir que nuestras fábricas no consiguen seguir nuestro ritmo de venta. A decir verdad, no conseguimos superar el potencial de productividad alcanzado en los últimos meses.

Enviamos hacia Draguero un batallón de obreros especializados puesto que, por lo que sabemos, muchos especialistas son acaparados por su misión de educar a los dragueranos. Misión que se evidencia delicada, por lo que creemos saber. Los dragueranos aprenden poco, mal y lentamente. No se nos resisten, nos escuchan, nos siguen. Son dóciles, pacíficos y sumisos. Pero no hacen ningún progreso. Son siempre tan lentos, tan torpes. Permanecen en el estado larvario de la eficacia cero.

Pero esto cambiará. Nada puede quebrantar nuestra confianza. Nuestro sol es un jabón. Y, a fuerza de repetirlo, terminaremos incluso por hacer admitir al mundo que es un jabón lo que lo ilumina.

20 de setiembre.

Por primera vez desde hace diez años, vamos a tener un vencimiento difícil a fin de mes. Nuestros gastos han sido considerables en estos últimos tiempos y nuestras fábricas, es preciso reconocerlo, no dan el rendimiento deseado. Sin duda aún no se hallan bien encajadas, y el cambio de latitud no las beneficia. Y además, los dragueranos llenan cada día los centros de reeducación sin hacer ningún progreso. Su problema se hace cada vez más inquietante. Actualmente enviamos incluso armas hacia Draguero. Si la suavidad no es suficiente, la violencia hará el resto.

Estamos estudiando igualmente el enviar capataces de choque, grandes primates de puños lo suficientemente sólidos como para imponer su ley. ¿Deberemos acudir realmente a una movilización en el seno del personal, mientras nadie sueña siquiera en una guerra en este momento?

Si es necesario, acudiremos a ello.

30 de setiembre.

Ni siquiera la violencia es suficiente.

En Draguero, hemos fusilado en vano a decenas de dragueranos a título de ejemplo. Los supervivientes asisten a la masacre sin reaccionar y sin ningún signo de rebelión. Las amenazas no les incitan a trabajar más aprisa.

Dicho esto, la situación es crítica: en Draguero, nuestras fábricas fabrican tres veces menos jabón del que fabricaban en la Tierra. Hemos movilizado sin embargo a varios miles de obreros más.

¿Qué es lo que ocurre?, hemos terminado por preguntarnos.

15 de octubre.

Acabo de volver de Draguero. Se me ha enviado allá en misión confidencial, con la orden de redactar un informe general de la situación.

La situación es asombrosa, es inútil disimularlo.

No hemos conseguido absolutamente nada de los dragueranos. No son ni menos blandos que antes, ni más hábiles, ni menos lentos, ni más eficaces. Siguen siendo lo que habían sido siempre, esculpidos para la eternidad en su gracia y en su indolencia. Por otro lado, sin embargo, han comprendido lo que nosotros exigíamos de ellos. Se han vuelto puntuales y, desde las ocho de la mañana, se dirigen hacia las fábricas. Se ponen a trabajar. Pero a su manera, como si tuvieran un siglo ante ellos para terminar de esbozar un simple gesto.

Esto es un hecho, pero hay otro aún mucho más grave: no ha ocurrido que nosotros hayamos reeducado a los dragueranos, sino que, por el contrario, han sido ellos quienes nos han reeducado a nosotros. Así es. Los obreros y los capataces, los responsables y los educadores, todos ellos han terminado por doblegarse al ritmo de los dragueranos. Lo adoptan poco a poco. Toda la fábrica y su personal, todo el conjunto se diluye inexorablemente en un ambiente que podría ser el del interior de la ventosa de una monstruosa babosa. Todo participa en esta lenta deglución: el clima lleno de náusea y de pesadez, la grasienta humedad de este mundo, la inexorable y calmada presencia de los dragueranos dedicándose a los trabajos más urgentes con la ligereza húmeda de grandes larvas.

¡¡¡Socorro!!! Ésta es la única conclusión que es aún válida. Socorro, resbalamos. Resbalamos al ralentí en un mundo de saliva, de parásitos y de barro abstracto que es sin duda el fondo invisible de las grandes profundidades. Resbalamos en la inercia atávica de un mundo que no es más que recusación, silencio e interminable digestión.

Nuestra Sociedad de jabón amenaza con fundirse irreductiblemente. Adelgaza. Ya no se ve de ella más que una pequeña punta de jabón.

Es preciso actuar. ¿Pero cómo?

19 de octubre.

Hemos actuado.

En vano.

Hemos enviado un contingente de obreros de primera clase hacia Draguero. Los hemos enviado para que reemplacen a todos los dragueranos empleados en nuestras fábricas y a todos los obreros recientemente contaminados por los dragueranos.

Una solución tan lógica. Pero este relevo no se ha efectuado, no se efectuará nunca. Los obreros de Draguero han empleado las armas que nosotros mismos les habíamos enviado. Han acogido a los recién llegados con fuego y metralla. No ha habido un solo superviviente.

Este mundo los ha captado. Se han convertido en seres de este mundo. En pocas semanas, se han convertido en dragueranos de adopción. Ya no quieren abandonar su mundo, su fábrica, su trabajo, su jabón que deben fabricar. Se han defendido para permanecer en su lugar. Se defenderán hasta el último de ellos, con todos los recursos de la violencia.

Y continuarán viviendo, trabajando.

Para la Sociedad. Para hacer del jabón un objeto de primera importancia.

Tal vez se han sentido obsesionados por la certitud de una misión que hay que cumplir. Y que cumplen. Pero a su manera. Y esto durará sin duda hasta su muerte.

30 de octubre.

Nuestras fábricas de Draguero siguen funcionando.

Antes, recibíamos un informe todos los días. Actualmente, no recibimos más que un solo informe cada mes. Porque es preciso tiempo para hacer este informe. Tiempo para meterlo en el sobre. Después tiempo para pegar un sello. Para llevarlo al correo. Para comunicarse que ha sido hecho, redactado, franqueado y enviado.

Recibimos igualmente jabón.

Acabamos de recibir una caja de pastillas de jabón.

Están siempre muy bien hechas, bien redondeadas, bien perfumadas, bien acabadas. Verdaderas pastillas de jabón que han hecho nuestra gloria, nuestra fortuna y nuestra quiebra.

Había veinte pastillas de jabón en la caja.

Ésta es toda la producción de este mes de octubre.

Recibiremos las facturas y las notas de gastos sin duda dentro de algunos meses. Cuando los contables hayan hecho sus adiciones y sustracciones.

Nuestras fábricas trabajan a pleno rendimiento. Tal vez, allá abajo, hagan incluso horas extraordinarias. No queda excluido el pensar en que trabajen incluso por la noche. Han aprendido a trabajar. Lo saben. Lo afirman.

Y cada día, probablemente, nuevos habitantes del planeta Draguero piden entrar a trabajar en la fábrica. Y también trabajan. Para nosotros. Con nosotros. Lo hemos conseguido. Sabíamos que debíamos conseguirlo. ¿Hemos fallado alguna vez en alguna cosa?

28 de noviembre.

Esta mañana hemos recibido el jabón del mes.

Iba embalado en una pequeña cajita hecha a la medida con el mayor cuidado. Cuantas jornadas de intensivo trabajo habrá debido costar la fabricación de esta cajita. Y de qué modo confirma el gusto hacia el trabajo geométrico, bien acabado, lentamente meditado, lentamente terminado hasta en sus menores detalles.

Una pastilla de jabón por todo un mes.

Hemos realizado lo imposible: la industria se ha convertido en una de las bellas artes. Nuestra industria pesada toma altura y alcanza sus más altas cimas. Somos la gratitud, la belleza, el gesto, lo absoluto: diez mil empleados trabajan de ocho a seis para fabricar una pastilla de jabón. Y esto a millones de kilómetros de su lugar de residencia.

Ya no hacemos jabón. Hacemos el jabón. El jabón, en un solo ejemplo. Como un objeto de arte que exigiera no un solo creador, sino miles de pequeños creadores parasitarios, pesadamente, calmadamente obsesionados por el trabajo de cincelar.

Nuestro próximo jabón nos llegará tal vez en Navidad. Podremos pagarnos un árbol que domine la ciudad y colgar en él, de la rama más alta, nuestro jabón.

A menos que llegue demasiado tarde para Navidad. En este caso, podremos esperarlo para el primero de enero. O para la Navidad del año próximo.

Pero, algún día, llegará.

Tal vez en un siglo futuro. Pero seguramente llegará.

Tenemos nuestras fábricas, nuestro personal, nuestra organización, nuestra sociedad anónima. Y sobre todo ello nuestra conciencia profesional. Nuestra voluntad de fabricar jabón. Aunque no sea más que una sola pastilla de jabón por cada milenio. Pero de todos modos será jabón.