7
Y fue un corredor abrigado y cálido, como una garganta. Page tuvo la horrible idea de, al igual que un insecto acorralado, haberse precipitado en la boca de un monstruo. Las paredes eran rojas, color de sangre seca.
Fue en aquel instante cuando una pequeña mano —tibia, tranquilizadora, humana— se posó en la suya.
—¡Maya! —dijo.
Un resplandor plateado destelló en las sombras. Un largo cuerpo de serpiente blanco ondulaba bajo el ligero velo, los cabellos opalinos estaban llenos de destellos.
—No soy Maya. Soy E-r-i-a...
La desconocida lo arrastraba. Desembocaron en una sala cuyos muros irradiaban una fosforescencia malva. Una ojiva se abrió. Recortadas sobre un cielo pálido, artificial, donde radiaban auroras boreales, vio a Eria, la última obra de Siao Geroe. De las sienes pobladas de venas azules a los talones nacarados, era una perfección mineral. Un fuego vivo iluminaba la ortosa cremosa donde Siao había modelado los rasgos que le eran tan queridos. Parecida a Maya y sin embargo inhumana, los brazos cruzados tras la nuca, giraba lentamente, y esta rotación alcanzaba el sistema nervioso del viajero al igual que una piedra que, cayendo en un agua reposada, la inunda de círculos perfectos.
Fue entonces cuando se dio cuenta que ella no hablaba. Captaba solamente sus potentes ondas y una intimidad indignante, impensable, se establecía entre el hombre cautivo y el mineral viviente. Y mientras la mente de Gil Page, lúcida, estaba paralizada de horror, cada uno de sus nervios se estremecía en una aterradora delicia.
—Soy E-r-i-a... —cantaba la noche.
Comprendió: aquello era el Sueño, el maleficio al cual había sucumbido la humanidad entera.
Como piedra, se imponía y sugería al hombre su oscuro pasado, sus experiencias y sus sensaciones para siempre reflejadas en el cristal y que, de una manera alucinante, concordaban con los propios deseos no confesados de Gil. Siempre había soñado con el espacio. No a causa de la belleza geométrica y glacial de los sistemas planetarios, ni del giro de los astros y de la libertad salvaje de la nada. Uno no está jamás solo en la nada: uno tiene una astronave, una tripulación, una misión. Pero en la Tierra mecanizada de su época, entreveía los universos sin números, las dimensiones desconocidas y sus ilimitadas posibilidades.
Las pasiones terrestres le habían dejado hasta entonces reticente, no se ataba a ningún lado e iba alucinado, de misión en misión. Uno de los mejores crononautas del mundo..., pero esto le daba lo mismo..., ¡le daba exactamente lo mismo! En todas partes, siempre, en lo más profundo de su ser, una voz prometía otras cimas que alcanzar, otras alegrías inéditas que conquistar.
Eria lo sabía. Sonrió. De sus largos cabellos estrellas emanaba un perfume de aromas fabulosos surgidos de un abismo de los tiempos: el nardo, el benjuí, el aloe, el tomillo amargo de Belkis de Saba, la mirra y el olíbano de Cleopatra. Y nuevos astros parpadeaban en sus profundos ojos. Ella era a la vez el pasado, el futuro y todos los planetas misteriosos. Sus brazos se contorsionaban como lagos de nebulosas en la nada.
—¿Quieres seguirme, esperarme? —cantaba la noche—. Subamos, entonces. Subamos.
Las ondas concéntricas se ensancharon. El inconsciente del prisionero se lanzaba al encuentro de aquella armonía. Un abismo negro, poblado de constelaciones temblorosas, se abrió. Gil Page cayó en aquel abismo vertiginoso.
Era extraño volver a hallar, en aquella enésima dimensión, los amasijos estelares que habían visitado en sus incursiones reales. El diamante helado de la Estrella Polar le situó inmediatamente, después las perlas esparcidas del Carro. Más lejos, el Dragón contorsionaba sus espirales, y aquella polvareda de astros era, sin duda, la Cabellera de Berenice, cuyos soles había visto de cerca. Vega de la Lira irradiaba el azul. Page había recorrido aquel rincón de la hiperesfera en astronave artificialmente gravitacionada, pero se maravillaba de volver a encontrarse en aquellas parpadeantes tinieblas, tan lejos de su planeta natal, ¡y tan ligero! Hilillos de fotones se fijaban sobre inmensas alas. Atravesó de un salto el abismo rutilante de fuegos que debía ser la Corona Boreal, y se hirió en el enorme zafiro de Arcturus. Un halo le seguía: mareas cósmicas, lluvias de diamantes, magias minerales, y aquella cosa viviente que le encerraba en sus anillos, bebía su vida.
—¡Subamos! ¡Más alto! ¡Más lejos!
Contempló las cosas que, impedidos por sus limitadas pantallas periscópicas, los pilotos siderales no habían visto nunca: la Fosa del Cisne hirviendo de soles oscuros, Altair y su estado puro era un océano de rubíes. Las Pléyades acudían a su encuentro, estallaban, se esparcían en torbellinos de astros locos, las gigantes y las enanas caían en chispeantes cascadas, se reabsorbían en estrías escarlatas o azules y se fundían en un enorme y único brasero. «¡Más alto y más aprisa aún!» Un dolor lacerante se transformaba en voluptuosidad. La embriaguez carnal se confundía con el delirio cósmico. Gil se sentía envuelto, disuelto entre la espuma astral, mientras que al fondo, muy lejos, como un soplo helado, una sensación de horror más que inmunda lo atravesaba.
La noche cuchicheó:
—Detente. Sí, este sistema oscuro, este sol ínfimo, esta ceniza de planetas. Era aquí. La célula, la matriz, la prisión. Es aquí donde estalló un cuerpo celeste, se rompió, y donde la materia alcanzó un nacimiento peor que la muerte.
El choque fue tan terrible que Gil Page —lo que era el cuerpo vulnerable y concreto de Gil Page—, violentamente proyectado fuera del abrazo mineral, pudo volver a tomar aliento. Sólo un momento..., y sintió un terror inexpresable. Ya que su cerebro viviente había comprendido que había vivido y compartido los recuerdos y las sensaciones de una piedra. Había estallado sobre un planeta desconocido, ardido en un sol de muerte, rodado a través del abismo sideral, aprehendido vida y conciencia a través de una caída demencial. Su envoltura real yacía sobre las losas de un templo subterráneo y el abismo, el pozo, se había cerrado sobre él, la alucinante simbiosis se había completado. Estaba condenado..., como toda la humanidad.
En la playa, la ola de acero limaba los arrecifes, el horizonte era pálido y la brisa helada. A ras de las deslizantes olas se levantaban enormes acantilados de vertiginosas paredes. Enormes orificios horadaban las rocas y a veces el viento barría el aliento fétido que se escapaba de ellos. Allí estaban las Reservas..., la única aglomeración humana del país, tal vez de todo el mundo. Maya se estremeció y se envolvió apretadamente en su manta gris; la sal tenía en sus labios un gusto a sangre.
Una silueta indistinta emergió de las brumas. Jacques el Espaciano retrocedió lanzando un grito:
—¡No ha venido!
—No —dijo Maya—. Descendió a Pétrea para seguir su misión, y sin duda está prisionero. Pero vengo yo en su lugar.
—¿Y quién eres tú? ¡Te pareces a una piedra roja!
—Soy Maya Geroe —dijo ella, levantándose—. Pregunta a los de la Reserva lo que significa mi nombre. Y si conocían a Siao Geroe, aquel que vino a esta playa para ayudarlos.
En la sombra, unas voces murmuraron:
—Conocemos a Siao Geroe...
—Vengo en lugar del viajero porque ha llegado la hora. ¿Están vuestros camaradas listos para el combate?
—¡Veamos! —dijo burlonamente el Espaciano—. Que me den solamente la tripulación de una nave estelar y... Hay aquí decenas de miles de hombres, pero, ¿qué ayuda pueden representar? ¡Son muertos en vida!
—Quiero hablarles —dijo Maya.
—¡No comprenden nada!
Ella, sin embargo, avanzó hacia la multitud de aspecto extraviado que surgía de las cavernas.
Fantasmas. Esqueletos transparentes, azules, de epidermis carcomidas..., y otros hinchados, lívidos.
Niños semejantes a comadrejas. Muy pocos conservaban aún sus andrajos. Muchos se arrastraban por el suelo. Todos los ojos eran vidriosos.
—Han gritado pidiendo socorro —dijo Maya—. Y él ha venido. Ahora, es él quien tiene necesidad de nuestra ayuda. Escúchenme: soy humana como ustedes, estoy viva: toquen mis manos, son calientes. Síganme...
Se encorvaron, cuchicheando en el viento. Maya no percibía en la bruma más que las manchas pálidas de los rostros, los enormes huecos de las órbitas. El más anciano dijo al fin:
—Te seguiremos.
—¿Cuál es tu nombre?
—Me llamé Jaime Agueda —dijo la sombra—. Era..., ¡oh, Señor!, era el maestro de la Ciudad de los Libros.
—Jaime, Jacques —dijo ella, pareciendo gravitar sobre ellos con toda su fuerza nerviosa—.
Escuchen: esta noche hay fiesta en Pétrea. Yo descenderé allí. Traeré o no al Extranjero. Pero usted espéreme en la Ciudad de los Libros. Debe conocerla mucho mejor que yo, Jaime Agueda.
—La conozco.
—Hay un gran reloj en el antiguo invernadero que se llama también la Cala del Coro. Funciona, yo le he dado cuerda. Cuando señale medianoche, actúe siguiendo el Popol-Vuh.