LA CIUDAD EN EL CIELO

Pierre Versins

Estoy obligado a confesarlo: ella nunca me ha querido, me ha rechazado con todo su vigor y por todos los medios. Al principio creí en una sucesión de coincidencias, después imaginé que era un error, un monstruoso error como el que sólo se presenta en las más horribles pesadillas, y que hubiera hecho de mí un réprobo, un personaje repugnante; de hecho, aún no he decidido si soy realmente un personaje repugnante, pero he tenido que rendirme a la evidencia: ella me odia, y es tan solo mi presencia la que le ha hecho retraerse, qué digo mi presencia, mi aproximación tan sólo, mi olor tal vez, o simplemente mi vista. No puedo expresar mejor el sentimiento, la sensación que debe apoderarse de ella desde el momento en que estoy allí: debe parecerse a una idea de inmunda violación, con imágenes horribles o algo aproximado. Debo hacer notar que si bien no soy bien parecido tampoco soy feo, que no soy ni malvado ni mezquino aunque no posea una caridad infusa, y que llevo lentes, pero que hay otros que se parecen a mí como hermanos, llevan también lentes, y que ellos le son agradables mientras que rehúsa todo contacto conmigo. ¡Es inimaginable! Es probable que no comprenda nunca la razón por la cual ella actúa así en lo que a mí respecta. Pero estas pocas páginas permitirán sin duda a otro distinto a mí ver más claro en todo ello, y es la única finalidad que me mueve a alinear estas palabras, ya que no puedo admitir que mi situación sea única en el mundo, y tengo la esperanza de que conocer mi experiencia enseñará quizás a otros los escollos que hay que evitar. No voy a ocultar nada, espero alcanzar la sinceridad total sin caer en un masoquismo adyacente. Ni siquiera puede decirse que me haya portado mal con respecto a ella en aquella época de mi vida ya que la conocía poco, y en el primer momento sentí ya que no le gustaba de ningún modo. Fui puesto en seguida a un lado. Otros probablemente hubieran quemado sus frenos y se hubieran acomodado bien que mal en esta posición absurda. Yo no. Yo no soy de esos flojos que soportan todas las vejaciones sin respingar. Me defendí paso a paso, sin descanso, y si he sido vencido es porque ella ha empleado unos métodos perfectamente desleales contra mí, estos medios que la moral rechaza, pero que hacen cloquear de alegría al populacho, a quien nada le gusta tanto como ver a un hombre por tierra, debatiéndose contra un ataque falaz. Un hombre por tierra, impotente y sin esperanza, atado por el horror, he aquí lo que ella ha hecho de mí. Yo era un hombre como hay muchos, plácido si no calmado, alegre si no feliz, por momentos al menos, contento si no rico, y ahora no soy más que una víctima. No. Debo dejar a otros la tarea de juzgar. Aunque no tengo dudas sobre su veredicto, si ellos son honestos, no quisiera influirlos ni tan sólo un poquito. Sé bien que el solo hecho de exponer los acontecimientos que han ocurrido, el orden en el cual los diré, el tono que emplearé para narrarlos, les influirán, subentendrán un partido tomado por mi parte. ¡Sería hermoso que yo pudiera también desprenderme de mí mismo hasta el punto de ser imparcial, fatalista, impasible! Es bien evidente que lo que diré estará teñido por mi rencor y bañado por mi opinión sobre lo que se ha producido, pero tengo confianza en la capacidad de mis lectores para restablecer, instintivamente o por razonamiento, el equilibrio entre los hechos mismos y mi interpretación de ellos, y extraer del conjunto una conclusión equitativa. Tampoco hay que tomarme por un santo o un mártir, no lo soy en absoluto. Uno puede lamentarlo, pero es así. De modo que llegué a Lausanne en la primavera de 1954. Había venido ya en algunas otras raras ocasiones, a largos intervalos, y me gustaba esta ciudad ambigua, secreta Babilonia de un inalterable buen sentido. Y después había el lago, al que llaman tanto Leman como Ginebra, pero este último término hace hervir más bien a los lausanos, que tienen un agudo sentido de la propiedad, y a los que su situación en la cima de esta media luna lacustre llena de un vago sentimiento de plenitud y de bienestar. Habíamos bajado, mi mujer y yo, algún tiempo antes, para buscar un apartamento que nos conviniera y que no fuera sin embargo ruinoso. Annie optaba por la parte baja de la ciudad, por debajo de la estación del ferrocarril, con vistas al lago si era posible, pero mis reumatismos me incitaron a elegir la parte alta, al lado del Signal, a fin de tener aire suficiente y no demasiada humedad. Evidentemente, para alguien que no tiene la intención de sobrepasar los ciento sesenta francos por mes, no fue en La Sallaz que lo encontramos, sino al otro lado de Sauvabelin, y tuvimos que contentarnos con un inmueble nuevo bastante triste, habitado principalmente por ruidosos obreros de numerosa prole. De los dieciocho inquilinos, es algo bien simple, nosotros éramos los únicos que no teníamos niños. No, no es esto lo que ha hecho que ella me odiara, hay otra cosa. Sería demasiado mezquino por su parte. Además, estábamos un poco alejados de ella, en cierto modo la dominábamos... Se me ocurre una idea, la anoto de pasada, apta para desarrollarla ahora mismo o para volver a ella más tarde: ¿fue una especie de sentimiento de inferioridad por su parte, de sentirse dominada por mí? Oh, es absurdo decir esto. No soy el único en este caso, y ella bien ha aceptado a los demás... Creo que tendría un buen trabajo si intentara descubrir algo que yo no comparta con los demás, una cualidad estrictamente personal que fuera la llave de esta odiosa situación. Ya que todo está dirigido exclusivamente contra mí, yo soy el único en atraer su odio. Esta ramera acoge a todo el mundo en su cama salvo a mí. Y... y... las injurias no la alcanzan, ni siquiera la tocan... Nos instalamos el primero de mayo o el primero de abril. Debió de ser el primero de abril, ya que en un primero de mayo, por muy burgués que sea este país, no hubiéramos hallado a nadie que nos trajera los muebles desde Villars, o que nos conectara el gas y la electricidad. Y además, recuerdo que en aquel instante había obreros trabajando en la erección de otro inmueble situado justo por encima del nuestro y que... ¡Pero qué estúpido soy! No fue ni el primero de mayo ni el primero de abril puesto que los meses, aquí, empiezan el veinticuatro. Ya que los empleados comunales son pagados el día veinticuatro de cada mes. Esto es lo que me han dicho, no lo he verificado. Lo que sé es que los maestros, en el cantón de Vaud, tocan su asignación todos los veinticuatro. Lo sé porque en Villars teníamos por amiga a una regenta, como se dice aquí, que nos prestaba siempre algo de dinero con lo que terminar nuestros meses, ya que mi pensión no llegaba hasta el día dos o tres del Consulado. ¡Y aún! A menudo llegaba con retraso y, en este caso, lamentarse, sospechar o amenazar no sirve para nada. El eterno silencio de los burócratas me asusta. Sí, fue el veinticuatro de abril el día en que llegamos. Al menos, entre el veinticuatro y el treinta, ya que en Villars los meses terminan el treinta. Oh, es demasiado complicado, si me ahogo ya en detalles que no tienen nada que ver con el asunto no terminaré nunca. Y ya tengo prisa por ir a acostarme o a ahorcarme, aún no lo sé bien, no he tomado todavía una decisión definitiva a este respecto. Necesitaré forzosamente comprar una cuerda, y cuando digo comprar... pero es lo menos que puedo hacer puesto que aquí no tengo ninguna lo suficientemente sólida, he buscado por todos los rincones. Al principio hacía buen tiempo, un mes de mayo delirante de entusiasmo, un florecimiento casi insostenible y, por encima, el azul de un cielo deslumbrante. Ahora sé lo que se tramaba, pero entonces lo ignoraba. Ocupado en desembalar y arreglar las cosas, apenas salía, o solamente para encargos urgentes. Uno no imagina todo lo que puede llegar a faltar en un alojamiento nuevo. Las contraventanas no encajan nunca exactamente, hay que comprar pasadores nuevos, bisagras, clavos, hay un grifo que pierde siempre, si no es un radiador, las bombillas son siempre demasiado débiles, en resumen, muchos trabajos y preocupaciones acumuladas en muy poco tiempo. Con lo fácil que sería poder ir haciéndolo todo a lo largo de varios años. Todo esto hizo que al principio no advirtiera nada de nada. Puedo, por otro lado, afirmar sin mentir que durante todo el mes de mayo ni siquiera la vi. ¿Me creerán si añado que me era suficiente sentir su presencia, saber que estaba allí, muy próxima, y que dentro de poco tendría tiempo para abordarla? Miren, es un poco como cuando uno traba conocimiento con una joven, sin atreverse aún a dirigirle la palabra. Se la encuentra por ejemplo regularmente en el trolebús, yendo al trabajo por la mañana, se hace una parte del camino juntos y después se separan por todo el día o por medio día. Y vuelven a encontrarse al regreso. Esto es ya un lazo, ¿no es verdad? Sutil, lo acepto inmediatamente, susceptible de ser aniquilado por el menor contratiempo, pero un lazo de todos modos. Un día, se intercambia una sonrisa por otra sonrisa, después dos o tres palabras contra una, y muy pronto se descubren amigos sin que haya sido perceptible ninguna gradación, se sientan ambos en la misma banqueta que la gente, como por azar, deja a su libre disposición. Y después, las manos se rozan naturalmente y terminan asociándose durante todo el trayecto, expresándose mejor de lo que uno podría explicarse a través del lenguaje. Amigos, sí, lo sé, me dirán que, entre un hombre y una mujer, la amistad lleva otro nombre. Nunca pretendería lo contrario. Bien, era semejante entre ella y yo, salvo que, por supuesto, nosotros nunca nos hablaríamos ni nos sonreiríamos. Al menos, si yo sonriera o le hablara, sabría ya que ella no me respondería con palabra o con una sonrisa. Sabía perfectamente a lo que me comprometía, pero esto no me preocupaba en absoluto. ¡Una ciudad tiene tantas otras formas de manifestarse, de insinuar su rechazo o su aquiescencia, de rodear con su presencia cálida o de expulsar! Vamos, no voy a gemir, aún no. A través de pequeños detalles, sin embargo, ya veía, en mayo mismo, que el contacto sería más difícil de establecer de lo que había previsto. ¿Cómo se hacía sentir esto? No tengo ninguna anécdota precisa por evocar, era un conjunto de hechos veniales, de acontecimientos discretos. La revuelta estaba lejos de rugir. Un corazón incluso tan advertido como el mío apenas podía darse cuenta de que algo no giraba redondo. Sí, al principio hubo el episodio de los puentes. Hay tres puentes en Lausana: el Gran Puente, el puente Chauderon y el puente Bessiére. Eran necesarios para reunir las dos partes de esta ciudad a la que un profundo barranco corta precisamente por la mitad. Pero el agua no corre debajo de estos puentes o, si la hay, algunos trabajos la han convertido en subterránea, ya que jamás la he visto. Y aún no, lo de estos puentes ocurrió en junio o en julio. Pero es precisamente del primer puente del que me acuerdo ahora. Esto no tiene importancia, voy a hablar de los puentes, tal vez recuerde luego en el camino alguna otra cosa anterior. Los puentes pues. Cuando uno llega a una ciudad, debe familiarizarse con su topografía. Es incluso curioso, ya que es precisamente lo contrario de lo que ocurre con una mujer. Si uno le pidiera a una mujer que se desnudara enteramente ante sus ojos antes de haberla rodeado de una corte en toda regla, a menos que uno sea médico o que ella sea una perdida, por supuesto, tengo la impresión de que recibiría una respuesta convenientemente tajante o al menos sería tratado de grosero. Mientras que, con una ciudad, ocurre exactamente... Veamos, veamos, me parece... ¿Me habré equivocado? ¿Quizá convendría tratar a una ciudad del mismo modo que a una mujer? Pero no, he leído en algún lugar que para conocer una ciudad es preciso recorrerla en todos sentidos antes de intentar una verdadera aproximación. Todo lo contrario que con una mujer. ¿Actué pues bien? No lo sé, ya no lo sé, es mejor continuar y recapitular después, al final de todo. Los puentes. Conocía el Gran Puente, que va de la plaza Saint-Francois a la torre Bel-Air. Es allá, precisamente a la entrada, donde está situado mi librero preferido y, cada vez que acudía desde Villars, en los tiempos en que vivía en Villárs, no me olvidaba nunca de visitar las ocasiones de mi librero y al librero mismo... Oh, juro que no lo hice a propósito, yo... Conocía también el puente Chauderon porque... no recuerdo el porqué, pero no importa. Lo conocía, y esto basta. Mientras que había oído hablar del puente Bessiére sin haberlo franqueado jamás. Un día, al azar de una conversación, le pregunté a mi mujer, que ha practicado Lausana más que yo, dónde estaba situado este famoso puente. Me respondió, sin concederle importancia, estoy seguro de ello, que mi dentista tenía su consulta en Caroline y, puesto que yo pasaba por el Castillo para llegar a ella, tenía que atravesar este puente Bessiére, a menos que me aplicara por vicio a dar un largo e inútil rodeo. Y era cierto. En mis recuerdos se hallaba incluso la placa, que había observado sin concederle importancia, pero que había quedado grabada en mi memoria, cuya imagen quiero decir había quedado grabada en mi memoria, y en la cual se expone, a continuación del nombre, por qué consejo comunal y en qué fecha fue decidida la erección de esta obra de arte con la que un tal señor Bessiére había dotado a la ciudad. Pero, del puente mismo, ningún rastro en mi cabeza o en mis pies... No, después de todo, es inútil continuar contando esta historia ridícula. Sé que he prometido decirlo todo, pero no decir forzosamente lo que amenazaría con arrastrar en el fango a la ciudad, ya que la conducta fue ignominiosa y tengo aún cuando menos un poco del alma de un caballero. Es suficiente saber que por ahí precisamente comenzó la rebeldía abierta de la ciudad contra mí, pero no quiero anticipar más de lo que haga falta. Ya se verá todo si me siguen hasta el final. Hay siempre cosas que es mejor cortar, aunque no sea más que por dignidad y por no dar la impresión de que se quiere acumular a placer... ¡Sí, más tarde, amigo, más tarde! El apartamento tomaba un aspecto confortable y original, puesto que me ocupaba por mí mismo de la decoración. Así, hubiera querido pintar por mí mismo las paredes con frescos, pero el propietario, como me convenció fácilmente mi mujer, hubiera visto probablemente mal esto. Me consolé desempolvando apresuradamente algunos cuadros muy conseguidos que suspendí aquí y allá, y que alegraron las amplias superficies unidas dándoles al mismo tiempo una significación atrevida. Mi pintura no se parece más que de lejos a aquella que sufrimos en las exposiciones y museos, aún en los consagrados al arte moderno. Es, ¿cómo diría yo? ¿Más especial? Sí, esto es, la palabra es afortunada: más especial. Como lo que escribo, por otro lado, puesto que yo escribo, es incluso mi profesión, sin extraer gran provecho de ella, es cierto, pero ésta no es mi finalidad. Hice de mi mesa de despacho, que era hasta entonces de madera blanca, un mueble polícromo impregnándolo con barniz verde, negro y amarillo-naranja. Colores sin peligro, pero las formas, por el contrario... Entonces pudimos estrenar la casa. Invité a algunos amigos, muy pocos, que teníamos en Lausana y en los alrededores, a venir a admirar nuestro interior, del que estaba con todo motivo orgulloso. Ya en el teléfono, que es un instrumento al que detesto porque impide todo contacto real entre dos seres, las cosas no fueron demasiado bien. O la mayor parte de entre ellos comprendieron mal, o no sé qué malignidad se interpuso entre ellos y yo, pero, en el día previsto, no se presentó nadie. Mi mujer había confeccionado un magnífico pastel, cuya receta le llegó de lejanos antepasados suyos, pero no hubo nadie para saborearlo, nadie más que Annie que sollozaba de vergüenza y yo. No comprendo por qué ella sentía vergüenza, mientras que yo más bien ardía en rabia. Supe después que uno de nuestros invitados había tenido que acudir al entierro de su madre política el mismo día de la recepción y que no había pensado en prevenirme. Era excusable. Otro no tenía teléfono y yo había conversado amigablemente durante tres minutos con un desconocido que se había guardado muy bien de sacarme de mi equivocación, probablemente para reírse un poco, con lo cual aquel a quien había tenido intención de invitar no se había enterado de nada. Un tercero, que debía venir desde Bex, no había podido tomar el tren porque un poste había caído sobre la vía aquella misma mañana, cortando las comunicaciones durante una buena hora. Después, era ya demasiado tarde. Otro... y otro aún... era siempre lo mismo, una inverosímil y desafortunada casualidad, desbaratando el cálculo de probabilidades. Bien. Hasta ahora, creo que todo es claro. Tenía también mi última obra retrasada, y mi agente literario me reclamaba a gritos material sobre el cual trabajar. Pasé algunos días ante la máquina de escribir y le suministré pienso, probablemente indigesto como todo lo que le había precedido. ¡Los lectores inteligentes y valerosos se hacen tan raros en nuestros días! Tenía poco tiempo para ir a la ciudad y callejear, pero cada vez que me vestía y me afeitaba con este fin ocurría algo desagradable y ya no salía en plena forma, ya sea con un corte en la mejilla, con un pantalón arrugado, o incluso con contusiones recolectadas no sé cómo. Fue en este momento cuando comencé a preguntarme si, por casualidad... Y muy pronto tuve que admitir que ella no quería saber nada de mí. Me lo hacía saber por todos los medios a su alcance, y Dios sabe que estos medios son numerosos y variados. Cuando decidía realizar una visita, la persona a la que esperaba ver no estaba en su casa, evidentemente. Si mi mujer me rogaba que le trajera tal artículo de una Cooperativa —ella es cliente asidua de las Cooperativas— era forzosamente un jueves por la tarde, los almacenes estaban cerrados. O yo me daba cuenta de que ya no tenía más papel el sábado a las cinco en punto. Y todo del mismo modo. Me inscribí, ya que juego un poco al ping-pong, al Club de Tenis de Mesa de Lausana, esperando así integrarme a la vida de un grupo y poseer de este modo a la ciudad por la banda. Esto tampoco sirvió. Jugaba tan mal que después de un cierto tiempo ya no me atreví a ir más, temiendo ridiculizarme totalmente. Pero es por allá que se desencadenó todo, si se exceptúan mi aventura de la historia de los puentes, que decididamente no voy a contar. El local del CTM está situado en la avenida de Cour, o sea al otro extremo de la ciudad, en la parte baja, casi en el lago, a veinte minutos en trolebús o a una hora aproximadamente a pie. Se comprende que utilizara el autobús para ir hasta allí. Algunos socios, por otro lado, supe que venían de más lejos aún, de Prilly o de Chalet-á-Gobet, pero ellos jugaban bien, o al menos mejor que yo, así que no había ninguna relación entre su situación y la mía. Cuando se sepa que me hacía batir regularmente, a mi edad, por todos los juniors y los D 10, esto me dispensará de aclaraciones sobre mis débiles capacidades y mi lastimosa forma. Tomaba pues el trolebús, el 1 B, que va de Bellevaux al Bosque de Vaux. Es decir, que, para bajar, tomaba el 11, que se transforma en 1 si sube hasta las Casernes y en 1 B si sube hasta Bellevaux. No tardé en observar que, aunque me instalaba siempre en un asiento doble, esperando que alguna hermosa jovencita me hiciera el honor y el placer de venir a sentarse a mi lado y aceptar mi conversación que, no siento ningún reparo en confesarlo, es a veces aguda y espiritual, cuando me hallo en mis buenos días, pero siempre interesante, por el contrario, desde el momento en que ocupaba mi plaza, la de mi lado permanecía vacante, por repleto que fuera el vehículo, lo cual no dejaba de humillarme grandemente, y con razón. ¿Era acaso un apestado?, pensaba con amargura. La realidad se revelaría mucho peor. Comprobé también que, desde que abandonaba mi asiento para salir del trolebús, alguien se precipitaba siempre a ocuparlo, y el adyacente también. No era pues la plaza en sí misma la que rechazaba a las gentes, sino lisa y llanamente yo. Me lavé más cuidadosamente que de costumbre, usé contra mi voluntad desodorante, creyendo en no sé qué pestilencia que emanara de mí... Cambié de lugar varias veces... En vano. Nada obtuvo resultado, quedé siempre en solo en mi asiento o a veces, como para mayor escarnio, alguna mujer muy vieja venía a depositar sus posaderas a medias en la banqueta, presta, parecía, a huir aterrorizada al menor gesto que yo esbozara. O era un hombre, muy barbudo, muy hombre, de rostro muy feroz. Pero afirmo que incluso estos dos casos eran muy raros. Fui a jugar los martes, miércoles y jueves durante varios meses, y esto no se produjo más de cuatro veces. Las conté. Creí durante un tiempo que los lausanos estaban tan atiborrados de complejos sexuales que la sola proximidad de un hombre púber les causaba un miedo espantoso, o que ellas se creían deseables hasta el punto de no poder codearse con un varón sin empujar a éste a saltar sin más sobre ellas, fuera cual fuese el resultado desde el punto de vista penal. Había seguramente algo de esto, pero no era sin embargo suficiente para explicarlo todo... Me vi forzado muy pronto a comprender. Y me vengué a mi manera, que es franca y no esquiva como la de muchos hombres y mujeres a los que conozco. No la de los niños, no, los niños hubieran elegido precisamente mi forma de vengarse. Había observado que, para hacer detenerse al autobús en las paradas facultativas, bastaba con pulsar un botón, y una pequeña luz roja se encendía ante los ojos del conductor, y la palabra parada se inscribía en blanco sobre fondo rojo en la parte anterior del vehículo. Desgraciadamente, tanto a la ida como a la vuelta los puntos donde yo descendía eran paradas fijas: Les Cédres en la ida, Bellevaux a la vuelta. Bellevaux mismo era la terminal del 1 B. Pero sorteé hábilmente la dificultad pulsando un poco más lejos que Les Cédres, no en la parada siguiente, cuyo nombre he olvidado, y que es también una parada fija, sino en la otra, que es facultativa. Allí era preciso utilizar el botón. Pagaba dos monedas de a cinco más y tenía que retroceder 350 metros, pero no me importaba. Tendía pues mi tarjeta, en la cual el cobrador taladraba lo que tenía que taladrar, me sentaba y esperaba. Después de la parada de... de la parada cuyo nombre no recuerdo, estaba listo, había calculado bien el tiempo. Cuando el trolebús llegaba a toda velocidad a algunos metros de la parada facultativa en la cual iba a bajar, saltaba como movido por un... sí, y pulsaba el botón. Entonces, con un chirrido de los neumáticos, el conductor hacía detenerse su pesada máquina y yo me sentía satisfecho. Descendía sin mirar atrás. A la vuelta no había nada que hacer, ya que no me atrevía a usar el botón si no tenía la firme intención de bajar del vehículo. Evidentemente, corría siempre el riesgo de que alguien me precediera, pero la parada en cuestión era poco frecuentada. Empleé este truco con éxito durante largo tiempo, y los conductores empezaron a conocerme. Pero para que no tomaran la costumbre de detenerse por ellos mismos en la parada que había elegido, cuando estaba allá y me veían en su retrovisor central, saltaba fuera de mi asiento a veces en la parada que precedía a Les Cédres. De modo que mi imprevisible comportamiento los despistaba casi siempre, en sentido figurado, se entiende. Hubo algunas veces en las que el conductor hizo como si no hubiera visto su pequeña luz roja. Entonces no me quedaba más remedio que andar 150 metros más, maldiciéndole. Pero por regla general puedo decir que no tuve ninguna queja en relación con el personal de los Tranvías Lausanos. Cumplían con su oficio a maravilla, sin rezongar. Y es aquí donde se manifestó, en pleno día por primera vez, sí, estoy persuadido de ello ahora, antes de los puentes, la animosidad de la ciudad. Llegó un tiempo en el que ya no pude tomar ningún medio de transporte comunal. En absoluto, hiciera lo que hiciese. Los trolebuses pasaban ante mis narices en el momento en que llegaba a la parada. Si esperaba al siguiente, siempre algún espectáculo inusitado desviaba mi atención en el preciso momento en que debiera haber subido. O la puerta se cerraba antes de que hubiera podido entrar. A, si me hallaba en una parada facultativa, como por casualidad el conductor giraba la vista a la derecha en el momento en que le hacía señales, y veía desfilar casi rozándome el rostro la muralla azul del monstruo, lanzado a toda velocidad. Usé mis zapatos y me fatigué mucho durante este período. Después, como si esto no hubiera sido más que una lección usada contra mí, todo volvió al orden y conseguí hacerme admitir nuevamente en los trolebuses y los tranvías. Hubiera podido, por supuesto, utilizar taxis, sobre todo teniendo en cuenta que en Lausana existe desde hace poco tiempo lo que se llama los micro-taxis, cuya tarifa no es más que cincuenta céntimos por kilómetro, con una toma de carga de un franco. Pero, como si fuera hecho a propósito, era en este momento en el que tenía menos dinero y, además, aquella envenenada atmósfera de competencia a no importa qué precio que se hacen estos microtaxis (¡algunos bajan sus tarifas a cuarenta, incluso a treinta céntimos!) me disgustaba soberanamente, no sabría decir por qué. Quizás esta disposición de ánimo testificó a mi favor, quizás hubiera podido conducir una apretada encuesta para sacar a la luz esta cuestión si, apenas reintegrado a la circulación, no se hubiera producido, no hubiera empezado a producirse el fenómeno mayor, aquel por el cual me he decidido a escribir estas páginas, después de haber robado el papel en Müller, en la calle de Bourg. Robado es mucho decir, ya que no había nadie en Müller cuando fui, y era en pleno día, un día laborable, un martes si recuerdo bien, precisamente antes de que comenzaran los trabajos de remozamiento de la fachada, es decir, a finales de agosto o primeros de septiembre. No había nadie y era entre las diez y las once de la mañana. La puerta estaba abierta de par en par, los estantes estaban llenos de mercancías, pero no había nadie tras los mostradores, como tampoco había, delante, ningún comprador. Ni siquiera aquella pequeña suiza-alemana que yo encontraba tan bonita con su bata azul de cuello blanco y que me acogía siempre tan fríamente, aunque esperaba que algún día se ablandaría y me devolvería mi tímida sonrisa. Es preciso empezar por el principio. Una mañana, me desperté como de costumbre alrededor de las diez. No me considero sujeto a ningún horario regular y no me atengo a ningún empleo del tiempo. Trabajo generalmente muy tarde en la noche, cuando el silencio lo invade todo y puedo concentrarme en mis personajes y no pensar realmente más que en ellos, sin distracción de ninguna clase. Así, como además me duermo difícilmente, necesito una o dos horas mientras remuevo las ideas en mi cabeza, no me despierto jamás al alba, como los demás. Me lavé y me vestí. Había decidido la víspera que daría una vuelta por el lado de la catedral, en cuyos alrededores había pensado situar mi próxima novela. Hubo uno de los incidentes habituales, el agua entraba en mis zapatos desde hacía dos días y no tenía dinero para hacerlos reparar por mi zapatero de La Mote. En otras circunstancias, esto no hubiera tenido gran importancia, pero he observado que los actos de la ciudad están preparados a maravilla, es decir que jamás se presenta ninguna escapatoria. A menos, por supuesto, que uno abdique. Aquel día, pues, llovió, y todo el día. No iba a dejarme intimidar por tan poco, y salí pese a todo. Y además, no detesto tampoco la lluvia. ¡Por el contrario, el agua en mis zapatos me pone furioso!... Aparte esto, sin embargo, todo iba de maravilla. La lluvia caía, fina y persistente, y provenía de una sola nube baja, inmensa, que cubría el cielo hasta tan lejos como alcanzaba la vista. Pero la visibilidad horizontal era perfecta, insisto en ello porque es importante, y para que nadie venga a decirme que fui víctima de un espejismo. Por otro lado, la continuación desmentiría rápidamente una tan alocada afirmación, y además no veo tampoco quién podría oponérseme. Todo fue real, ciertamente. Llegué hacia las once a la calle de la Barre, en la parte de arriba de la calle de la Universidad, que desciende derecha hasta la plaza de la Riponne. La lluvia de verano no tiene el mismo olor que la de otoño o de primavera, es más rica en sabores, más cálida también, y la respiraba con delicia. No hacía frío, al contrario, transpiraba bajo el impermeable que me había visto obligado a endosarme. De mi sombrero de fieltro caían gotas, que perlaban alrededor de mi cabeza una aureola de diamantes. Levanté un poco los ojos para seguir la cuesta que asciende hasta el Castillo y a las diversas oficinas tanto comunales como cantonales. Al llegar a la plaza levanté de nuevo los ojos, no sé por qué, tal vez advertido por mi instinto de que lo extraordinario me acechaba, y fui de pronto sacudido por un espectáculo poco usual, que atribuí, he jurado ser franco, al principio a un espejismo de una cualidad excepcional. Pero el espejismo no tiene en sí mismo nada de milagroso, sólo su cualidad participaba de lo increíble, su claridad, su visibilidad. La aguja de la catedral, a despecho de lo que hubiera presumido, no se perdía en el espeso cielo. Por el contrario, las nubes se habían elevado un poco, y advertí una segunda imagen de la catedral, una imagen perfectamente invertida, enantiomorfa. He tomado este vocablo de un libro que acabo de hurtar del escaparate de un librero, de mi librero, mientras la tienda estaba desierta. Es preciso que me deshaga de esta noción de robo, en realidad tengo la convicción absoluta de que no robo, de que no robo nada, tomando lo que nadie defiende, y de lo que nadie tiene necesidad excepto yo. Pues, según un grabado de este libro, que es «Del hombre al robot», de André Sainte-Lagué, hay enantiomorfismo cuando existen dos formas distintas, imagen la una de la otra en espejo y no superponibles, pese a que todas las medidas y todos los ángulos sean iguales dos a dos. Esta definición no es demasiado clara, la cito tal cual es. La figura en cuestión representa dos dodecaedros enantiomorfos, se halla en la página 154 del volumen. Pero mi historia no tiene, pese a esta aproximación, nada que ver con la obra «Del hombre al robot». Sólo que, como estoy dotado de una memoria específicamente visual, cuando he tenido necesidad de ilustrar lo que me había chocado aquella mañana, aquella demasiado famosa mañana, en la plaza del Castillo, he tomado mi ilustración de esta página porque la recordaba de maravilla. Por otro lado, la palabra enantiomorfo no se halla mencionada en el Petit Larousse Illustré, edición de 1951, que poseo. Así pues, otra catedral apuntaba hacia el suelo su aguja, y la cúspide de la segunda aguja tocaba casi la cúspide de la primera, la real. Ya que mi ofuscación fue tal que llamé real a la aguja que había conocido antes, la aguja que ascendía, la aguja estalagmita. Como si hubiera tenido serias razones en apoyo de mi tesis... Juzgué el cuadro curioso hasta sus últimos extremos, y me propuse enviar sin tardar una relación detallada a uno de los periódicos de la ciudad, probablemente a la Gaceta de Lausana, que considera un deber y una especialidad el publicar en su «Carta del Día» las peores insanias con respecto a los platillos volantes y otras extravagancias. Allí, mi prosa tendría posibilidades de verse impresa, ya que era en verdad un fenómeno interesante, y sobre todo del mismo orden ilusiono, creía entonces. Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había emboscado en algún rincón de la plaza, ningún observador susceptible de robarme la primacía. No, nadie, ni siquiera un gato. O más bien sí, un gato que mi vista deficiente me permitía sin embargo ver en un tejado de los alrededores. Pero un gato no escribiría a la Gaceta. Levanté de nuevo los ojos. Entonces me maravillé de la fidelidad de la reproducción de la cual era autor el cielo bajo: en un techo enantiomorfo, un enantiomorfo gato se paseaba, entre las enantiomorfas tejas, patas arriba y cabeza abajo, como si no pasara nada. Experimenté repentinamente un terror ascendente y levanté los ojos, distendiendo el cuello sin preocuparme de la lluvia que bañaba mis gafas y las anegaba, hasta la vertical, temiendo ver allá arriba, los pies en el aire en mis zapatos empapados, mi propia imagen mirándome. Pero no, el lugar estaba bien reproducido, y hasta en sus menores detalles distinguía incluso la estatua confortablemente patriótica del mayor Davel, por encima del cual sale de la pared una mujer que le protege con la mano de las intemperies, los peldaños de la explanada, y los bancos, y los árboles del terraplén, pero ni rastros de mí mismo. Decir que me sentí aliviado sería decir poco. El miedo que me había hecho contorsionar el cuerpo me abandonó y me enderecé, aspirando a pleno pulmón el aire tibio. ¡Oh, qué imbécil era entonces! Hubiera debido por el contrario abatirme sollozando y rogando al cielo que me amparara. Hubiera debido temblar con un terror loco, hubiera debido huir muy lejos, a otro lugar, no importa dónde, lejos del mundo a ser posible, no quedarme en aquella ciudad que me rechazaba, que amonestaba mis menores actos como una madrastra, que me repelía, hubiera debido, ¡oh, mil veces!, obedecerle, no oponerme... Imbécil. Me quedé allí y me encogí de hombros, rumiando ya en mi cabeza los términos del sabroso artículo, tenía que ser sabroso, un poco escéptico y divertido, que pensaba escribir y enviar. Proseguí mi paseo, pero sin levantar más la cabeza, persuadido de que el espejismo del que había sido testigo no podía ser más que restringido y pasajero. Y volví a mi casa, donde puse manos a la obra, relatando con multitud de detalles, con imágenes precisas, con términos científicos, lo que había visto con mis propios ojos. Nadie daría fe de mi relato, pero esto no me detenía, lo esencial era describir mi visión, pulirla y expedirla, después de lo cual estimaría haber cumplido con mi deber para con mis conciudadanos. ¡Como si pudiera aún engreírme de tener conciudadanos, de ser el semejante de cualquiera!... Escribí mi carta, dirigiéndola al redactor en jefe, cuyo nombre he perdido, no, dirigiéndola al señor Noverraz, que se ocupaba activamente en aquella época de los platillos volantes, y que estimaba sería el más interesado por lo que informaba, y pasé a otra cosa. Dos o tres días después, no había salido en el ínterin, recibí mi artículo de vuelta, con una de esas breves tarjetas ya impresas que señalan hoy en día la grosera eficiencia de las gentes ocupadas, diciendo que la falta de espacio constreñía y etcétera, etcétera. Envié a la generalidad de ¡os cotidianos a los más cálidos fuegos del infierno y me puse mi impermeable y mis zapatos agujereados para dar una vuelta, con la intención de calmar mi bilis. Siempre es muy irritante el recibir un papel devuelto, y se precisa al menos una hora para admitir que aquel que lo rehúsa es un idiota que no ha comprendido nada en él. Aquella vez, sin embargo, me fue necesario mucho más que una hora ya que tenía consciencia de haber narrado un hecho, sin adornarlo más que lo necesario, y no una invención. Además, la realidad se encargó inmediatamente de probarme que no me equivocaba sobre este punto. Entonces, ere mi estilo lo que no le había gustado. Reaccioné contemplando lo que me era ofrecido. En la carretera de Pavement, que sigue durante una cierta distancia el bosque de Sauvabelin y que tomo como atajo y porque la Borde es una calle horrenda, cuando me dirijo hacia el centro, el cielo bullía ya con una extraña apariencia. Como si vacilara en reflejar los árboles, el bosque y los inmuebles de alquiler que se hallan un poco más abajo. Pero cuando llegué a las escaleras del Pequeño Castillo, ya no había lugar para la duda. Los peldaños que hollaba se repetían en el cielo, con la rampa mediana de metal oxidado, la bóveda de árboles bajo las cuales se hundían, las casas donde desembocaban, estaban fielmente dibujadas, a la inversa, sobre las nubes, no, dentro de las nubes, ya que la perspectiva era perfecta, no tenía la impresión de ver un cuadro que se le pareciera, un reflejo puro y simple de lo que se hallaba en la tierra, sino una reconstrucción total, una reconstitución perfecta, con la profundidad de la realidad, invertida, lista para caer y engullirme. Y, cosa curiosa, que clasifiqué con las otras cosas curiosas de las que he sido testigo en el curso de mi existencia, mientras las calles, este lunes por la tarde, estaban llenas de gente, las calles de la ciudad en el cielo, así fue como la bauticé en mi inconsciencia, estaban totalmente desiertas. Sólo algunos animales, noté esto también, perros, gatos, caballos incluso, las recorrían serenamente. No me sorprendí de hacer comparaciones, intentando comprobar si los animales de la ciudad en el cielo estaban en carne y huesos aún en la tierra. Era a menudo muy difícil, ya que un gato que se perdía entre la multitud no podía verlo más que si estaba a menos de diez metros de mí, tanto se aglutinaban los unos a los otros, mientras que el gato de allá arriba estaba completamente solo. Lo mismo ocurría con los perros. Se comprenderá sin trabajo que no me interesara ni un momento en los pájaros, para los cuales el cielo es su dominio natural. Pero recibí una sorpresa observando a los caballos. Dos de ellos, en la calle Haldimand, que sube desde Bel-Air hasta la Riponne, tiraban con esfuerzo sobre el oleoso asfalto de un balanceante carro pesadamente cargado. Y vi que estaban repetidos, cada uno de ellos. El atelaje se reproducía en el cielo, a pesar de que el conductor estaba ausente, allá arriba, mientras aquí abajo animaba a sus bestias, con la voz, el gesto y el amenazante látigo, a tirar con un poco más de ánimo. El enormemente cargado carro había rebasado ya en el cielo la cuesta, y vi, con la boca abierta y el cuello tendido, al extraño convoy desaparecer en la esquina de la Riponne enantiomorfa, hasta que un hombre me empujó sin excusarse y me hizo volver a posar mis ojos en tierra. Como un autómata, seguí mi camino a través de la ciudad, hablando a media voz en mi delirio, ya que empezaba a sentir miedo, a ver acumularse sobre mí lo insólito. A mis labios acudían palabras olvidadas, sagradas oraciones, especie de exorcismos en fórmulas que dirigía a la ciudad, cuyo odio sentía rodearme estrechamente como una mortaja viscosa, húmeda, rezumante. La multitud gravitaba en torno mío, sin interesarse en lo más mínimo en mí, como si yo no existiera, como si yo fuera una réplica, impalpable y sin importancia, de alguien que hubiera venido de una cualquiera ciudad en el cielo. Pero yo no era de la ciudad en el cielo, y la ciudad en el cielo no tenía nada que ver conmigo. Lo que yo quería, hacia lo que yo tendía con todos mis deseos espoleados por el horror que me ganaba, era formar parte de la ciudad en la tierra, que no quería nada de mí, que me rechazaba con todas sus fuerzas concertadas, que orquestaba en torno mío un estudiado terror, que alienaba mi propia personalidad, haciéndome dudar incluso de mi existencia. En mi fiebre de angustia llegué hasta aquello: no evitaba los encontronazos de la gente apresurada, sino que ahora los buscaba, eran como una prueba de que no había abandonado aún mis dominios de siempre, que era aún y por largo tiempo todavía un obstáculo, una molestia, algo, sino alguien, que era preciso evitar o empujar. Me hubiera gustado que me pisotearan, que me golpearan salvajemente, que los hombres y las mujeres y los niños que se apresuraban hacia Dios sabe qué misteriosas ocupaciones en las cuales yo no tenía la menor parte, me tomaran como alguien, o algo, que les impidiera alcanzar sus fines, que se levantaba entre ellos y él, alguien que poseía realidad, peso, que ocupaba, que tenía un lugar en aquel mundo, en aquel mundo, en aquel mundo. Ser entonces un escollo, es todo lo que pedía, pero sentía la necesidad al menos de ello. Llegué incluso a lanzarme como un loco a través de la plaza Saint-Francois, a la hora en que la circulación es allá inextricable, esperando que dos autos, maniobrando para evitarme, entraran en colisión, y así tendría yo mi prueba; pero no conseguí más que hacerme rozar por uno de ellos e injuriar por el conductor de otro. Y yo no tenía la menor intención de morir, ella hubiera ganado demasiado fácilmente. Estoy persuadido de que entonces todo hubiera vuelto al orden, que la ciudad en el cielo, desde el primer instante en el que yo hubiera entregado el alma, se habría desvanecido. Estaba seguro de que nadie excepto yo la veía, aquella ciudad real, tan real y verdadera como la otra, aquella en la que yo deambulaba como un hombre ebrio, ahíto de dolor y de incomprensión. Habría sin embargo bastado tan poco... No, ella no me quería, yo era un cuerpo extraño, inadmisible, pero yo no tenía la menor intención de ceder, quería obligarla si no a amarme al menos a acogerme como acogía a los demás, a aceptarme. Me hacía fuerte, en este caso, para llamar su atención, para empujarla poco a poco hacia mí, para hacerla admitir no solamente que yo existía, sino que ella me amaba un poco, un poquito, por poco que fuera, ya que cuando hay unos fundamentos se puede levantar todo el resto del edificio, y llegaría así un día en el que ella me amaría tanto como amaba a todos los demás, que no la han merecido más que yo, que no están más cualificados que yo para vivir en ella. A media tarde seguía paseándome así, y poco a poco los detalles se iban precisando. Annie debía preguntarse por qué no había vuelto a comer a casa. Yo no la había puesto al corriente, no le había confiado nada, la conocía, me hubiera tratado de visionario como otras veces. No, no tan estúpido. De aquí a que ella se dirija a la policía, y que se lea en la radio una llamada de este tipo: la policía cantonal comunica la desaparición desde hace... ¿La había yo entendido lo suficiente? Llegó la noche, y todo iba de mal en peor. Los detalles, que al principio habían sido vagos, se formaban lentamente, como a desgana. ¿Quizá la ciudad no hacía actuar su magia más que por el hecho de que yo la resistía aún? Esta idea me golpeó como un latigazo, y adquirí una nueva energía. Ella debía decirse: si se va, si capitula, si se mata, o si se hace matar, detendré todo, esto me está costando muy caro. Pero no, yo no le iba a dar este placer. ¿No se dice que el amor está muy cerca del odio? Probablemente, todo el mundo lo ha dicho. Pero si no lo ha dicho nadie lo digo yo. Cómo la amaba entonces, cómo la sigo amando aún, ahora que... No, no voy a decir ahora cosas que pasaron después. Ya es todo lo suficientemente complicado. No podía andar sin discontinuar los ojos en el aire, ya he proclamado que no quería morir, que pensaba luchar con toda mi obstinación. Pero sabía, incluso cuando mantenía los ojos bajos, que la magia proseguía, que la ciudad en el cielo se iba acabando a golpecitos, como en una tela, y que era tan real como la ciudad de abajo. No tenía más que mirarla para ver que no me equivocaba. Me atrevía incluso a predecir los detalles que irían a integrarse en el conjunto para darle mayor perfección durante el tiempo en que yo desviaba la vista. Y, cada vez, ella me daba la razón, como si siquiera un plan de construcción que yo había descubierto, cuyo sentido había comprendido, y las intenciones, y que ella no podía abandonar so pena de volver a empezarlo todo desde el principio. Pensé en un momento, hacia las once de la noche, yendo siempre de las sombras a la luz, describiendo en las calles una red inextricable que me permitía prospectar cada rincón sin pasar dos veces por el mismo sitio, o me apresuraba entonces en atravesar lo ya visto, pensé de pronto que si me diera por vencido, si me rendía, la ciudad en el cielo debería evidentemente derrumbarse, y que sería una buena jugada hacia todos mis conciudadanos que no lo eran, que ya no querían serlo, que no me reconocían ya como uno de ellos, que la ciudad no me reconocía el derecho a la existencia en su seno, una buena jugada, digo, un excelente final el abandonar, y dar así el golpe de gracia que los sumergiría bajo los escombros que caerían de pronto de la ciudad en el cielo. Y después sentí una especie de exaltación, pensando que tenía sobre mis espaldas, como Atlas, o en mi cabeza, como un novelista genial, una ciudad en suspensión sobre los hombres que no querían ver su existencia, que no sentían miedo, que no experimentaban ningún temor, los pobres inconscientes. Y un inmenso desánimo me invadió, bajo la idea de que hasta yo mismo podía derrumbarme, no voluntariamente sino por agotamiento, y sobre todo que, si esto ocurría, yo no sería testigo. Esto fue tal vez lo que hizo que me detuviera un momento en medio de la noche, en el parque de Milán, al que había llegado al término de mi afanosa carrera, dejándome caer sobre la destemplada hierba, en mi impermeable que ya no lo era más que de nombre, bañado por los fuertes olores de la tierra impregnada de agua. Y dormí hasta la madrugada, cuya pálida luz me despertó. Ya sé que empleo clichés, que la pálida luz no es una expresión hermosa ni nueva, pero no dispongo de tiempo, escribo a una velocidad de locura y no releo lo que he escrito. Empiezo incluso a tener mucho sueño, lo cual hace que tal vez no me ahorque esta noche. ¡No, soy un estúpido! De todos modos no me ahorcaré esta noche puesto que no he encontrado una cuerda lo suficientemente sólida, será preciso que compre una mañana, si es que me queda un poco de dinero. Es idiota esto que estoy diciendo: incluso sin dinero, tendré también mi cuerda. No tengo más que ir y servirme. Pero quiero terminar estas páginas esta noche, para poder guardarlas bien, a fin de que nadie pueda encontrarlas mañana, si por azar... Entonces será tiempo de adquirir esta cuerda. A decir verdad, esto no es más que un momento de espera, y si me doy muerte es porque miro con un creciente horror lo que ocurrirá mañana, cuando ella se dé cuenta de que, pese a todo, sigo aún resistiendo. Ya que, y esto es algo curioso, como diré en su tiempo, ella no tiene acceso al interior de los edificios, las casas están fuera de su alcance. Dios sabe o no sabe por qué. Es esto, por otro lado, lo que me ha permitido, con ayuda de mi sobrehumana voluntad, por supuesto, resistir durante tanto tiempo sus ataques y sus artimañas infernales. Me he debatido tanto como he podido, he resistido a la angustia que me aferraba la garganta de la mañana a la noche, he luchado como un titán contra el imperio demoníaco, y si sucumbo mañana será porque ya no habrá nada que hacer, ya nada, ya nada... Nada más que cerrar los ojos y dormir y morir. Cuando desperté aquella mañana, transido pese a lo tibio de la atmósfera, lloviznaban finas gotas impalpables. Mi primer cuidado fue volverme hacia arriba, ya que había hundido mi rostro en la hierba, y mirar hacia lo alto. Seguía estando allá, la ciudad-hermana en el cielo. Le imploré durante un largo momento, con el rostro bañado de lágrimas y de lluvia mezcladas, le rogué en voz alta que detuviera al fin sus sortilegios, después me levanté y la maldije desde lo más profundo de mi corazón. Así se pasa del amor a la rabia. Pero una dolorosa sensación me constriñó. Habitualmente, por tarde o temprano que sea, los diversos ruidos que dan una personalidad a las ciudades no cesan jamás, incluso si a veces disminuyen hasta convertirse en un simple fondo sonoro, como esos resplandores que señalan desde muy lejos la proximidad de una gran ciudad abrazando el cielo nocturno. Aquella mañana, el silencio era casi total. No tardé, al ponerme en camino, en observar que era casi el único que vivía en la ciudad. Pocos seres humanos pasaban por mi lado o me cruzaban, siempre además sin preocuparse por mí, sin una cálida mirada de su presencia hacia mí, mientras que yo cargaba mis ojos de amor y de deseo de comunicarme con ellos. Nada en sus miradas, las de ellos, más que el vacío, que reflejaban como si fuera yo, yo, el que no existiera. Creí al principio que la temprana hora era la causa de aquel fenómeno. Más tarde, pensé en las vacaciones de verano que despueblan las ciudades en provecho de la montaña, del mar, del campo. ¡Pero no era esto, no era esto en absoluto! Levantando de nuevo los ojos, cuando fue ya completamente de día, observé, malamente al principio ya que no me había acomodado bien, después de un modo más distinto, a la gente que faltaba en la tierra. Se habían refugiado allá arriba, enantiomorfos a su vez... ¿Qué es lo que estoy diciendo? No, ellos no eran enantiomorfos, puesto que ya no existían sobre la tierra, en la ciudad de abajo, sino solamente allá arriba, en la ciudad en el cielo, donde llenaban las calles, la cabeza hacia abajo, como si fuera la cosa más natural del mundo. Me estremecí, y el frío me penetró hasta los huesos. Algunos hombres, algunas mujeres, andaban aún sobre la tierra, los pies sobre el asfalto de las aceras y la cabeza a la altura de la mía, pese a que hicieran como si no me vieran. Pero la mayor parte de ellos estaban allá arriba. Y asistí muy pronto a un espectáculo que me llenó de terror. Ante la estación CFF, de la cual existía una réplica detallada en el cielo de grisalla, vi a un hombre elevarse de pronto, un hombre que un instante antes no estaba más que a tres metros de mí. Le seguí con la mirada durante su ascensión, sin cerrar los párpados pese al estremecimiento que se deslizaba a lo largo de mi médula y me secaba la boca con una insipidez irritante. Ascendía sin ninguna ayuda, lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, ascendía y, llegado a una cierta altura, basculó sobre sí mismo, muy naturalmente, y prosiguió su ascensión, pero a partir de aquel momento descendiendo, si puede comprenderse bien lo que digo, descendiendo suavemente hacia el lugar de la estación de la ciudad en el cielo, pero alejándose siempre más de la estación ante la cual yo abría unos ojos exorbitados. Y después distinguí a otro, en la entrada de la avenida Ruchonnet, después fue la vez de una mujer. Y todos basculaban, llegados a una altura conveniente, y volvían a tomar contacto con el suelo de la ciudad de allá arriba apenas un minuto después de haber abandonado el suelo de la ciudad de aquí abajo. Horrorizado en mayor grado de lo que sabría expresar, esperaba a cada instante ser elevado a mi vez como los demás, no sé por qué misterioso poder, y de golpe estallé con una risa inmensa, con una carcajada más bien, ya que acababa de comprender que, en lo que me concernía, yo permanecería eternamente en la ciudad de abajo. Sabía ahora que ella no quería nada de mí de una manera definitiva, y que prefería transportarse toda entera a la inversa en el cielo antes que aceptar mi presencia en ella. Se había dado cuenta de que era impotente para expulsarme, y así había sido ella la que se había ido. ¡Ah, cómo reí aquella mañana! ¡Y con qué dolor en las entrañas!... Ascendí por el Petit-Chéne cuando ya nadie estuvo al alcance de mi vista. Incluso la estación estaba desierta, como en tiempos de alarma. Los trolebuses vacíos, completamente vacíos, continuaban asegurando su servicio inútil. No había en su interior ni cobrador, ni conductor, pero seguían rodando, imágenes invertidas de sus imágenes de allá arriba, se detenían cuando la gente, allá arriba, les hacían su señal, pero no se detenían si yo, yo, les hacía la señal. También para ellos yo no existía. Igualmente, los taxis, ante el gran vestíbulo de la estación, se ponían en marcha, giraban, tomaban velocidad, con el vacío en su interior. Las puertas se abrían, se cerraban, alucinantes, las maletas se deslizaban en el portamaletas o sobre el techo, objetos inanimados, pero no seres vivos. Todos los seres vivos estaban allá arriba. ¡Salvo yo, por supuesto, salvo yo, salvo yo! Cuando llegué, un poco sofocado, a Saint-Francois, vi al agente regular aún la circulación. Pasó un minuto, mientras me sujetaba aguadamente el costado. Un segundo más, y él había abandonado su garita y se dirigía a grandes y pesados pasos hacia mí. Me estremecí al darme cuenta de que me había visto, y me dirigí a mi vez hacia él para ahorrarle la mitad del camino. Con tal, Dios mío, rogaba con fervor, que no se elevara antes de haberme alcanzado. Pero permanecía en la tierra, completamente en la tierra. Y llegó hasta mí, me apartó groseramente de su paso, y me volví a tiempo para verle coger por la cintura a una joven, que no pareció demasiado sorprendida. La lanzó, bajo mis ojos, muy fuerte hacia arriba, y por la velocidad adquirida ella superó lo que he denominado el punto crítico y volvió a caer muy suavemente hacia la ciudad de allá arriba, después de la obligada vuelta sobre sí misma. El agente dio entonces un largo vistazo a todo el horizonte a su alrededor, anotó que no quedaba nadie en la plaza, nadie vivo, sólo yo permanecía allá mientras todos los demás habían partido, pero yo no contaba, dio un sólido talonazo sobre el asfalto y echó a volar, se giró, alcanzó sin trabajo el doble de la plaza Saint-Francois y se reintegró a la garita de allá arriba, a grandes y apresurados pasos. Y yo quedé solo en la ciudad, al menos esto fue lo que creí hasta el mediodía. Aquella mañana fue cuando robé, no, tomé en casa Müller el paquete de hojas sueltas, cuadriculadas, puesto que yo no puedo escribir más que siguiendo líneas regulares, en las cuales anoto esto, y en casa Doucet, al principio del Gran Puente, el libro de Saint-Lagué que deseaba desde hacía mucho tiempo, pero que no había tenido aún ocasión de adquirir. Sólo fue a la mañana siguiente que tomé el diccionario y algunos otros objetos indispensables que siempre me habían faltado. Pero, aquel día, mis latrocinios no fueron más lejos, lo cual, en una tal situación, atestigua en favor de mi fuerza de espíritu poco común, ya que todo me era ofrecido, la ciudad aparentemente me pertenecía, y no había el menor agente en las calles desiertas. Y anoto también esto, que ningún ruido me llegaba desde la ciudad en el cielo, donde sin embargo la vida proseguía, no tenía más que levantar los ojos para convencerme de ello. Al principio, el silencio me oprimió, antes de que me diera claramente cuenta de lo que había cambiado, después me hizo un bien inmenso y me bañé en él las sienes y el cuerpo, pero muy pronto la ausencia del alboroto al que estaba acostumbrado me aterró y, además, me exasperó. El silencio es contrario a la naturaleza y a la vida. En varias ocasiones intenté taconear, tal y como lo había visto hacer al agente, pero sin éxito. Algo me hacía pesado, retenía a la tierra, y no sabía lo que era, si no era el odio de la ciudad. Decidí volver a mi casa, era todo lo que me quedaba por hacer. Quizá pudiera permanecer así largo tiempo en aquella ciudad muerta, toda mi vida probablemente, ya que parecía que nada había cambiado, que todo proseguía, sin los hombres, por supuesto, pero los hombres ¿son tan necesarios como eso? Los almacenes guardaban sus provisiones y las renovaban automáticamente cuando eran renovadas allá arriba, en cualquier caso yo no moriría de hambre y lo tendría todo a discreción sin tener que pagar nada. Afortunadamente sin tener que pagar nada ya que, por otro lado, el Consulado que me otorgaba mensualmente mi pensión debía de haber pasado a la ciudad en el cielo, y esto calmaría mis remordimientos y mis escrúpulos, los cuales ciertamente vendrían a mí, ya que tan sólo el haber tomado el papel en casa Müller me martirizaba el corazón. Me mantuve al acecho en Saint-Francois, esperando el trolebús. Cuando vi llegar un 1 B, armándome de valor, penetré en el vehículo, con la cabeza alta, y pasé sin problemas ante el puesto donde se halla normalmente el cobrador y donde, naturalmente, no había nadie. Debía estar en la réplica del trolebús que se estacionaba en el Saint-Francois del cielo. Me senté, el vehículo se puso en marcha, se detuvo en la estación Grand-Chéne, volvió a partir, enfiló el Gran Puente, giró en la calle Haldimand, deteniéndose cada vez que la pequeña luz roja se encendía ante el conductor. Pero, por supuesto, no había tampoco conductor. Y justamente antes de llegar a la Riponne fue cuando vi en una ventana a un viejo que tomaba el fresco. El trolebús se detuvo, las puertas se abrieron, me precipité, pero antes de que hubiera podido alcanzarlas volvieron a cerrarse. Alocado, golpeé por todos lados y, desesperado, bajé uno de los cristales. Pero ya volvía a estar en marcha, a sacudidas que hacían balancearme, giró a la izquierda y se detuvo en Valentín. Allá tuve tiempo de descender, y un instante de reflexión me mostró que si no había podido hacerlo en la Riponne era porque, allá arriba, nadie había descendido ni subido en aquella estación. Volví pues corriendo hacia la plaza. Pero allá la ventana había vuelto a cerrarse, y no tenía ningún medio de descubrir cómo podría saber dónde estaba aquel viejo que durante un momento había tomado el aire, justo en el momento de mi paso. Esto me dio sin embargo esperanza, y me hizo descubrir una de las reglas que la ciudad no podía transgredir. Decidí no volver a mi casa, tenía tiempo. Vagué por la ciudad, y observé muy pronto que de alguna manera ella organizaba su exilio. A la altura de la mano colgaban maletas, bolsos de mano que nada parecía sostener y que seguían un camino paralelo a aquel que sus poseedores seguían allá arriba, pesados paquetes flotaban, moviéndose al nivel de invisibles hombros como en la superficie de un mar que yo no había sabido descubrir y que bordeaba sin ver casi nada, hipnotizado por mi búsqueda. De pronto, llegó lo que esperaba: una mujer, en la calle de l'Ale, abría su ventana y se asomaba para ver yo no sabía qué, con las manos formando visera sobre sus ojos. Corrí, jadeante, gritando palabras ininterrumpidas. ¡Ya no estaba solo! Aún quedaban hombres en la tierra, en la ciudad de la tierra había aún hombres y mujeres. Pero apenas había recorrido la mitad de la distancia que me separaba de la ventana la mujer se elevó como las otras, aspirada porque se asomaba demasiado afuera. Me detuve en seco y me puse a sollozar como un niño. Pero mi desánimo no duró mucho, y no lloré durante largo rato. Había aprendido aquello, que compensaba al menos mi decepción particular: la ciudad no tenía ningún poder sobre la gente que no había salido aún de su casa desde la mañana. Su poder se detenía en los techos de las casas. Tenía para mí a todos los enfermos, los inválidos y los impotentes, aquellos a quienes sus ocupaciones les retenían en sus casas o en un interior cualquiera. Y debía advertirles sin tardanza del horror que les acogería desde el momento en que pusieran los pies afuera, en las aceras o en los patios. Preso de una prisa febril, prospecté pues la ciudad, penetrando en todas partes sin esperar a ser invitado, haciéndome recibir mal casi siempre, pues los hombres son así de estúpidos, y acelerando a menudo el mal que esperaba prevenir ya que la gente a quien contaba mi historia debía ver en mí un aspecto un poco alocado. Pero ¿quién no lo habría presentado en mi posición? La gente se me reía en las narices y me decían que por el contrario iban a salir, nada más que para mostrarme hasta qué punto era yo un estúpido. Abandonaban en efecto su abrigo, pese a mis persuasivos ruegos, y, naturalmente, se veían elevados tan pronto rebasaban el umbral. Y los veía elevarse riendo, bascular riendo, aterrizar riendo en la acera de su casa de la ciudad en el cielo, y finalmente volver a entrar en su casa, en su casa de allá arriba, siempre riendo y burlándose de mí. Era aterrador. Esto me hería el corazón, y no podía hacer nada por impedirlo. Pasé la noche en un café que cerró sus puertas a las once, simplemente porque su homólogo, su enantiomorfo, del cielo, cerraba las suyas, según los reglamentos policiales, y se volvió a abrir a la mañana siguiente un poco antes de las siete. Y durante la noche, las relaciones entre las dos ciudades se armonizaron a mis expensas. Es de suponer que la ciudad, al principio, no había pensado siquiera que tuviera que ir tan lejos, y no había preparado nada en consecuencia. Ya que todo a lo que asistía llevaba innegablemente la marca de la improvisación. Así, en la víspera, había podido apoderarme sin trabajo de papel en casa Müller, del libro en casa Doucet, de un paquete de bizcochos y de una tableta de chocolate con leche en casa Martinaud. Mientras que, a partir del miércoles, ya no pude tomar ningún otro objeto, por pequeño que fuera, de una estantería. Debía esperar a que alguien, allá arriba, cogiera aquello que yo deseaba. Entonces podía robárselo sin demasiado trabajo al nuevo poseedor. Así tuve que actuar con los croissants aquella mañana. Antes de abandonar el bar tuve que tomar de las manos invisibles de jamás sabré quién de la ciudad en el cielo los tres croissants que acababa de comprar. Al principio, todo fue muy bien. Allá arriba no se lo esperaban, no estaban preparados. Pero, en los días que siguieron, incluso en las horas que siguieron, la resistencia se organizó, y muy pronto me vi obligado a no coger más que los paquetes que se arrastraban casi a ras del suelo. Ya que los niños de la ciudad en el cielo se defendían contra viento y marea de mis ataques. Los remordimientos me martilleaban el corazón, pero no quería morir aún, y principalmente de hambre. ¿Qué debían pensar allá arriba, viendo desaparecer sus paquetes? ¿Acaso la ciudad les había puesto al corriente de mi existencia larvaria y de la forma en que debía ser tratado? Después de haber llenado mi estómago, abandoné el café, firmemente decidido a cambiar de táctica. A partir de aquel momento ya no advertí más a la gente, apenas tenía conocimiento de que tal apartamento estaba aún ocupado aseguraba las puertas, encerraba a aquellos que, de todos modos, se burlarían de mí y no me creerían, les encerraba, salvándoles así y pese a ellos mismos de la ciudad en el cielo. Ellos reclamaban, gritaban, se lamentaban, me suplicaban que les abriera, pero me había forjado un corazón de bronce y les abandonaba, inscribiendo con cuidado, de todos modos, su dirección exacta para no correr el riesgo de olvidarme de reavituallarles. Me sentía vivamente responsable de ellos. Evidentemente, podía ocurrir, y ocurrió, que mis prisioneros abrieran sus ventanas y, asomándose exageradamente con la vana esperanza de atraer sobre ellos la atención de alguien, fueran elevados. Pero yo no tenía ningún remedio contra eso y, además, la gente es más bien cobarde y tiene miedo de caer, lo sabía y no me inquietaba demasiado. En regla general, al principio al menos, encontré a mi vuelta a aquellos a quienes había salvado y pude hacerles llegar nuevas provisiones sin abrirles. A esta agotadora labor fue a la que me dediqué durante el fin de semana. Entonces me vi obligado a detenerme, no porque mi tarea estuviera terminada, lejos de ello, sino porque la ciudad es grande y porque quedaban en las casas más mujeres, hombres y niños de los que hubiera creído. Estaba pues obligado a dejar a los demás que se unieran tarde o temprano con la ciudad de allá arriba, ya que no disponía más que de veinticuatro horas por día para servir a aquellos cuyos destinos tenía en mis manos. Y no podía sin embargo dejarles morir de hambre, puesto que los había tomado bajo mi salvaguardia. Pero tuve que contar muy pronto con otro truco de mi enemiga. Supongo que el teléfono funcionaba aún, quizás incluso entre las dos ciudades enantiomorfas, ya que, a menudo, dejaba a la gente bien cerrada en su apartamento, provistos de provisiones suficientes hasta mi regreso, y ya no los encontraba a la mañana siguiente. Habían sido liberados manifiestamente desde el exterior. Al principio no quería creerlo, buscando no sabía qué fallo en mis sistemas de encierro, hasta que vi, una mañana, a un policía hundir con sus propios hombros de carne la barricada que yo había erigido con tanto cuidado y mostrar a aquellos a quienes había creído preservar el camino aéreo hasta la ciudad en el cielo. Desde entonces, presa de una rabia loca y disgustado ante la imbecilidad de los hombres, abandoné a su suerte a todos aquellos de los que me había preocupado hasta entonces. Abrí todas las puertas. Los prisioneros, sin preocuparse de mí, sin agradecérmelo, lanzándome por el contrario a su paso miradas cargadas de odio, cuando no eran incluso golpes, corrían hacia la salida, se balanceaban como ebrios, me pisoteaban tanto como yo había querido, pero esto era porque yo no pesaba más que el viento para ellos, y emprendían el vuelo apenas llegados a la calle. Horriblemente desamparado, con el cuerpo molido, con el corazón roto, regresé a pie a mi casa abandonada. Mi mujer había desaparecido también hacia la ciudad en el cielo, tampoco lo había dudado por otro lado ni un momento, y mis vecinos también, y sus niños, que ya no estaban allá para gritar en la escalera. ¡Cómo me hubiera gustado oír de nuevo sus gritos atravesarme las orejas! En uno de los apartamentos desiertos, el altavoz de un aparato de radio abandonado gruñía discursos indistintos. Busqué por un momento localizarlo y después, no pudiendo hacerlo, me hundí de nuevo en la ciudad, cuyo suelo estaba ya cubierto de polvo, puesto que la lluvia había cesado. Tenía aún una finalidad. Entre todos mis protegidos, había retenido pese a todo a una chica muy joven cuya acogida había sido amable, contrariamente a todas las demás. En mi confusión, la había olvidado. Ella esperaba sin embargo cada día mi visita y no me escatimaba ni las sonrisas ni las palabras animosas. Le había contado todo lo que me ocurría y sus ojos, asustados por un instante, se habían calmado, apaciguándose al mismo tiempo. Ella podía consolarme. Ahora, nada me impediría pasar todo mi tiempo cerca de ella, conversando y escribiendo. Escribiendo para ella. Ella estaba casi enteramente paralizada y no abandonaba jamás la cama. Había encerrado con ella a una vieja mujer medio sorda con el encargo de que se ocupara de ella, lo que hacía nuestras relaciones puras de todo detalle sórdido. Tomé mi papel, mi estilográfica y tinta, algunos libros, algunos botes de conserva, pero cuando llegué a su casa la puerta estaba forzada y penetré, con el corazón apretado por una mortal soledad. La vieja se había ido pero, afortunadamente, la joven no había querido seguirla. Me hizo algunas tímidas preguntas a las cuales hice como si no prestara atención, pero, después que hubimos comido, ella me pidió que la llevara cerca de la ventana a fin de respirar un poco de aire fresco. Yo había en efecto exigido que todas las salidas fueran bloqueadas y reconocía que la atmósfera llena de humo por la grasa cocina de la vieja no podía hacer ningún bien a mi pequeña amiga. Abrí de par en par las puertas y las ventanas, pero no quise oír hablar de acercarla a menos de un metro de ellas. Ella no insistió al principio pero, hacia la noche, al iniciarse la oscuridad y levantarse un viento áspero, volvió a la carga y tuve, so pena de verla echarse a llorar, que acceder a sus deseos. La tomé en mis brazos, pesaba tan poco, y me dirigí hacia la puerta. Pensaba que mi peso, hostil a la ciudad en el cielo, la retendría, pero ocurrió todo lo contrario. Apenas había puesto el pie en el umbral, la sentí pesar aún menos y elevarse. Me sujeté como un desesperado a su frágil cuerpo y fui elevado con ella. Rocé con todo mi cuerpo la fachada de la pequeña casa y muy pronto me encontré en medio del vacío, manteniéndola aún bien apretada entre mis brazos. Ella me sonreía sin decir nada. Después, basculamos y caímos al suelo de la ciudad en el cielo. En el momento en que mis pies tocaron tierra, sentí una violenta conmoción que me aturdió y me desvanecí, abriendo los brazos, liberándola de mi abrazo. Cuando me recuperé de mi entumecimiento, ciertamente mucho tiempo después, la noche había caído por completo y el viento se había detenido. Estaba nuevamente solo, vuelto a caer por mi propio peso contra el pavimento helado de la ciudad de abajo. Allá arriba, la vida continuaba sin mí. La casa donde había esperado pasar mi vida en amistad con Maryse estaba vacía, fría y vacía. No quisiera que se me menospreciara por lo que he escrito en estas últimas líneas. Yo no amaba a Maryse, ella tampoco me amaba, no podía existir amor entre nosotros. Pero su pérdida me llenó de dolor, y supe con seguridad que ella también lloró por su parte por nuestra separación. Partí en no sé qué dirección, gritando a pleno pulmón anatemas, maldiciendo la tierra y el cielo y los hombres, injuriándome a mí mismo, blasfemando con entusiasmo y arrojándome al suelo, sollozando, volviendo a levantarme, con los vestidos maculados de polvo. ¿Qué había hecho para merecer todo aquello? No fue hasta mucho más tarde, a la noche siguiente, cuando volví a mi nueva casa vacía y me puse a escribir. Presencias impalpables se movían a mi alrededor. Mis actos deben parecer en la ciudad en el cielo la obra de un fantasma, ¿no son acaso los hombres de allá arriba fantasmas para mí? Pero no creo tener que temer de ellos absolutamente nada. He escrito lo que precede en dos noches de trabajo, y he dejado cada vez mi obra inacabada sobre mi mesa sin haberla vuelto a encontrar revuelta. Sin embargo, unos seres me rodean. Ando durante todo el día por las calles sin sol, la ciudad en el cielo me lo oculta, pero no llueve. No, esto no es más que el siseo de los árboles, y los crujidos que me hacen sobresaltarme provienen de las ramas que se rompen y se distienden. Ante mi ventana un castaño se agita cada mañana, desprendiéndose de sus reumatismos nocturnos. Es esto, ya que no hay nadie, y los cuchicheos que mis oídos, no acostumbrados al silencio, creen percibir a mi alrededor son los roces de las hojas. Y, poco a poco, incluso esos ruidos desaparecen. Creía saber lo que era el silencio, pero esto no era nada, sólo el rumor habitual de los hombres, que los acompaña, me faltaba. La vida proseguía a mi alrededor, y no importaba que fuera tan sólo una vida vegetal. Pero ahora, no ni eso existe. Ayer por la tarde me detuve en la calle, súbitamente, y me sentí más solo aún. Fue necesario un largo momento de concentración dolorosa para darme cuenta de que los olores me habían abandonado a su vez. Pero las piedras lisas y las cortezas rugosas se hallan aún a mi alcance, y la ciudad que me abriga existe aún ante mis ojos. Continué mi camino alzándome de hombros. Nada podía ser peor que la soledad. Y, andando, comprendí por qué nada llegaba ya a mi olfato. Sólo la vida acarrea olores con ella, y puesto que la vida me había abandonado... Y, lentamente, otra sensación vino a reemplazar para mí lo que me había dejado para siempre. El mundo aparecía más plano, menos lleno, le faltaban dimensiones. Es falso hablar solamente de tres dimensiones, de cuatro a lo sumo. Hay más que éstas. El olor era una, y el sonido otra. Yo estaba privado de ellos, pero no tardé en ser sumergido por otros efluvios desconocidos, fuertes, acres, próximos, tan próximos que no sentí ninguna vacilación sobre su naturaleza. Mi olor, mi propio olor, el propio olor de mi cuerpo, me aislaba como en una cáscara impenetrable, y me separaba de todo lo que se le parecía, y después, yendo a grandes pasos por la ciudad, oí un nuevo ruido que se instalaba a mi alrededor, en mí, el silbido de mi respiración, y los latidos de mi corazón, ensordecedores. Aturdidora era la amalgama de olores, ensordecedora la alternación de los profundos estertores de mi pecho y los choques de mi sangre expulsada, aspirada, expulsada, aspirada, batiendo en los ángulos de las arterias y distendiendo las venas a su paso. Jadeando, ya no alcanzaba a pensar en otra cosa, e iba a abismarme contra el suelo de terror cuando ella se me apareció. Aunque había cambiado, no dudé un instante en reconocerla. No podía ser más que Maryse. Venía hacia mí, con los brazos tendidos hacia mí, la ciudad había comprendido que no podía vivir solo y me enviaba a Maryse, que me tendía los brazos y me sonreía suavemente. Ella la había curado incluso de su parálisis y me la entregaba como un don, como una flor, para que iluminara mi angustia. Cuando nos reunimos, experimenté una súbita aprensión. ¿Y si mis ojos me engañaban? Los cerré y la tomé entre mis brazos. Estaba allá, viva, contra mí, hecha de carne y de ternura, y la abracé y volví a abrir los ojos para verla ofrecerme sus labios, que tomé temblando. Después volvimos juntos hacia su casa, hacia mi casa, nuestra casa. Entró, parpadeó brevemente al distinguir la cama en la que había pasado su vida hasta ahora, tantos largos años, y sin una palabra se desvistió. ¿Hubiera debido oponerme al deseo que ella manifestaba así, que respondía tan bien a mi brusco deseo? ¿Era aún un señuelo de los que la ciudad era experta, una trampa especialmente concebida para mí? No pensé en ello, no lo sé aún, ni siquiera ahora, que me siento tan vacío y lastimado, no contaba nada salvo su cuerpo desvelado, casi demasiado sabiamente, pero yo no presté atención a aquello, y su pose, estaba de rodillas sobre la alfombra, dándome frente, y sonreía mientras formaba palabras que yo no oía, que yo no podía oír. Estaba sordo a todo salvo a las latidos que se aceleraban en mi corazón, insensible a todo salvo a mi cuerpo que se alborotaba. Di un paso hacia ella. Estaba bien viva, sólo que no la oía. Entre sus palabras y yo se interponía el estruendo de mi cuerpo. No sentía el olor de su cuerpo. Pero el placer estaba allá, como jamás aún lo había experimentado, lento y sinuoso, casi infinito, insostenible. Y cuando se rompió, mis propios gemidos llenaban mis oídos, y estallidos de oro y de plata ardían en mis ojos, ¿cerrados?, ¿abiertos? Volví a la consciencia y, entonces, la desesperación me sumergió definitivamente. Estaba aún entre mis brazos, Maryse, pero ya no la veía. Y sin embargo mis ojos estaban abiertos, enormemente abiertos sobre el vacío. Nunca había vuelto a caer a la ciudad de la tierra, había permanecido, con Maryse, en el suelo de la ciudad en el cielo, y todos los hombres, y las mujeres, y los niños, habían regresado a la ciudad en la tierra al mismo tiempo, en un deslizamiento total que de nuevo me había abandonado. A través de la alfombra, a través del suelo de la habitación, veía el cielo, era el cielo lo que me servía de apoyo y giraba debajo de mí, me sentía deslizar en el aire. Me levanté de un salto, fui hacia la ventana abierta y hundí mi mirada en la calle. Ya no había calle, estaba sembrada de estrellas. Enfrente, lentamente, roído por la base, un inmueble se esfumaba. Y yo sabía que mi casa se esfumaba también por su base. Y por encima de mi cabeza, la ciudad del suelo hormigueaba de luces, de vida, y los vehículos se cruzaban en las calles, la iglesia de Saint-Francois, a la derecha, apuntaba hacia mí su flecha. A mi alrededor, ya casi nada subsistía. Volví de nuevo hacia Maryse que debía, que debía estar aún allá, incluso si ya no la veía, tenía aún su cuerpo sobre mi piel, no había podido abandonarme después de aquel instante y, arrodillándome en el suelo, vi, y lancé un grito de horror. Una mancha blancuzca ensuciaba la alfombra, una mancha absurda y sucia, brillando bajo la luz. Y el suelo, roído por el cielo, a través del cual aparecían las constelaciones, en medio de las cuales se insinuaba la Vía Láctea. ¡Una mancha, una mancha blancuzca! Estallé en una carcajada estridente, saltó de golpe sobre mis pies y me puse a girar en redondo en la pieza, golpeando contra los muros que se desvanecían. En mi mesa, las hojas que había ya llenas con mi fina escritura revoloteaban separadamente, atravesaban el techo como si jamás hubiera existido. Ya no estaba allá más que en jirones, ya que por encima de mí, fuera del halo que provenía de la lámpara eléctrica, intacta para iluminar hasta el final al hombre pálido de terror que yo debía ser, las calles de la ciudad en el suelo se dibujaban fielmente, a través del techo y de los pisos superiores. Grité, grité de terror, y me precipité a mi mesa para salvar al menos las hojas vírgenes, mi estilográfica. Esto me mantenía aún, esta estúpida necesidad de garabatear unas palabras. Me senté, reventando de risa, dejé de gritar y, con los pies en el vacío sólido y la cabeza hacia el suelo de la ciudad en la tierra, me puse a escribir, a escribir, ¿para quién?, y a medida que terminaba las hojas las proyectaba al aire, sonriendo, y ellas se iban hacia la ciudad en el suelo. Y yo pensaba, yo podía pensar aún, al menos, ¿o es que ya no podría pensar?, ¿pensar eternamente?, que todo encajaba, que había estado loco creyendo que la ciudad me amaría algún día. Me odiaba salvajemente, y no vacilaba ante los medios más horribles para torturarme en cuerpo y alma. Todo aquel manejo infernal para atraerme hacia la ciudad en el cielo. Maryse, incluso Maryse había representado su papel, emanación turbadora de la ciudad. Yo hubiera podido creer que la ciudad en el cielo valía más que la de la tierra y que yo era un santo por haberla merecido, pero no, sabía bien que lo único importante era pertenecer a la ciudad en la tierra, que el valor estaba abajo y no arriba, y que yo estaba desgajado, irremediablemente desgajado, de todo lo que vive. Y sin embargo vivía, y viviría largo tiempo aún, y siempre pensaría, sin poder impedírmelo. Podría consolarme diciendo que sólo yo, puesto que la ciudad en el cielo se disgrega a mi alrededor, que sólo yo hago contrapeso a la ciudad en la tierra y en definitiva a la tierra entera, pero sé que esto no es más que orgullo. Ya no tengo necesidad de ir a la ventana para ver el cielo debajo de mí y la ciudad sobre mi cabeza. A la derecha, la catedral se alza hacia mí, no demasiado, a la derecha Saint-Francois es una mancha deslumbrante de luz. Y he aquí que todo aquí se estremece, mientras el último vestigio de la ciudad en el cielo se deshace y que la lámpara que me ilumina, que vela mi agonía, comienza a enrojecer, todo se dirige hacia el este y yo me quedo solo, suspendido en el vacío por encima de la tierra que desfila, un vértigo insostenible, que desfila, y el lago desaparece, y las constelaciones debajo de mí están al fin inmóviles, mi última hoja de papel tiembla, pegada a mi mano derecha, mientras que mi estilográfica se me escapa y yo me quedo solo en la noche, en medio de la interminable noche, colgado del Carro de Orion como un animal dañino.