UILOVYÚ
Se habían vuelto a ver platillos volantes. Algunos periódicos se burlaban de ello, otros hablaban del asunto a boca llena: nadie los tomaba realmente en serio. Pero los platillos volantes no eran más que un tema de conversación, como la moda o la política. Se continuaban lanzando bombas y propulsando cohetes al espacio. Innumerables satélites giraban alrededor de la Tierra en círculos más y más ceñidos. Como de costumbre, algunos predecían el fin del mundo, otros el nacimiento de la Ciencia, y una densa minoría se callaba, pero no pensaba en ello menos que los demás.
De hecho, no ocurría nada especial. Se luchaba y, sin embargo, no era la guerra. No debía hablarse de la guerra.
Make love not war!
Hombres y mujeres jóvenes, llevando pancartas, con flores prendidas en los cabellos, invadían las calles, se estacionaban en las plazas y declaraban que:
La solución de los problemas reside en la marihuana y que era preciso:
¡Amarse los unos a los otros!
Los profetas de dudosa higiene nacían, hablaban, predicaban, se cubrían de flores, de pétalos de rosas, de mugre y de perfumes de Arabia, y morían con el polvo de la droga pegado a sus narices.
Era un inmenso jardín rodeado de altas verjas. En la entrada había taladradores-centinelas con hopalanda rosa bajo la cual se ocultaban silbatos, granadas y pistolas automáticas. Con grandes sonrisas, hacían entrar a la gente en el parque rodeado de verjas electrificadas.
Encima de la entrada del jardín se había instalado una imponente pancarta luminosa donde se inscribían estas palabras:
Y la perfumada multitud, sonriente, dócil, entraba en la cola uno tras otro.
Se llamaban entre sí: «hermano mío, hermano mío, amor mío, amiga mía...», y se ofrecían frascos de droga y cigarrillos de Mari-Juanita.
—¡Chupad, fumad, bebed, veréis un mundo de todos los colores!
Algunos músicos tocaban la gaita bretona, la balalaika, el sarrusófono y el címbalo turco. Algunas jóvenes danzaban, giraban, caracoleaban, y grandes perros-rabiosos-domesticados huroneaban entre los setos vivos. Las fuentes refrescaban el aire, lanzaban ondas luminosas, y grandes globos abigarrados salían disparados hacia el cielo, estallaban y hacían llover chaparrones de flores. Las orquestas sincopaban miles de aires, rechinaban rítmicas plegarias, retransmitidas por altoparlantes, y, en los podiums, unos hombres vestidos a la oriental hablaban calmadamente del imperio del sueño y de la dinastía de los Padres Asombrosos:
¡Dejadnos soñar!
¡Ya que nosotros QUEREMOS amar, soñar, cantar, bailar!
¡Queremos coger adormideras blancas
en el reino del sol naciente,
en el reino de los sueños innombrables!
¡Queremos respirar con nuestras bocas, nuestras narices, nuestra piel,
quedemos coger rosas en el valle del Cedrón,
en el valle de las delicias eternas!
¡Ya que nosotros nos amamos,
ya que nosotros OS amamos!
We love yon! ¡Uilovyú!
¡Amamos al mundo entero!
Amaban al mundo entero, pero el mundo entero les dejaba coger flores con una sonrisa entendida. Y, mientras que las bombas de jazmines estallaban por encima del Jardín de Edén, las bombas de napalm explotaban sobre el sombrío jardín terrestre. Era una muy notable diferencia.
Una montaña de flores cortadas se erguía en el centro del inmenso cuadrilátero de verdor. Hombres y mujeres se arrastraban en el interior, se buscaban; y cuando se encontraban, se hacían comprender que se amaban, y se amaban. Era un método simple e inmediatamente comprensible.
A los sones de un orfeón henchido de aceites aromáticos y tocando múltiples instrumentos exóticos, decenas y decenas de parejas se dedicaban a interpretar expresivas danzas de llamativo erotismo.
¡Todo está permitido! Mejor, mucho mejor: ¡Ya nada está prohibido!
Puesto que, puesto que, puesto que, ¡nos amamos, os amamos, el mundo es una flor, una sola, grande, inmensa flor, una flor de los colores del mundo!
Magos que se pretendían de Nínive o de Babilonia desenrollaban largos pergaminos horoscópicos y clamaban la verdad a la multitud. Hablaban de la Inevitable Victoria de los Elegidos sobre los Filisteos, pero no llegaban nunca a revelar la identidad de los unos y de los otros. Preconizaban una gran guerra a golpes de rosas y de jacintos, entre las almohadas, la hierba fresca y el heno cortado, en enormes volutas de jazmín. Después sacaban de su zurrón interminables pipas y modelaban entre sus dedos bolitas de opio.
—¡Fumad, fumad, fumad el buen Chandoo! ¡Fumad el misterio de la vida! ¡Fumad el Amor, fumad el orgasmo! ¡Huid, huid! ¡Fundios en el Amor Universal! ¡Convertios en soles, convertios en girasoles en el espacio, fundios en el Gran Sueño Universal! ¡Convertios en abejas de cristal en la corola gigante del cosmos! ¡Hermanos, hermanas, mis bellos amores rojos!
Los jóvenes hacían las rondas, los ojos maquillados, los labios pintados, y susurraban entre sus blancos dientes de lobos amaestrados: «¡Uilovyú!, ¡Uilovyú!» Tendían sus grupas como hermosos arcos de marfil y hacían saltar alrededor de su flexible nuca collares de pétalos de una resplandeciente blancura. Su orquesta estaba formada por arpistas y flautistas de Pan, y estaba dispersa en un parterre de rosas sin espinas. «¡Uilovyú!, ¡Uilovyú!», cantaban tercamente.
Eran las cinco de la tarde, las cinco de la tarde de un día parecido a no importa qué otro día de la Tierra.
Hacía balancear su cabeza y se dejaba arrastrar por los movimientos del Pequeño Tren del Amor que serpenteaba gentilmente arriba y abajo del Jardín de Edén. Había pasado un brazo alrededor de los hombros de su vecina y miraba al frente, mientras sorbía con aplicación su cigarrillo de cáñamo picado.
Cuando el Pequeño Tren del Amor terminó por detenerse, su vecina declaró: «Te amo y volveré a encontrarte ahora mismo...» Sabía bien que esto era un modo de hablar, ya que ahora mismo no quería decir absolutamente nada. La miró alejarse, la fotografió discretamente con el pequeño aparato tan eficazmente disimulado en un botón de su chaqueta de cuero rojo y, después de un corto momento de vacilación, arrojó su cigarrillo de marihuana antes de cambiar de sitio la flor blanca que ornaba sus cabellos, ya que le estaba pinchando con insistencia el lóbulo de la oreja. Inmediatamente después, se hundió en una muchedumbre de adoradores de ídolos en forma de desnudeces consteladas de botones de rosas. Había allí material para escribir un buen artículo, muy copioso, tomado en sus propias fuentes. Algunos poemas también, pero eso vendría luego, para él mismo y cuando llegara el momento. Las estrofas contrastadas con nuevas consonantes eran algo viejo para él, pero los editores le aseguraban que existían otros cientos de oficios mucho menos peligrosos y mejor remunerados que la literatura...
La cabeza le daba ligeramente vueltas a causa de la droga que acababa de inhalar. Hacía tiempo había tromboneado también el buen jazz de los buenos tiempos en las recogidas caves claroscuras y apreciado los maleficios de Oriente a través de la nariz y la barba de la Terrible Brigada de Estupefacientes. ¡Pero hoy, naturalmente, era otra cosa! Todo se había vuelto mucho más tolerante. La tolerancia estaba reglamentada, aparentemente de forma obligatoria. Y decir que... la cabeza le daba vueltas... antes se atrevía la gente a llamar negro a un negro. Sin embargo, aquellos eran, pese a todo, buenos tiempos. Con el humo espeso como el puño en las caves donde lanzaban sus estridencias las trompetas y los saxos, donde retumbaban los palillos sobre las tendidas tripas de las cajas de resonancia; con los charlestones relucientes como focos.
Love. Amour. Liebe. Amor. Amore: En todas las lenguas del viejo y del nuevo mundo. I love you. Tu m'aimes? Wir lieben Euch!
Pero como no había treinta y seis maneras de probarse concretamente el desbordante afecto, uno se abrazaba a cualquier otro a la ventura, prestando atención al mismo tiempo a dónde ponía los pies.
Amor, amor, y arroyos de flores a los Pies de Buda y de Apolo, Mississippi y Guadalquivir olorosos alrededor de las estatuas contorsionistas. Y la exhibición de una multitud ávida de desaparecer en sus sueños para olvidar que de un instante a otro el mundo, sin más, podía desvanecerse en simple humo.
Se acercó al borde de la piscina. En el aire flotaba un perfume suave, indefinible. Cuerpos desnudos se agitaban en el agua, y le pareció que las olas eran de una blancura inaudita espolvoreada del bronceado de los cuerpos que se relajaban en ella. ¡Qué fiesta! Una fiesta de ocre entre la blancura de las flores de lis esparcidas en la superficie del agua, miríadas de flores de lis formando una corteza de alabastro, lis que simbolizaban imitándola una virginidad ausente, borrada del programa. Algunos efebos lanzaban gritos de excitación, saltaban, brincaban entre ramos húmedos mezclados con corolas despanzurradas. Recibidos por sus hermanos, chapoteaban en una especie de pánico, dejándose asustar por manos llenas de amor. Las flores de sus cabellos caían como símbolos e iban a mezclarse con las innumerables flores que recubrían el agua de la piscina. Mujeres desnudas se arrojaban al estanque perfumado, brazos y piernas extendidos, volvían a la superficie entre forzadas risas, dedicándose a inmediatas caricias.
Hizo algunas fotografías, discretamente, preguntándose hasta qué punto le gustaba o le disgustaba lo que veía, y se alejó con un pensamiento hacia aquella que le había dicho: «Volveré a encontrarte ahora mismo...»
Comenzaba muy suavemente a sentirse triste, viejo e incluso un poco desplazado. Un cosquilleo repentino le recordó que la flor se mantenía mal que bien entre sus cabellos. La tomó entre dos dedos, la metió en su boca. Tomó un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta de cuero, un cigarrillo completamente inocente que metió en lugar de la flor y que encendió mientras esperaba. En el momento de exhalar la primera bocanada, sintió una mano en su hombro y oyó a alguien murmurar:
—Pon una flor en tus cabellos, hermano, pon una flor en tus cabellos...
Al volverse, descubrió un rostro afeminado muy cerca del suyo.
—Sí, sí —dijo, con un aire taciturno.
El otro acentuó su sonrisa y le colocó un botón de rosa en la mano.
—Te quiero —arrulló.
Los hombres de la hopalanda rosa, con la frente ceñida de coronas de dalias estrictamente cortadas con una navaja, circulaban, con el rostro decorado por una suave sonrisa. Tenían a todo el mundo bajo su vista, y consultaban el reloj de tanto en tanto. En el cielo, el sol comenzaba a enrojecer, semejante a una desmesurada amapola. Febo Apolo se complacía en los juegos de una nueva juventud. Era un hecho: el tiempo era extrañamente agradable.
Ahora había llegado la hora de la comida. Aquellos que tenían aún fuerzas para agitar sus mandíbulas se habían reunido en grupos. Se comía a la romana, blandamente tendidos en la hierba, apoyados sobre un codo, se chupeteaban olivas confitadas, fresas sumergidas en alcohol y barquillas de carne sazonada con pimienta bajo el sol más y más escarlata. Los magos habían dejado de predicar, se extendían como grandes crisantemos entre el verdor, y se dejaban acariciar por las mujeres y por la gastronomía. Nubes de perfume ascendían hacia el cielo, y el vuelo tardío de los insectos oscilaba por encima de las cabezas de los comensales. Las manos y las bocas se extraviaban.
Eran las ocho.
Tendido en la hierba, con un cigarrillo de marihuana colgando en el extremo derecho de sus labios, miraba a la luna ascender lentamente por la bóveda celeste. La luna, sin embargo, a despecho de sus esfuerzos de imaginación, no tenía nada en común con una flor. Se mantenía recta y severa en el espacio y, lejos tras ella, llegaba un cortejo de nubes negras. Saltaban como un conejo en la lucerna de sus sueños. Medio alegre, medio triste. Lejos, nació un zumbido, tal vez un murmullo de palabras, no sabía aún nada de él. Sin duda su cabeza se escapaba, abandonaba su cuerpo, huía persiguiendo a las nubes, a la luna. Sin duda su cabeza suspendida a un invisible hilo y proyectada hacia arriba en la noche universal le miraba dormitar, un cuerpo decapitado vomitando bocanadas de humos estupefacientes. Era algo sin importancia, casi nada, nada, nada tenía importancia. Nada salvo aquel humo.
Los hombres de la hopalanda rosa constataron que todo el mundo, ahora, se mantenía bien tranquilo, que las cosas iban a su ritmo, que la vida seguía su curso, y que todos y todas se amaban muy tiernamente. Avanzaron a paso de lobo en los senderos silenciosos, verificando su cronómetro. No podía haber ninguna duda al respecto: eran las diez y media de la noche.
La noche se mostraba excepcionalmente suave y la suavidad de las flores ascendía por todos lados, deslizándose en el aire con una insistencia de mujer enamorada. Era casi empalagoso. La luna, por un momento, se había sentado en el cielo y miraba a la Tierra.
Hacía buen tiempo, hacía calor. El mundo se acunaba en la bondad, en el silencio, en el humo de la marihuana. El mundo se acunaba en un sueño de flores y de gracia, se acunaba pese a todo entre las verjas electrificadas.
Su mano se posó en la hierba y fue a encontrar desgraciadamente la punta encendida del cigarrillo que acababa de arrojar a todos los diablos. Lanzó un grito de dolor y fue esto lo que lo despertó.
—¡No estoy aquí para soñar!
No, estaba allá para escribir un artículo periodístico, para decir lo que había visto, y para hacerlo de tal modo que todo aquello fuera impreso en letras de molde. Un vago desagrado lo sobrecogió. Las cosas buenas, ya se sabe, tienen un fin. Se dio cuenta finalmente de que era de noche, de que la luna estaba en primera fila y que ya era tiempo de abandonar el recinto de la fiesta. Se sentía triste, pero tal vez no fuera más que la melancolía que se apodera de uno al terminar una hermosa jornada cuando se ignora de qué estará hecha la mañana siguiente. Cuando volvió a hallarse de pie, fue para comprobar que se encontraba entumecido y que sus piernas ya casi no formaban parte de su persona.
—¡Oh, la, la, la, la... —se puso a canturrear con un soplo de voz, con la persistente impresión de caer hacia atrás—. Demasiado alcohol, demasiada droga...
Sí, sí, se dijo, ya sé: ellos no quieren oír hablar más de guerra. Lo que desean es que se les deje tranquilos. Es necesario que escriba todo esto en mi artículo... Lo que ellos quieren es no oír hablar más de nada: ni de responsabilidad, ni de cuchilladas en el vientre, ni de bombas de napalm, ni de bombas A o H; ¡quieren que cada día de la semana sea domingo! Sí, comprendido, pero ¿qué es lo que esto quiere decir exactamente? ¿No es demasiado simplista el hacer el papel de un avestruz que hunde su cabeza en la arena roja de la L.S.D.? Sí, ya sé, ya sé, todo esto es cierto y el resto también, pero he venido aquí para escribir un artículo y no para dejarme convencer por sus peroratas... y además, por otro lado, ¿acaso no son todos ellos oficialmente ridículos? Cuando yo era joven, un chico con futuro, ¿qué es lo que hice? ¡Cuando martilleaba mis sueños sobre una piel de asno, no soplaba mis pesadillas en largas flautas de oro!
Cayó de rodillas en la grava del sendero, vio girar las bajas ramas de los árboles alrededor de su cabeza llena de ruido y de rumores confusas. Nunca hubiera creído que unas cosas tan estúpidas como unas ramas de árbol pudieran girar a tal velocidad, moverse con tal velocidad. Cuando hubo encontrado finalmente de nuevo su equilibrio, se puso otra vez en marcha muy en medio del sendero, orientándose por los oscuros huecos a la derecha y a la izquierda. Aquel jardín ya no era el paraíso terrenal, sino un oscuro dédalo de vegetación. Tal vez el viejo laberinto del rey Minos con un minotauro mecanizado acechando tras un oscuro seto... En lugar del monstruo esperado surgió un gran perro que se detuvo un instante, lo olisqueó un poco y después desapareció entre los arbustos. Visiblemente, el animal no compartía la teoría general sobre el afecto universal. Se cruzó con un hombre de hopalanda rosa y lo saludó: «Buenas noches, hermano», obteniendo a cambio una blanda sonrisa: «Paz y amor, hermano»; y ambos prosiguieron su camino.
Los hombres vestidos con hopalandas rosas habían terminado casi su trabajo. Llegaban al término de una dura jornada, pero ahora podrían volver a su casa, contar un montón de historias a su mujer cuando los niños se hubieran acostado. Y habría tema para alimentar la conversación en las largas noches de invierno.
Una nueva noche en la interminable noche del mundo. Y mañana, mañana, un nuevo día. Nada más que un día como los otros, con los platillos volantes y las deflagraciones nucleares A o H, nuevos satélites, tal vez un cohete en la Luna o un cosmonauta en las arenas de Marte; con predicciones diversas y diagnósticos contradictorios sobre el futuro y sobre el estado de salud de la Tierra.
Los hombres de hopalanda rosa se apresuraban...
Una gran nube olorosa de perfumes de flores y de drogas flotaba sobre todo, y de pronto comprobó que ya no veía más que un rincón del cielo y que lentamente las estrellas se borraban del firmamento, como si espesas nubes o una cortina desmesurada cubrieran poco a poco la cara de la noche con una noche más negra aún.
Entonces le invadió el pánico y echó a correr, buscando la salida. Se equivocó dos o tres veces de camino, hasta el momento en que divisó la verja en la lejanía. Unos personajes de color rosa estaban a punto de cerrar las puertas.
—¡Hey! —gritó—. ¡Hey!
Los hombres vestidos de rosa interrumpieron sus gestos y lo miraron apresurarse hacia ellos.
—¡Quiero salir!
—Nadie puede salir.
—Pero... ¡quiero salir!
—¿Tiene usted un pase?
—Soy periodista y...
—¡Carnet de prensa! —ladró uno de los guardias. Registró sus bolsillos... en vano.
—Perdido, he debido perderlo... oh, Dios mío, Dios mío, escúcheme, le juro...
—¡Ya basta! —dijo uno de los centinelas secamente—. Usted forma parte de esos degenerados. ¡Es inútil que insista!
Cerraron la verja y se alejaron. Quiso arrojarse contra la puerta de hierro, pero se detuvo en el último momento cuando se dio cuenta de que los hombres de la hopalanda rosa llevaban todos ellos guantes y botas de caucho de un significativo grosor.
—¡Ah, cochinos, cochinos!
¡Era preciso hacer algo, despertar a los demás, explicarles que la trampa estaba a punto de cerrarse sobre ellos! Se puso a gritar en la noche:
—¡Despertaos, despertaos! ¡Mirad el cielo! ¿No veis que nos han encerrado bajo una cúpula? ¡Su tolerancia! ¡Qué cuento! Despertaos...
Pero todos estaban dormidos, todos ellos, beatos y confiados, las narices dilatadas, palpitantes en la noche perfumada, los ojos pegados por la midriasis de la droga. Solo los perros-rabiosos-amaestrados aullaban, le aullaban a la muerte, le aullaban a la luna aún visible, pero a la que un velo opaco cubría poco a poco.
—¡Nunca más, nunca más saldréis de aquí! ¡Cretinos! ¡Queríais partir, escapar, evaporaros... Estáis servidos! ¡Respirad, respirad profundamente, respirad a pleno pulmón, a plena boca, con todos los poros de vuestra epidermis! ¡Inspirad! ¡Respirad!... ¡Pero despertaos, por Dios!
Sin embargo, todos dormían demasiado bien, y galopaban tras los bisontes policromos en los territorios de caza limitados de sus sueños.
Cuando la luna desapareció completamente y la noche tomó un tinte lechoso, los perros dejaron de aullar y un silencio aterrador se apoderó de todo.
Después...
Una fuente glogloteó, los chorros de agua cayeron, desaparecieron, y en su lugar empezó a escaparse una humareda lila. Una densa bocanada de humo lila, como una última flor largamente expandida, del color de las hermosas y peligrosas digitales. Digital... ¡digital!
Y después ya no hubo nada, nada salvo el silencio y el domo que brillaba vagamente en la noche.